Álvaro Pombo - Wikipedia
Álvaro Pombo García de los Ríos (Santander, Cantabria, 23 de junio de 1939) es un poeta, novelista, político y activista español.
Álvaro Pombo | |
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Nombre completo | Álvaro Pombo García de los Ríos |
Nacimiento | 23 de junio de 1939 (72 años) Santander (Cantabria), España |
Ocupación | Escritor, académico y político |
Lengua materna | Español |
Género | Novela y poesía |
Movimientos | Realismo |
Obras notables |
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Premios |
"El temblor del héroe" de Álvaro Pombo gana el 68 Premio Nadal
Biografía
Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid y Bachelor of Arts en Filosofía por el Birkbeck College de Londres, donde vivió desde 1966 a 1977.Desde que en 1973 se publicó su primer libro de poesía, Protocolos, Álvaro Pombo se ha considerado una voz personal y única en la literatura española. Sólo cuatro años después de la publicación de aquellos versos, Pombo ganó el premio El Bardo con su obra Variaciones en 1977. Ese año regresó a España, publicándose también su primer volumen de narrativa, Relatos sobre la falta de substancia, que contenía un gran número de historias cortas protagonizadas por personajes homosexuales. El tema gay estará presente también en otras obras suyas.
En 1983, ya instalado en Madrid, ganó el primer Premio Herralde con la novela El héroe de las mansardas de Mansard, inaugurando así la colección Narrativas Hispánicas de Anagrama, donde ha publicado casi todas sus novelas y a la que se ha declarado públicamente fiel.
A pesar de considerarse a sí mismo poeta, siempre ha sido más conocido como novelista, calidad en la que ha ganando varios galardones. Su estilo, único y original, a pesar de ser clasificado dentro del realismo subjetivo, lo ha situado siempre como una figura crucial en las letras españolas. La maestría con la que usa el lenguaje, propia de un poeta verdadero, y el uso chocante y contagioso del humor en todas sus novelas dan forma a una prosa única, elogiada por críticos y escritores de toda índole.1
Aficionado a la historia medieval y la filosofía fenomenológica, en todos sus libros se mezclan la investigación psicológica y la preocupación filosófica. Él mismo define su método literario como psicología-ficción.
Sus primeras obras pueden considerarse pesimistas, presentando siempre situaciones, argumentos y personajes sin esperanza, pero su narrativa da un giro con la publicación de El metro de platino iridiado (1990), quizás su obra maestra, ganadora del Premio Nacional de la Crítica. En esa novela Pombo empieza a ejercer lo que llamó "la poética del Bien", donde la ética, la humanidad y, en definitiva, el Bien, parecen ser el objetivo de su trabajo. En Contra natura (2005), Pombo expresa sus críticas hacia una excesiva "mercadotecnia" y "trivialización" de la homosexualidad que, en su opinión, está llevando a cabo una parte del colectivo.
Álvaro Pombo ingresó en la Real Academia Española el 20 de junio de 2004, propuesta su candidatura por Luis María Ansón, Luis Mateo Díez y Francisco Rico, ocupando el sillón j que dejó a su muerte Pedro Laín Entralgo. Su discurso de ingreso en la Academia se tituló Verosimilitud y verdad; en él, Pombo reflexionó acerca de la reserva del término "verdad" para el razonamiento y "verosimilitud" para lo narrativo-contemplativo.
El 16 de octubre de 2006 se le proclama ganador del premio Planeta, el más popular de cuantos existen de literatura en España, por la novela La fortuna de Matilda Turpin.
Aunque él mismo es un homosexual declarado, se ha manifestado en contra del concepto de matrimonio para personas del mismo sexo. Esa palabra "referida al ámbito gay me da risa", dijo en el programa Los desayunos de TVE en noviembre de 2011.2 Ante el revuelo causó esta declaración, la UPyD, el partido de Pombo, "se apresuró a precisar a través de Twitter que su programa electoral defiende el matrimonio entre personas del mismo sexo".2
Entre 2006 y 2008 fue también colaborador y contertulio del programa de Antena 3 Espejo público.
El 6 de enero de 2012 ganó el Premio Nadal con El temblor del héroe.3
Actividad política
Álvaro pombo (izquierda), junto a Fernando Savater (derecha), en un acto de Unión Progreso y Democracia.Obras
Narrativa
- Relatos sobre la falta de sustancia (1977)
- Los delitos insignificantes (1980)
- El héroe de las mansardas de Mansard (1983) Premio Herralde de Novela
- El hijo adoptivo (1984). Llevada al cine por Juan Pinzás en El juego de los mensajes invisibles (1991)
- El parecido (1986)
- El metro de platino iridiado (1990) Premio Nacional de la Crítica
- Aparición del eterno femenino contada por S. M. el Rey (1993)
- Telepena de Celia Cecilia Villalobo (1995)
- Vida de San Francisco de Asís (1996)
- Donde las mujeres (1996) Premio Nacional de Narrativa
- Cuentos reciclados (1997)
- La cuadratura del círculo (1999) Premio Fastenrath de la RAE
- El cielo raso (2001) Premio Fundación José Manuel Lara
- Una ventana al norte (2004)
- Contra natura (2005)
- La Fortuna de Matilda Turpin (2006) Premio Planeta
- Virginia o el interior del mundo (2009)
- La previa muerte del lugarteniente Aloof (2009)
- El temblor del héroe (2012) Premio Nadal
Poesía
- Protocolos (1973)
- Variaciones (1977) Premio El Bardo
- Hacia una constitución poética del año en curso (1980)
- Protocolos para la rehabilitación del firmamento (1992)
- Protocolos, 1973-2003 Poesías completas (2004)
- Los enunciados protocolarios (2009)
Relatos y cuentos
- Alrededores (2002)
Premios
- Premio El Bardo 1977 por Variaciones
- Premio Herralde 1983 por El héroe de las mansardas de Mansard
- Premio Nacional de la Crítica 1990 por El metro de platino iridiado
- Premio Nacional de Narrativa 1997 por Donde las mujeres
- Premio Fastenrath 1999 (RAE) por La cuadratura del círculo
- Premio Fundación José Manuel Lara 2002 por El cielo raso
- Premio Fundación Germán Sánchez Ruipérez periodístico sobre lectura (2004)
- Premio Planeta 2006 por La fortuna de Matilda Turpin
- Premio Nadal 2012 por El temblor del héroe
Referencias
- ↑ Biografía de Pombo, portal de la Universidad de Castilla-La Mancha; acceso 07.01.2012
- ↑ a b A Álvaro Pombo (UPyD) le da risa la palabra matrimonio referida a los homosexuales, Cristianos Gays, 16.11.2011; acceso 07.01.2012
- ↑ Laura Fernández. Álvaro Pombo gana el Premio Nadal, El Mundo, 06.01.2012; acceso 07.01.2012
- ↑ Álvaro Pombo asegura que no le preocupa que "internet corrompa un poco el lenguaje", nota de la agencia EFE reproducida en Soitu, 01.09.2009; 07.01.2012
- ↑ Pilar Chato. Álvaro Pombo liderará la lista al Senado por Madrid de Unión, Progreso y Democracia, El Diario Montañés, 08.01.2008; acceso 07.01.2012
- ↑ Álvaro Pombo obtuvo más votos que 173 senadores elegidos el 20N, portal de la UPyD, 23.11.2011; acceso 07.01.2012
Enlaces externos
- Wikimedia Commons alberga contenido multimedia sobre Álvaro Pombo.
- Wikiquote alberga frases célebres de o sobre Álvaro Pombo.
- Blog de Álvaro Pombo acerca de la presidencia de Barack H. Obama.
- Verosimilitud y Verdad. Discurso de Álvaro Pombo de ingreso en la RAE, 20 de junio, 2004.
- Álvaro Pombo en Lecturalia.
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Verosimilitud y verdad / D. Álvaro Pombo García de los Ríos
MADRID, 20 de junio de 2004
I. Literatura, aislamiento, Academia
Señoras y señores académicos:
Va a hacer casi un año y medio de
aquella tarde otoñal en que Luis María Anson, en su nombre propio y en
nombre de Luis Mateo Díez y Francisco Rico, me telefoneaba para decirme
que me habían propuesto para ocupar uno de los sillones vacantes de la
Real Academia Española. Me sentí, como es natural, inmensamente honrado
y, a la vez, inmensamente sorprendido. Estrujado entre estas dos
inmensidades, no fui capaz de escribir ni una sola línea más aquella
tarde. He recibido estos últimos años algunos honores y premios que me
han honrado y alegrado mucho. Pero esto del sillón de la Academia me
pareció el honor de los honores y tuve la impresión de que casi se me
honraba demasiado. No es falsa modestia: como muchos otros colegas y
escritores de mi generación, he amado la literatura y la lengua
españolas, y he trabajado duro con ellas. A diferencia, quizá, de otros
colegas, yo siempre he tenido la sensación, al escribir, de llevar a
cabo una intensa y personal actividad marginal y aislada. La propuesta
de Luis María Anson, Luis Mateo Díez y Francisco Rico era el primer
reconocimiento institucional que yo recibía. Nunca, sinceramente, había
considerado la posibilidad de llegar a ser académico de número de esta
Real Academia Española y, por lo tanto, al ser propuesto y al aceptar la
propuesta, me sentí intensamente inverosímil. Y más inverosímil aún, si
cabe, al saber que había de ocupar el sillón que ocupó el más verosímil
de los académicos que en el mundo han sido, D. Pedro Laín Entralgo. Y
con esta noción de inverosimilitud vivida como una experiencia personal,
como un sentirme inverosímil aún esta tarde, ante ustedes, entro ya en
la segunda parte de mi exposición.
II. Elogio del Excmo. Sr. D.
Pedro Laín Entralgo desde la perspectiva de un inverosímil futuro
académico, aún adolescente a finales de los años cincuenta: Don Pedro
Laín como humanista, como historiador de la medicina y de España, y como
cristiano.
Comenzaré, pues, subrayando esta
vigorosa y sonriente inverosimilitud que para mí supone suceder a don
Pedro Laín Entralgo: porque el caso es que, no obstante lo disímiles que
somos, Pedro Laín fue mi primer introductor en la vida universitaria e
intelectual con su libro de 1952, Palabras menores. Comencé a leerlo fascinado por los temas de sus dos primeros artículos. El primero se titulaba Poesía, ciencia y realidad, y el segundo se titulaba El espíritu de la poesía española contemporánea. ¿Qué había en aquellos dos primeros ensayos de Palabras menores
que tanto me fascinó en aquel entonces? Había una elocución, una voz
personalmente comprometida con dos asuntos que para mí eran entonces
inmensamente importantes: la poesía, por inclinación; y la ciencia, por
rechazo. El tercer término del título del primer artículo, la realidad,
era la gran incógnita que parecía ser la solución. Don Pedro Laín
tendría entonces cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años. Era, pues,
veinte años más joven entonces de lo que soy yo ahora: era la primera
vez en mi vida que una voz dotada de elocuencia y de autoridad me
hablaba a la vez, y con análogo entusiasmo, de algo que yo amaba y creía
entender a la perfección, la poesía, y de algo que yo detestaba y creía
no ser capaz de llegar a entender en toda mi vida, la ciencia.
Recientemente, en un discurso pronunciado en esta misma sala, D. José
Manuel Sánchez Ron ha hecho un admirable elogio del mestizaje
entre las humanidades y las ciencias: al oírle, el entusiasmo de su
relato me recordó el entusiasmo que yo mismo sentía cuando ingresé con
dieciocho años en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid. He aquí,
citadas literalmente, las palabras de don Pedro Laín que unificaron y
tranquilizaron mi alma en aquel tiempo: «el poeta y el hombre de ciencia
no hacen sino expresar, cada uno con su propio lenguaje, su personal
experiencia de la realidad». Ya tenemos aquí la gran palabra, incógnita y
solución a la vez: el concepto de realidad, o mejor todavía, la
realidad a secas. He aquí otro texto de Poesía, ciencia y realidad
que me cautivó en aquel momento: «Esta intelección de la realidad, sea
científico o poético su modo, ¿es plenamente posible para el hombre? Y
si no lo es de manera plenamente satisfactoria, ¿deberá el espíritu
humano conformarse con su propia limitación, o podrá esperar para sí
mismo un estado distinto del actual y terreno, en el que su ansia de
entender el mundo alcance satisfacción íntegra y cabal? He aquí, en tal
caso, una cuarta actitud intelectiva ante el mundo, junto con la
intuición sensorial, la explicación racional y la penetración esencial o
metafísica de la realidad; a saber: la esperanza de una intelección
esencial y primaria». Toda una vida entre el Laín de los artículos
recopilados en Palabras menores y el Laín de 1996, que, ya en la
recta final, se vuelve a plantear de nuevo el problema de ser
cristiano. Y durante todos esos años, a través de las mil y una
peripecias personales y colectivas de la vida española, una misma voz,
personalmente comprometida, seria, amistosa, profesoral y académica,
siempre inquisitiva y vivaz y audaz: la voz de Pedro Laín Entralgo.
Deseo recordar en este punto unas palabras de D. Julián Marías,
publicadas en ABC el 14 de junio de 2001, con motivo del fallecimiento
de Pedro Laín Entralgo: «He tenido durante muchos años la evidencia
—dice Julián Marías— de que la situación en España era en cierta medida
tolerable gracias a la actitud, poco frecuente, de hombres como Laín. Si
hubiese habido veinte semejantes, la transformación de España hacia lo
aceptable habría sido mucho más rápida y completa. Si se hace el
experimento mental de eliminar la acción de Laín, se puede medir lo que
ha significado su presencia y acción». Cito estas nobles palabras de
Julián Marías ahora porque, releyéndolas, viene a mi memoria otro
importante asunto que me parecía a mí urgente y esencial en mis primeros
años de universidad: la convocatoria de toda una generación en su voz.
Pedro Laín representó para mí, en aquellos primeros años de mi apocada
vida universitaria, la voz convocadora por antonomasia: todos los
intelectuales españoles de su tiempo y de su misma edad, y anteriores a
él, y siguientes a él, tanto de la España roja y exilada, como de la mal
llamada España nacional, estaban presentes en sus textos y en su
ejemplo. Debo recordar, por contraste, en este contexto, los odiosos
escritos del dominico Santiago Ramírez, que consideraba que Pedro Laín,
José Luis Aranguren y Julián Marías debían ser rechazados por la España
de entonces. A esto volveré un poco más adelante; ahora únicamente deseo
mencionar la integridad personal de estos hombres que hicieron posible
no solo la renovación del cristianismo en España, sino también la
renovación de España con la democracia. No sé cómo sonará a la juventud
española de ahora esta reafirmación de la importancia de la religiosidad
cristiana de don Pedro Laín Entralgo. Me imagino que, tras la
persistentemente torpe y cicatera actuación de la jerarquía eclesiástica
católica española actual, habrá pocos que aún se enorgullezcan de
llamarse a sí mismos cristianos.
Dice Julián Marías en el artículo
citado de ABC que «sería un error imperdonable olvidar quién ha sido
verdadera y profundamente Pedro Laín Entralgo: uno de los mayores
intelectuales españoles del siglo XX». Tengo ante mí noventa y tres años
de vida personal e intelectual; voy a permitirme a continuación hablar
de ese hombre desde mi perspectiva individual y propia, pero antes
quisiera mencionar, al menos, los grandes hitos objetivos de su
producción intelectual. Tenemos, por una parte, los escritos que
relacionan medicina e historia, de 1941; tenemos después los libros de
cultura española, de 1943-1946, que incluyen el libro sobre Menéndez
Pelayo y el libro sobre Cajal, además del célebre La generación del 98; entre 1946 y 1954 tenemos una historiografía de las grandes figuras de la medicina: Bichat (1946), Claudio Bernard (1947), Harvey (1948) y Laennec (1954); en 1950 tenemos el importante libro, más apreciado quizá fuera de España que en España, titulado La historia clínica. No puedo detenerme en este importante libro ahora; baste recordar que La historia clínica se llama también Patografía
y que es «el relato técnico de la experiencia diagnóstica y terapéutica
del médico ante un caso individual de su práctica; si se quiere el
fragmento de la biografía del enfermo correspondiente a su enfermedad
tal como el médico la ve». He aquí un libro donde se incluye, en la
figura del médico, tanto el lado científico y técnico como el lado
humanístico; La historia clínica, como biografía del enfermo, es
la consideración del enfermo como ser humano individual, en el profundo
sentido humanístico y médico de que no hay enfermedades sino enfermos.
Es natural que desde este libro, La historia clínica, pasara don Pedro Laín en 1956 a ese gran libro que fue La espera y la esperanza. Y de ahí, en 1958, a otra obra clásica, en mi opinión, titulada La curación por la palabra en la antigüedad clásica. En 1961 tenemos la monumental Teoría y realidad del otro; en 1964 La relación médico-enfermo; en 1970, La medicina hipocrática; ¿A qué llamamos España?, 1971; Sobre la amistad, 1972; El diagnóstico médico, 1982; La antropología médica,
1984. Tras esta breve reseña, unida a la serie impresionante de libros,
artículos, ensayos y cursos, me siento aún decidido a elogiar a Pedro
Laín a partir de mí mismo, a partir de la perspectiva de aquel
universitario joven que llega de provincias a Madrid y que se pregunta,
como el propio Laín lo hacía en la revista Alcalá del 25 de abril de 1952: ¿Es posible en España una universidad verdaderamente satisfactoria?
¡Qué próxima, de pronto, la voz de Pedro Laín, tan joven todavía en
aquellos años cincuenta, en esta tarde de abril del año 2004! ¿Era
posible en España una universidad verdaderamente satisfactoria en aquel
entonces? Creo que vale la pena detenernos aquí, en 1951-1952, en el
capítulo séptimo del célebre Descargo de conciencia de Pedro
Laín, para respirar de nuevo el aire político-social que se respiraba en
aquel momento y que en el texto de Laín se percibe intensamente,
vigorosamente. Se describe cómo, a mediados del mes de julio de 1951,
llama a Laín Joaquín Ruiz-Giménez, ministro de Educación Nacional, para
proponerle como subsecretario de Educación y, al no aceptar Laín este
puesto, proponerle, poco después, como rector de la Universidad
Complutense. Voy a citar un texto largo ahora, tomado de Redoble de conciencia:
«Cuatro son las deficiencias principales de nuestra universidad había
dicho yo una y otra vez: la económica, porque es pobre; la estructural,
porque es preciso cambiar la ley que la regula; la científica, porque
muchos de sus profesores no somos, en cuanto tales profesores, todo lo
que científicamente debiéramos ser; la moral, porque en el talante común
del estamento universitario domina el desánimo y la atonía. [...]
Alrededor de la universidad, el mundillo de nuestra vida intelectual y
literaria: estrecho, carente —salvo en casos excepcionales— de verdadera
ambición, tarado por el entonces atmosférico vicio de reducir nuestro
horizonte a los límites del patio vecinal en que vivíamos; parroquialismo, diría un anglizante; marco general de estos tres círculos, una sociedad y un establishment
político poco sensibles a la ciencia o recelosos frente a ella, que de
la universidad no esperaban más que estas dos cosas: una positiva, el
anual suministro de títulos profesionales, y otra negativa, la carencia
de disturbios estudiantiles en las aulas o en la calle. Dentro de ese
entorno, ¿qué se podría hacer?» Creo que esta larga cita habrá excitado
el apetito de mis oyentes, tanto como el mío propio, con el deseo de
recordar, un poco más, a través de la voz y la figura admirables de
Pedro Laín Entralgo, la España de entonces. He dicho, hace poco, que
además de un humanista y de un historiador de la medicina y de España,
Pedro Laín Entralgo fue toda su vida un hombre cristiano, un hombre
religioso. No es inútil, por consiguiente, recordar aquí la reacción de
la jerarquía católica de entonces a alguna de las iniciativas propuestas
por Pedro Laín Entralgo y su ministro de Educación, Joaquín
Ruiz-Giménez. Cuenta Laín en Descargo de conciencia que Joaquín
Ruiz-Giménez reunió a todos los rectores recién nombrados o confirmados
en lo que más tarde se llamaría la Junta de Rectores: «Una conversación
informal —cuenta Laín— en torno a una mesa y un almuerzo en común
constituyeron el programa de esa, lo repito, informal asamblea. Se habló
en ella de no pocas cosas; y en determinado momento del coloquio me
pareció oportuno decir: "Habrá que ir pensando en revisar con seriedad,
para impedir que siga el desprestigio del Estado y de la Iglesia, ese
trío de disciplinas obligatorias que los estudiantes suelen llamar las
tres Marías." Todos se mostraron conformes y se pasó sin más, a otros
temas. ¿Quién hubiera podido imaginar las consecuencias de tan razonable
reflexión? Pocos días más tarde, el Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla publicaba
una "Admonición Pastoral" del Cardenal Segura, en la cual este
denunciaba la existencia de "rumores sumamente peligrosos" tocantes
a la supresión del carácter obligatorio de la enseñanza de la Religión
en las Universidades. La alusión a los rectores nuevos —y muy
principalmente, aunque sin nombrarme, a mí— era expresa y tajante. Pues
bien: frente a tales rumores, el integrista y montaraz Cardenal
proclamaba el derecho sacrosanto de la Iglesia a enseñar su doctrina en
todos los centros del Estado y a todos los alumnos en ellos inscritos,
aun cuando no fueran católicos. Era preciso luchar contra los que osaran
afirmar otra cosa. Pese a su carácter privado, mis palabras habían
tenido la virtud de provocar una suerte de "miniguerra santa". Desde
aquel lejano octubre de 1951 hasta hoy han transcurrido, como un soplo,
cincuenta años: ¿no reconocen mis oyentes, esta tarde de abril, el tufo
eclesial, el mismo tufo eclesial en las declaraciones de la jerarquía
católica de nuestros días? Una de las inmensas aportaciones que como
intelectual y maestro de intelectuales, Pedro Laín aportó a España y más
concretamente todavía a mí mismo en persona, fue su sincera y audaz
decisión de oponerse como verdadero cristiano al catolicismo retrógrado
de cerrado y sacristía, que las palabras del cardenal Segura, entonces, y
de la Conferencia Episcopal, ahora, evocan.
Como ustedes pueden ver, señoras y señores, estoy aprovechando esta laudatio de
don Pedro Laín Entralgo para evocar el ambiente universitario español
cuando yo ingresé en la Universidad de Madrid. Una parte importante del
sentimiento de inadecuación —o, si se prefiere, de sincera humildad— que
he sentido al saber que había de ocupar en esta Real Academia Española
el sillón que ocupó Pedro Laín está estrechamente ligado al hecho de que
yo sé hasta qué punto Laín, junto con todos sus amigos intelectuales,
universitarios y personales de entonces, ha hecho posible la España
respirable, a pesar de todos los pesares, en que vivimos ahora. Por eso
no quisiera dejar de referirme de nuevo a una célebre polémica de
aquellos años, que Laín incluye en este capítulo séptimo de Redoble de conciencia titulado Rector, ma non troppo:
«Con muy sincero y profundo sentimiento de fracaso total, no por
previsto menos penoso, salí en 1956 del rectorado; y bien sabe Dios que
no solo por los lamentable sucesos que apresuraron el remate de mi
gestión». Estamos en 1956, Pedro Laín tiene cuarenta y ocho años y yo
tengo diecisiete para cumplir dieciocho. Creo que la mera mención de
este paralelismo cronológico imprime en este elogio académico de don
Pedro Laín Entralgo una vigencia cultural actual absoluta. Por eso, otra
vez una larga cita llena de todo el vigor colorista de una época, y de
un esfuerzo intelectual que ha marcado a toda mi generación y que ha
determinado la existencia de esta nueva España democrática en que todos
nosotros, a pesar de todos los pesares, podemos respirar y vivir ahora
mismo. Entre los motivos determinantes del estado de ánimo que Laín
caracteriza como sentimiento de fracaso total al dejar el rectorado de
Madrid tenemos: «Ante todo, nuestra impotencia frente a la creciente
conjura que casi todo el franquismo —el catolicismo oficial, la derecha
de siempre, el Opus Dei e, incluso, al fin, ciertas fracciones de la
Falange— opuso al módico intento liberalizador que Joaquín Ruiz Giménez
encabezaba. [...] Tema permanente de la hostilidad derechista
—eclesiástica o secular—, jesuítica, dominicana u opusdeísta fue la
presunta desviación ideológica de la juventud, atribuida en
primer término a la difusión y el elogio de las obras de Unamuno y
Ortega; toda pretensión de totalitarismo, sea este marxista, racista o
católico, considera al desviacionismo como un grave delito
político. ¡Unamuno y Ortega envenenadores de las mentes juveniles y
autores incompatibles con los ideales de la cruzada! Entre risa,
irritación y vergüenza produce hoy la lectura de estas palabras, pero
así era muy buena parte de la católica España hace tan solo
veinte o veinticinco años». ¡Comparen ustedes, señoras y señores,
aquella situación con la presente situación! Con todas las salvedades
que se quieran, tenemos que seguir vigilantes. Y uno de los primeros y
más esenciales elogios de Pedro Laín Entralgo que debo hacer esta tarde
es que hizo de mí un ciudadano audaz y vigilante; si se quiere, incluso,
un cristiano rebelde, como fue Jesús de Nazaret y lo son, aun hoy en
día, los admirables teólogos de la liberación. Continúo con la larga
cita de Redoble de conciencia: «Hacia 1953, dos principales
imputaciones se me hacían entre los bienpensantes: mi participación en
un homenaje a Ortega y mi resistencia a que el nombre de Unamuno fuese
eliminado de la publicidad intelectual y literaria de España. En torno a
estos dos execrables delitos, una pululación de escritos polémicos, sobre todo contra Ortega —la cursiva es mía—, vistos con muy complacidos ojos en zonas importantes y altas del establishment: los varios que Julián Marías comentó en Ortega y tres antípodas (1950), el libro Lo que no se dice
(1953), del P. Roig Gironella, tantos más; poco después, mazazo
definitivo, pensaron muchos, el parto de los montes del P. Ramírez (La filosofía de Ortega y Gasset, 1958). Tan denso era el bulle-bulle que yo me sentí obligado a componer un folleto privado y no venal (Reflexiones sobre la vida espiritual de España,
1953), expresa y exclusivamente dedicado a un contado número de
personas de notoria autoridad religiosa, política e intelectual, en el
cual reiteré y amplié como mejor pude las obvias razones por las que
Unamuno y Ortega son tesoro y no veneno para la cultura española, y
describí honestamente cómo veía yo la mentalidad de las dos grandes
fracciones cronobiológicas de nuestra juventud: los seniores (cuantos conocieron el término de la guerra civil con más de veinte años) y los juniores
(los que en 1939 no habían llegado a esa edad). ¿Cómo apostillaría un
lector actual mis reflexiones y mis juicios acerca de la España de
entonces: con la sentencia "lo que va de ayer a hoy" o con la frase
"quien sólo ve lo que quiere ver no ve lo que está siendo"? No lo sé. Me
atrevo a pensar, sin embargo, que, si a partir de 1953 hubiese
prevalecido la política evolutiva que tan tímida y blandamente quiso
iniciar Joaquín Ruiz-Giménez, tal vez nuestra juventud universitaria no
fuese como veintitrés años más tarde es». Se refiere don Pedro Laín
Entralgo a cómo es, a cómo era la juventud universitaria de 1976. Yo
regresé a España por esas fechas, a finales de 1977. ¿Cómo era la
juventud española en 1978? En 1978 tenía yo cuarenta años de edad, no
era obviamente ya un joven universitario, no formaba parte de la
universidad tampoco. ¿Cómo era la juventud universitaria en 1978? ¿Cómo
es la juventud universitaria española en abril de 2004? Señoras y
señores, Pedro Laín Entralgo está esta tarde de abril presente entre
nosotros más incisivo y más vivo que nunca.
III. Verosimilitud y verdad
Empezaré por la definición de verosimilitud que encontramos en nuestro Diccionario de Autoridades: verosimilitud
es «la apariencia de verdad en las cosas aunque en la realidad no la
tengan: bastante para formar un juicio prudente». Ya desde un principio
esta noción nominal de verosimilitud aparece en el Diccionario de Autoridades
prejuzgada por una opinión de fray Hortensio Félix Paravicino, para
quien «no tiene la verdad a mi juicio mayor enemigo que la
verosimilitud». El adjetivo verosímil designaría, según esta acepción del Diccionario de Autoridades,
«lo que tiene apariencia de verdadero, aunque en realidad no lo sea».
En la interpretación de Paravicino, que es sin duda heredera del
platonismo y del mito de la caverna, lo verosímil aparece como enemigo
de lo verdadero. Y esta es una forma extrema de negación de validez de
verdad a lo verosímil. Exceptuada esta interpretación, lo verosímil ha
tenido siempre un carácter indiciario, aunque nunca definitivo, a la
hora de explicar una cosa. Este concepto de verosimilitud aparece en la
tradición por contraste con un concepto muy preciso de verdad: el de la
verdad como adecuación entre el entendimiento y las cosas. Recoge el Diccionario de Autoridades diferentes matices en esta noción nominal de verdad. He aquí algunos: se llama verdad
a la certidumbre de una cosa que se mantiene la misma sin mutación
alguna; en este sentido, Dios sería la suma y eterna verdad, y las demás
cosas se dirían verdaderas por su correspondencia a la idea divina.
Dentro de esta misma estricta lectura del Diccionario de Autoridades, verdad
se toma por la conformidad de una cosa con la razón, de tal suerte que
convence y persuade a su creencia como cierta e infalible. Me limito a
reproducir las nociones nominales de verdad que el Diccionario de Autoridades recoge, por ser de uso común ya en su época, y que en lo esencial no han sido modificadas en la nuestra: así, verdad
se llama a aquella máxima o proposición en que todos convienen y nadie
puede negar racionalmente por fundarse en principios naturalmente
conocidos. La verdad se toma también como una virtud que consiste en el hábito de hablarla siempre, o corresponder a las promesas: es la veracidad. Verdad
se toma por la expresión clara, sin rebozo ni lisonja, con que a alguno
se le corrige o reprende. Y con esto llegamos a la última acepción de verdad en el Diccionario de Autoridades, por la cual verdad
significa la realidad o existencia cierta de las cosas. Todas estas
acepciones nos sitúan en el ámbito del lenguaje común, que todos
entendemos, y también en el lenguaje científico de los científicos
cuando tienen que utilizar el lenguaje ordinario para comunicarnos a
todos sus hallazgos. Lo que interesa destacar en esta inicial
contraposición nominal entre verosimilitud y verdad, es que en la noción
de verdad se da adecuación entre el entendimiento y la cosa, cuanto más
estricta mejor, mientras que en la noción de verosimilitud se da un
tipo de adecuación ligera o flotante: un parecido con la verdad que no
llega a ser adecuación plenaria. Puestas así las cosas, tendríamos que
reservar estrictamente la noción de verosimilitud para las narraciones, y
reservar la noción de verdad para todas las maneras de hablar estrictas
y rigurosas. Y esto contrasta con nuestra convicción de que en las
novelas se nos narra cómo el mundo realmente es, verdaderamente es. El
libro de Jerome Bruner titulado Realidad mental y mundos posibles se subtitula Los actos de la imaginación que dan sentido a la experiencia.
Si nos detenemos en este subtítulo, damos con una pista interesante. Si
consideramos que las novelas, las narraciones, son sistemas construidos
por la inteligencia humana, y por la imaginación humana, para dar
sentido a la experiencia, entonces, el problema de la cantidad y de la
clase de verdad que contienen las obras narrativas se nos aclara mucho.
Todo pensamiento humano, nos recuerda Bruner sirviéndose de un texto de
William James, es esencialmente de dos clases: «razonamiento por una
parte, y pensamiento narrativo, descriptivo, contemplativo, por la
otra». William James añadía, muy modestamente, que decir esto es tan
solo decir algo que la experiencia de cada lector ha de corroborar. Y es
cierto. Lo que yo vengo afirmando aquí, sirviéndome de las definiciones
nominales respectivamente de verosimilitud y verdad, es
que en el lenguaje castellano se ha tendido a identificar verdad con
razonamiento, mientras que se ha reservado la noción de verosimilitud
para el pensamiento narrativo, o descriptivo, o contemplativo. Y esto es
lo que, en esta ocasión, me gustaría discutir, debatir, a mí.
Tenemos una primera pareja de
conceptos, opuestos entre sí en la definición tradicional, verosimilitud
y verdad. Una segunda: a la verosimilitud correspondería el pensamiento
narrativo, y a la verdad, el pensamiento discursivo o racional. Y
tenemos ahora una tercera pareja de conceptos: realidad e irrealidad,
correspondiendo la realidad a la verdad y al pensamiento discursivo,
mientras que la irrealidad correspondería a la mera verosimilitud y al
pensamiento narrativo. Pero tenemos aún una cuarta pareja de conceptos:
posibilidad frente a existencia real o, sencillamente, existencia. A la
verosimilitud correspondería la posibilidad, a la verdad la existencia
real. Tenemos una quinta oposición que establecer aún en términos de
momentos de la verificación: la verosimilitud nos proporcionaría una
verificación probabilística y privada, mientras que la verdad exigiría
una verificación pública, es decir, intersubjetiva. La verosimilitud nos
llevaría al territorio de las convicciones privadas que pueden
parecernos ciertas o inciertas según los casos, pero que no acaban de
ser confirmadas por todos intersubjetivamente, que no acaban de ser
públicas.
A fin de poner en juego todas estas oposiciones, voy a servirme de un poema de Rilke. Uno de sus sonetos a Orfeo:
He aquí el animal que no existe.
Ellos no lo conocían, pero teniendo en cuenta todo
—su caminar, su porte, su cuello
y hasta la luz de su mirada silenciosa— lo amaron.
O dieses ist das Tier das es nicht gibt.
Sie wusstens nicht und habens jeden Falls
—sein Wandeln, seine Haltung, seinen Hals,
bis in des stillen Blickes Licht— geliebt.
Examinemos la primera hechizante
frase de este poema, «He aquí el animal que no existe». El gesto del
poeta, resueltamente hace aparecer ante nosotros lo que no existe. El
interés de este poema de Rilke es que, no solamente declara que la
conciencia puede hacer aparecer ante sí misma y ante los lectores que
leen este poema algo que no existe, sino que, además, nos da detalles de
ese peculiar modo de aparición. Nos explica en qué consiste la génesis
de lo que no existe en nosotros. Nos interesa en este punto recordar lo
que nos dice Gadamer acerca de la percepción de lo verdadero en la obra
de arte: «lo que realmente se experimenta en una obra de arte, aquello
hacia lo que uno se polariza en ella es (por comparación con la
artificiosidad o la habilidad artística con que está hecha) más bien en
qué medida es verdadera, esto es, hasta qué punto uno conoce y reconoce
en ella algo, y en este algo, a sí mismo». Lo que reconocemos en el
poema de Rilke es la invocación de la presencia de lo que no existe, la
presencia de lo irreal y de la irrealidad en la conciencia. Esto fue lo
que a mí me sorprendió y fascinó, hace ya muchos años, cuando leí por
primera vez este poema, y también, para seguir con el texto de Gadamer,
me sorprendió que al reconocerlo me reconocía a mí mismo en mi
irrealidad, en mi labilidad de aquel entonces. En el texto de Verdad y método
de Gadamer que estamos comentando, añade Gadamer que en ese
reconocimiento no solo se reconoce algo que ya se conocía previamente,
sino que «la alegría del reconocimiento consiste precisamente en que se
reconoce algo más que lo ya conocido». En el caso particular que
nos ocupa, la palabra central del poema es que no solo veíamos a este
animal, su altivez, su cuello, su mirada silenciosa, sino que también lo
amábamos. Por eso en la segunda estrofa dice Rilke:
Oh sí, realmente no existía. Pero se hizo un
animal puro porque le amaron y le hicieron siempre espacio.
Y en el espacio, claro y exento (ahuecado)
levantó ligeramente la cabeza y apenas necesitó ser.
Zwar war es nicht. Doch weil sie's liebten, ward
ein reines Tier. Sie liessen immer Raum.
Und in dem Raume, klar und ausgespart,
erhob es leicht sein Haupt und brauchte kaum
Había que amar al animal que no
existía, según este poema, y al amarlo le hicieron espacio; no se puede
ser más exacto que Rilke: amar es hacer espacio a lo amado. De tal
suerte que lo amado necesita apenas ser para estar presente en el no
existir de ese espacio del amor claro y exento, ahuecado (Und in dem raume, klar und ausgespart).
¿Qué algo más había en ese texto que tanto me conmovió en mi juventud?
Había el amor espaciador, el amor que hacía sitio al animal inexistente:
ahí erguía su mágica cabeza.
No lo alimentaron con grano
siempre sólo con la posibilidad.
Y fue. Y eso le dio tal fortaleza al animal
que brotó un cuerno en su frente.
Un cuerno.Y, blanco, pasó junto a una doncella
y fue en el espejo de plata y en ella.
zu sein. Sie nährten es mit keinem Korn
nur immer mit der Möglichkeit, es sei
Un die gab solche Stärke an das Tier,
dass es aus sich ein Stirnhorn trieb. Ein Horn.
Zu einer Jungfrau kam es weiss herbei —
und war im Silber-Spiegel und in ihr.
Este animal imaginario,
inexistente, nutrido no de grano sino solo de posibilidad (Möglichkeit)
nos introduce en el entramado de lo imaginario, que a su vez produce la
presencia de lo inexistente: tal fuerza tenía, nos dice Rilke, de tal
modo la posibilidad empujó en la bestia que brotó un cuerno en su
frente, un solo cuerno. Conocemos esta figura mitológica, es un
unicornio, aunque Rilke no lo nombra expresamente, sólo nos dice que se
acercó galopando hasta una doncella y existió en ella, ante los ojos de
la doncella y en su espejo de plata. Toda la significación del poema se
apoya en la idea de la no existencia de este animal imaginario, no
existe, no existía, pero lo amaron, y porque lo amaron llegó a ser. El
amor es una obra del corazón que confiere realidad a lo que, en
realidad, no la tiene. Creo que la fuerza y el encanto de este poema, la
cualidad específica de su seducción, procede de que por un instante,
los autores de ficción como yo, en quienes efectivamente se realiza este
fuerte impulso que hace brotar un cuerno en la frente del animal y le
hace ser un caballo con un cuerno blanco en la frente, sentimos que se
está describiendo lo que nosotros hacemos a diario: alimentar nuestras
figuras humanas de posibilidad pura con tanta energía que llegan a
existir. ¡Ah, pero el unicornio rilkeano, lo mismo que las figuras
inventadas de las novelas, no existen! Y si no existen, si no
tienen, en realidad, realidad, entonces carecen también de verdad
propiamente dicha. Poseen, eso sí, objetividad en la mente que los
piensa, y esa objetividad les proporciona una apariencia de realidad,
una presencialidad, mental. Esta es la teoría clásica del ente de razón.
En la tradición escolástica, los objetos irreales, aun siendo
formalmente irreales, podían considerarse como objetos con fundamento in re. He aquí la caracterización de los objetos irreales que propone Antonio Millán Puelles en su libro Teoría del objeto puro: «Ni este fundamento in re
los convierte en objetos reales, ni la forma de irrealidad que les
conviene es por completo ajena a la realidad. La necesidad de distinguir
y a la vez conectar la objetualidad pura de la forma y la
transobjetualidad del fundamento no hace imposible, pero sí arriesgada,
la exacta intelección de este tipo de irrealidades». He aquí, señoras y
señores, lo que yo llamaba entre los dieciocho y los veinticuatro años
una auténtica aventura: alcanzar una exaltada intelección de las
irrealidades con fundamento in re. Sigamos un poco más adelante
con el texto de Millán Puelles; dice Millán Puelles que distinguir los
entes de ficción de los auténticamente reales «equivale a mantener que
la ficción del ente de razón acontece con la conciencia de su propia
índole ficticia o, dicho de otra manera, que esa ficción es una
producción a la cual no le falta conciencia de su mismo carácter
productivo. Ciertamente ello es cosa que no cabe, en modo alguno,
discutir seriamente cuando se trata de las quiddidades abiertamente
paradójicas, como la del círculo cuadrado. Tales quiddidades son
fingidas con la inmediata e inequívoca conciencia de su producción o
ficción. No es posible tomarlas por quiddidades independientes de
los actos de conciencia que las forjan. Pero la situación resulta bien
distinta cuando lo suscitado por la subjetividad consciente en acto no
es tan evidentemente imposible en calidad de ente (por más que sea
posible en cuanto objeto). Sobre todo, entre los entes de razón
provistos de fundamento in re, los hay que con no escasa
facilidad se prestan a ser tomados por auténticas realidades, en virtud,
justamente, del fundamento transobjetual que tienen; y cuando así son
tomados no hay —no puede haber en ese mismo momento— una conciencia de
la índole productiva de la realidad en que se dan». Creo que el poema de
Rilke que estamos examinando plantea una situación productiva en la
cual, el productor, el poeta, es a la vez consciente de que está
produciendo la figura imaginada del caballo con un cuerno blanco en la
frente, que es una ficción; y, al añadir el componente amoroso, está
jugando con nosotros a hacer como que ese objeto es real, existente: nos
dice que no es existente para decirnos que llega a existir por virtud
de la amorosa fascinación con que los hombres lo miramos. Concebimos al
unicornio como si fuese real, sin serlo. Según esta interpretación, la
verosimilitud sería nuestra barrera, el objeto creado por el narrador no
alcanzaría jamás la verdad que, en la interpretación clásica,
corresponde a los objetos reales. ¿Es esto todo lo que cabe decir acerca
de verosimilitud y verdad? ¿Por qué me quedo yo ahora con la incómoda
sensación de que quiero decir muchísimo y que me atollo, por usar la
frase de César Vallejo? Tengo la sensación, señoras y señores, de que
les he prometido a ustedes esta tarde más de lo que soy capaz de
cumplir. Todo el problema procede, en mi opinión, de que cuando se habla
de entes de ficción, y de toda una novela, se está siempre diciendo y
pensando que esa novela no puede ser completamente verdadera, por muchas
verdades parciales que nos diga, porque, aun siendo parecida a la
realidad, solo llega a ser una cuasi esencia, una cuasi realidad; ¿por
qué?, por la sencilla razón de que para las narraciones vale el célebre
dicho castellano de que «si sale con barba, san Antón, y, si no, la
purísima Concepción»; y esto sitúa al narrador claramente en el
territorio del capricho. Ese fascinante pero dudosamente verdadero
territorio —con escasas credenciales de verdad— que hizo que Picasso,
por ejemplo, Pablo Picasso, dijera del retrato de uno de sus modelos
que, si aún no se parecían, pronto, viendo el cuadro, llegarían a
parecerse; suprema soberbia del artista creador con la cual no puede uno
menos de simpatizar, pero que nos lleva a la vez a fruncir ligeramente
el ceño: o se parece o no se parece, no hay ninguna otra posibilidad,
nos dice el sentido común; el «ya se parecerá» no es más que una
frescura seductora digna del gran pintor. Lo malo es que si recorremos
ahora un museo Picasso hipotéticamente completo, es decir, que recoja
toda la obra pictórica y escultórica del autor, la emoción de conjunto
que sentimos no es la que se siente ante lo meramente verosímil o lo
meramente posible, sino ante lo logrado, lo existente y lo real, es
decir, lo verdadero; salimos del museo Picasso diciendo: ¡Cuánta verdad
tienen sus construcciones imaginarias! Algo así nos ocurre cuando leemos
una gran novela realista.
A riesgo de conducir a mis
oyentes por una vía circular en vez de en línea recta, voy a regresar
dentro de un momento a esa esquemática autobiografía en que ha
consistido desde un principio mi intervención de esta tarde: voy a
situar los problemas relativos a los conceptos de verosimilitud o de
verdad en mi vida personal, y voy a tratar de elucidarlos en términos de
mi propia experiencia de la vida, de la literatura y de la filosofía. Antes,
sin embargo, de entrar en esta analítica biográfica y sistemática de mi
relación con los conceptos de verosimilitud y verdad, voy a considerar
una actitud intelectual ante el concepto de verdad que considero
curiosamente desfasada y que, sin embargo, ha tenido, no sé si tiene
aún, muchos defensores; me refiero a la actitud acerca de la verdad que
propone Michel Foucault. Voy a referirme al pensamiento de Foucault tal y
como se manifiesta sucintamente en un texto que aparece como apéndice a
la edición española de su colección de conferencias titulada La verdad y las formas jurídicas. Empieza
Foucault por decir que se pone decididamente del lado de los sofistas y
dice: «Creo que son muy importantes, porque en ellos hay una práctica y
una teoría del discurso que son esencialmente estratégicas;
establecemos discursos y discutimos no para llegar a la verdad, sino
para vencerla». Esta intención foucaultiana me recuerda un texto que
para mí tuvo enorme importancia en la juventud, una vez más un texto de
Rainer Maria Rilke: «Las grandes palabras de los tiempos en que el
acontecer era aún visible no son para nosotros/"¿Quién habla de
victorias? Sobreponerse/salir airosamente es todo" (Wer spricht von Siegen? Überstehn ist alles)».
Este texto de Rilke tenía para mí un significado absolutamente
inequívoco en mi juventud. Esas grandes palabras eran, sin ninguna duda,
las propiedades trascendentales del ente en cuanto ente, que decíamos
entonces: res, aliquid unum verum bonum pulcrum. Estas eran las
grandes palabras que nos permitían pensar en la Facultad de Filosofía y
Letras de Madrid la totalidad del mundo bajo la perspectiva del ser y
del ser del ente. Naturalmente, a estas palabras metafísicas había que
unir las grandes palabras de la filosofía moral, las virtudes, la
prudencia, la justicia, la fortaleza, la templanza, y nociones como la
de furor heroico o sobria ebrietas o entusiasmo, que nos
proporcionaban, al menos a mí, una idea del mundo enaltecida por las
grandes palabras que describían un acontecer que aún podía verse
aconteciendo delante de nosotros, cobrando significado ante nosotros. Y
esto era, naturalmente, compatible con —para referirme a su exponente
más paradigmático— una visión de la existencia en términos sartreanos
como algo absurdo, dotado de una viscosidad trascendental, que solo
puede ser superada por la libertad del existente que se da a sí mismo, a
lo largo de la vida, su propia esencia. Pero incluso Sartre se servía
siempre de las grandes palabras, el ser, el no ser, la nada, la
libertad, la esencia, la existencia. Aún hoy día, con sesenta y cuatro
años, cuando releo a Sartre o me enfrento con algunos de sus textos
póstumos, como por ejemplo Verdad y existencia, tengo la misma
sensación que tenía de joven de que el acontecer acontecía ante nosotros
y podía ser captado por las palabras. Algo de esto se halla presente
también en la reflexión foucaultiana. También Michel Foucault se propone
capturar el acontecer. Pero el acontecer ya no está ligado a grandes
palabras capaces de decirlo e incluso de anticiparlo, sino a las
pequeñas y aceleradas palabras de las estrategias y de los poderes
fácticos; y así, en este apéndice de su libro La verdad y las formas jurídicas,
encontramos una interesante referencia a la lucha entre Sócrates y los
sofistas. Y dice Foucault: «Para Sócrates no vale la pena hablar si no
es para decir la verdad. Para los sofistas, hablar, discutir y procurar
conseguir la victoria a cualquier precio, valiéndose hasta de las
astucias más groseras, es importante, porque para ellos la práctica del
discurso no está disociada del ejercicio del poder. Hablar es ejercer un
poder, es arriesgar su poder, conseguirlo o perderlo todo. Allí hay
algo muy interesante que el socratismo y el platonismo alejaron
completamente: el hablar, el logos a partir de Sócrates ya no es el ejercicio de un poder, es un logos
que es solo un ejercicio de la memoria». Poco después, y dentro de este
mismo diálogo a que nos estamos refiriendo, expone Foucault su posición
respecto a la relación entre filosofía y retórica. Como verán ustedes,
la relación entre filosofía y retórica es análoga a la relación entre lo
verosímil y lo verdadero. He aquí las palabras de Foucault: «En el
fondo hay una gran oposición entre el retórico y el filósofo. El
desprecio que el filósofo, el hombre de la verdad y el saber, siempre
tuvo por quien no pasaba de ser un orador. El retórico es el hombre del
discurso, de la opinión, aquel que procura efectos, conseguir la
victoria. Esta ruptura entre filosofía y retórica me parece más
característica del tiempo de Platón». Y concluye Foucault con una
afirmación que —no obstante las apariencias— no es en absoluto lo que yo
estoy tratando de decir aquí: dado que Foucault entiende el discurso,
tanto filosófico o científico como narrativo, como una estrategia y no
como una búsqueda de la verdad, sino del poder, se podría decir que
Foucault asimila la verdad a la verosimilitud; parece estarnos diciendo:
prescindamos de la verdad, porque para el discurso estratégico con una
rápida, ágil, habilidosa verosimilitud, es más que suficiente. El
proyecto foucaultiano, dicho resumidamente, sería retorizar la
filosofía, sustituir la verdad por la verosimilitud. Ese no es mi
proyecto ni mi tesis esta tarde. He aquí el texto preciso de Michel
Foucault: «Se trataría de reintroducir la retórica, el orador, la lucha
del discurso en el campo del análisis, no para hacer, como los
lingüistas, un análisis sistemático de los procedimientos retóricos,
sino para estudiar el discurso, aun el discurso de la verdad (la
cursiva es mía), como procedimientos retóricos, maneras de vencer, de
producir acontecimientos, decisiones, batallas, victorias; para
retorizar la filosofía". Y a la pregunta que uno de los asistentes a su
conferencia le hace a Foucault: ¿Es preciso destruir la voluntad de
verdad?, Foucault responde sencillamente: Sí. Nunca mejor momento para
recordar el último verso de Rilke que acabo de citar: ¿Quién habla de
victorias? Sobreponerse es todo. Estar un poco por encima es todo, y esa
intención es radicalmente distinta, en mi opinión, de la propuesta
foucaultiana de destruir la voluntad de verdad. Toda mi caminata, desde
mi juventud hasta este instante, todo el sentido de esta, quizá,
excesivamente prolongado discurso de esta tarde, ha sido determinada por
una firme voluntad de verdad; tan fuerte que llega a asimilar la propia
verosimilitud a la verdad, como un verdadeo de la verdad, como un
momento de la verificación de la verdad. El propósito que me anima es,
por lo tanto, opuesto al propósito foucaultiano, que he mencionado, sin
embargo, porque hay en él —quizá ante todo en el concepto de estrategia
discursiva— algún aspecto que me interesaría conservar a la hora de
caracterizar la verdad que es propia de los textos narrativos. Quizá
valga la pena introducir aquí, como contraste con el pensamiento
excesivamente pragmático y sociojurídico o sociohistórico de Foucault,
un texto de Sartre publicado póstumamente en su opúsculo Verdad y existencia.
Frente a la destrucción de la voluntad de verdad, he aquí lo que dice
Sartre: «Amar lo verdadero es gozar del Ser. Es amar el en-sí por-el-en-sí.
Pero al mismo tiempo es querer esta separación, o sea, rechazar que el
en-sí se identifique con el para-sí, para que no pierda su compacta
densidad; es querer ser deslizamiento de luz en la superficie de la
densidad de ser absoluta; afirmar es, pues, por la anticipación
inventada y verificable, así como por el retorno verificador al ser, asumir el mundo como si
lo hubiéramos creado, tomar partido por él, tomar el partido del Ser
(el partido de las cosas), hacernos responsables del mundo como si fuera
nuestra creación. Y, en efecto, lo sacamos de la noche del Ser para
darle una nueva dimensión de Ser. Querer la verdad (Quiero que me digas la verdad) es preferir el Ser a todo, incluso bajo una forma catastrófica, simplemente porque es.
Pero al mismo tiempo es dejarlo-ser-tal-cual-es, como dice Heidegger
[...] El conocimiento auténtico es abnegación, como la creación
auténtica (rechazar el vínculo posterior con lo que se ha creado).
Ab-negación: negar del Ser que sea yo, mío o en mí». Es
refrescante, después de esta negación de la voluntad de verdad por parte
de Foucault, reafirmar con Jean-Paul Sartre, una vez más, la voluntad
de verdad, entendida en esta precisa hermenéutica de la ab-negación que,
subraya Sartre, afecta muy especialmente al vínculo que los escritores
tenemos con los productos que hemos creado con nuestras obras. Y con
esto entramos ya en la última parte, en el último círculo autobiográfico
de este discurso.
Debo confesar aquí que yo soy un
novelista improvisado, que me convertí en narrador y en novelista a
partir de 1977, con la publicación de los Relatos sobre la falta de sustancia,
porque no pareció posible regresar a España después de doce años sin
alguna clase de libro que tuviese una cierta posibilidad de aceptación
comercial. Uno podía tratar de presentarse en España como novelista,
aparte de como oficinista, pero era imposible presentarse sencillamente
como poeta, con solo un libro de poemas publicado. La poesía fue, sin
embargo, mi primera relación con la verdad. Tenía yo en mi juventud la
convicción heideggeriana de que lo que permanece, los poetas lo fundan. Creo
que vale la pena subrayar la vaguedad autobiográfica que entonces tenía
mi idea de la verdad poética; estaba tomada en parte, como acabo de
indicar, de Heidegger: la poesía sería una vocación cognoscitiva, un
conocer que nos sitúa en el corazón del ser, en el eterno corazón del
ser, en la profundidad de lo santo. Es natural que un joven entusiasta y
religioso, como yo era entonces, encontrara en este lenguaje
heideggeriano ecos de textos y de emociones aprendidas en la lectura de
textos litúrgicos y oraciones de una educación cristiana. La belleza de
una obra de arte, de una obra literaria —en mi caso aún sin escribir—,
no residiría meramente en su belleza, sino en algo más originario, en la
fulguración del ser. Estos eran pensamientos vagos y grandiosos que
hacían que yo concibiera la verdad poética entonces como una
manifestación exaltante del ser ante quienes viven en el corazón de lo
abierto, que al decir el ser dicen también la verdad. No voy a entrar a
discutir esto ahora. Únicamente quiero dejar dicho que, no obstante el
paso de los años, aún la obra de Heidegger me sigue emocionando, y aún
concibo la verdad poética en términos muy parecidos a estos. Muchos años
después llegó el momento narrativo, la ficción pura. Yo comencé a
escribir, más que narraciones realistas, relatos de psicología-ficción:
todas mis narraciones son investigaciones minuciosas de la psicología de
entes ficticios y de las situaciones ficticias. A esto que me gusta
llamar psicología-ficción he dedicado muchas horas de mi vida, y aún lo
hago. Aquí tengo que servirme de una noción de ficción estrictamente
husserliana. Para Husserl, el elemento que constituía la vida de la
fenomenología y de todas las ciencias eidéticas era la ficción. Se trata
de analizar las pasiones humanas, las circunstancias en que nos movemos
los seres humanos, en el modo fenomenológico de la pura posibilidad.
Adviértase que esto es estrictamente aristotélico también. A mí me
parece que los análisis psicológicos, esenciales, de estas novelas de
psicología-ficción, sirven para poner de manifiesto modos de ser
esenciales, que pueden ser descritos en toda su complejidad. Creo que la
actitud del fenomenólogo trasladada a la del narrador de
psicología-ficción sirve para profundizar en todos los matices de una
situación eidética, y que esta es una de las más importantes
aportaciones de la narración a la teoría de la verdad.
Así que, poesía y verdad, por una
parte, narración y verdad, por otra parte y, por último, verdad y
narraciones históricas. Deseo detenerme aquí, en esta última parte de mi
discurso, porque precisamente he tenido la inmensa fortuna de contar
con la colaboración de la Excma. Sra. Doña Carmen Iglesias, que responde
a este discurso mío, y que precisamente, con ocasión de su ingreso en
esta Real Academia Española, pronunció el 30 de septiembre de 2002 un
largo y enjundioso discurso titulado De historia y literatura como elementos de ficción.
Deseo en esta última parte de mi exposición hacerme cargo, siquiera
sumariamente, de la relación que existe entre la voluntad de verdad y
las narraciones de ficción que se apoyan en la historia real. Se trata
de afinar bastante en este punto porque, mientras que en las narraciones
de pura ficción, haciendo psicología-ficción, puedo yo guiarme por un
criterio de verdad consistente en la coherencia interna (al fin y al
cabo solo se trata de producir un despliegue consistente y coherente de
una esencia ficticia), al introducir elementos históricos en mis
novelas, en mi ficción, tenía que tener en cuenta también la verdad
histórica tal y como científicamente la exponen los historiadores. Con
todas las reservas metodológicas que se quiera, la historia propiamente
dicha es un saber científico que pretende obtener certeza y confirmar
sus certezas intersubjetivamente y que, por lo tanto, trata de
establecer, dentro de lo posible, con todo rigor, sus objetos propios:
los hechos históricos. Tenemos, desde luego, el famoso aforismo de
Nietzsche acerca de la construcción del discurso histórico: «No hay
hechos en sí. Es necesario comenzar siempre por introducir un sentido
para que pueda haber un hecho». Sería demasiado fácil declarar aquí que
la ficción precede a los hechos, confiriéndoles el sentido que después
los va a convertir, precisamente, en hechos históricos. Que la
historia tenga un componente narrativo fuerte, y que haya sido en la
Antigüedad, y hasta muy recientemente, una disciplina en parte retórica,
no quita para que quienes a principios de este siglo XXI leemos
historia y escribimos novelas no sepamos que la historia que hacen los
historiadores actuales tiene estrictas pretensiones de verdad, enuncia
hipótesis que pueden ser falsables, y aspira a fijar sus hechos con
exactitud y rigor. Frente a esto, tenemos las narraciones novelescas, la
ficción, las ficciones. Sin duda —como llevo diciendo toda esta tarde—
hay también una exactitud y un rigor propio específicamente de la
ficción: hay para el novelista, como para el poeta, una exigencia de
claridad y de verdad. Pero se rige por criterios distintos de los
criterios que, para entendernos, llamaré científicos, por los que se rige la historia. Cervantes tuvo el acierto de fijar, en las dos primeras líneas de El Quijote,
el campo de lo imaginario, el campo de lo ficticio, y lo hizo,
precisamente, contraponiéndolo con toda claridad a lo
histórico-geográfico: al decir Cervantes que se propone contarnos una
historia que sucede «en un lugar de la Mancha» y al añadir «de cuyo
nombre no quiero acordarme», sitúa su narración (que contiene muchos
elementos geográfico-históricos verificables) deliberadamente en el
terreno de la ficción. Cervantes sabe que es un ficcionador, un
fabulador, y que, por muy históricos que sean sus personajes y lugares,
todos quedan afectados por la ficción de pertenecer a un lugar de la
Mancha de cuyo nombre no quiere acordarse. He aquí una frase que un
historiador no puede pronunciar sin dejar de serlo: no quiero acordarme
del nombre del lugar donde sucede lo que voy a contarles. A diferencia
del novelista, que puede hacer de la nolición, del no querer acordarse,
un rasgo estilístico absoluto, el historiador tiene que querer acordarse
para que su historia sea válida. Siendo esto así, advertimos de
inmediato que entre historia y novela hay, por definición, un hiato
desmesurado. A consecuencia de este hiato, que existe por principio, por
definición, entre lo novelesco y lo histórico, la mal llamada novela
histórica ha dado la impresión a autores muy serios de que se trata de
un género espurio, un engendro condenado a ser subgénero porque siempre
se verá obligado a oscilar, insulsamente, entre dos exigencias
incompatibles: la exigencia científica del historein, que es
hacer preguntas a la realidad pasada para fijarla con la mayor precisión
posible, y el irse, como don Quijote, por unos campos de la Mancha de
cuyo nombre podemos prescindir sin menoscabo de la ficción.
Mis oyentes recordaran como José
Ortega y Gasset confesaba que, leyendo novelas históricas, se sentía con
frecuencia inundado de un extraño malestar: tan pronto como, en el
curso de su lectura, iba interesándose por los referentes reales,
históricos, comprobados, de los personajes y lugares, iba descubriendo
que tenía que verlos desleídos, desmejorados, embellecidos, alterados
por las más o menos arbitrarias invenciones del novelista; leyendo
novelas históricas se sentía Ortega, con cierta razón, mareado por dos
exigencias contrapuestas: conocer la verdad acerca de un hecho y
fantasearlo. Otro intelectual no tan poderoso, por supuesto, como Ortega
y Gasset, Harold Bloom, dice lo siguiente: «La novela histórica parece
haber quedado permanentemente devaluada. Gore Vidal me dijo una vez, con
gran amargura, que su franca orientación sexual le había negado la
categoría canónica. Pero lo que ocurre, en mi opinión, es que las
mejores obras de Vidal son novelas históricas: Lincoln, Burr,
etcétera. Y este subgénero ya no conseguirá la canonización, lo cual
explicaría el triste destino de la novela pródigamente imaginativa de
Norman Mailer Noches de la antigüedad, una maravillosa anatomía del embaucamiento y el engaño, que no sobrevivió a su ubicación en el antiguo Egipto de El libro de los muertos.
La historia y la narrativa —concluye Bloom— se han separado y nuestras
sensibilidades no parecen capaces de conciliarlas. A mí me parece que
Bloom, una vez más en este caso, se precipita, por razones metodológicas
en exceso, al rechazar la posibilidad de la narración
histórico-ficticia tal y como aquí yo he esbozado que puede darse dentro
del esquema fenomenológico de la ficción como variación eidética de las
esencias. He aquí un pasaje de La crisis de las ciencias europeas
de Husserl, donde se propone una definición de tarea histórica que
incluiría, esencialmente, aunque, sin confusión de esferas, tanto la
literatura, o la narración, como la sociología o la economía: la tarea
propia de la historia sería «un discernir, no desde fuera, desde el
hecho, como si el devenir temporal en el que hemos llegado a ser lo que
somos fuera una sucesión causal meramente superficial, sino a partir del
interior. Solo así tenemos nosotros, que no solo no nos
limitamos a hacer nuestra una herencia espiritual, sino que somos, en la
totalidad de nuestros registros el resultado de un devenir histórico
espiritual, una tarea a la que consideramos como propia». Y líneas más
abajo añade Husserl: «Una reflexión histórica retrospectiva, del tipo de
la que aquí está en juego (se refiere Husserl a la fundamentación de la
filosofía mediante la fenomenología) es pues, realmente, una
autorreflexión máximamente profunda, tendente a alcanzar una
autocomprensión sobre lo que en verdad se quiere, una autocomprensión
relativa al punto al que se quiere llegar dado lo que se es, en cuanto
ser histórico». Me permito decir aquí que mi propia novela titulada La cuadratura del círculo,
por la que esta Real Academia me concedió el premio Fastenrath el 17 de
mayo del 2001, fue concebida como una autorreflexión retrospectiva
tendente a alcanzar una autocomprensión del cristianismo occidental,
pero no tanto como hecho histórico pasado, que también, sino sobre todo
en relación al punto futuro al que los cristianos de hoy mismo queremos
llegar; en relación, pues, al fin o al telos del ser cristiano,
que aún está por alcanzar, a partir de lo que nosotros somos ahora mismo
en cuanto seres históricos. Mi detenida exposición de mi relación
juvenil con la vida y obra de Pedro Laín Entralgo, y las largas citas
de Redoble de conciencia, son un tratamiento histórico-autobiográfico esencial que confirmaría el punto de vista husserliano.
No deseo, sin embargo, terminar
este discurso minimizando en términos retóricos los problemas que
plantea una teoría de la verdad que además de poética y de narrativa
quiere ser, como en mi caso, verdad histórico-narrativa: recientemente
hemos presenciado una reactivación de la polémica de la
verdad-fictiva-narrativa en el célebre caso del reportero estrella del New York Times
Jayson Blair, y que se ha repetido nuevamente, hace muy pocos días, con
el fraude informativo de uno de los reporteros estrellas, Jack Kelley,
del diario USA Today. Del examen de estos dos casos se sigue que
un reportaje periodístico propiamente dicho pierde veracidad,
credibilidad, en la medida en que se acerca a la ficción. Si sospechamos
que el periodista-narrador introduce elementos inventados por él en una
crónica presuntamente verdadera, es decir, en un reportaje que pretenda
darnos los hechos tal cual son, perdemos interés por ese reportaje.
Cuando un escritor, bien porque proceda del periodismo o bien porque
desee servirse de técnicas periodísticas, escribe una novela donde facts y fiction
se entremezclan sin poder distinguirlos, nos sentimos defraudados. Está
claro que nuestro sentimiento no viene por el lado de la ficción —no
nos defrauda que, en cuanto novelista, ficcione—, nos defrauda porque su
información no es fiable. Más aún: nos defrauda sutilmente, aunque nos
divierta, no poder en última instancia saber a ciencia cierta cómo fue
el asunto de verdad. Nuestro sincero deseo de verdad, nuestro deseo de
enfrentarnos a hechos comprobados y corroborados intersubjetivamente, es
más fuerte que nuestro deseo de dejarnos encantar por leyendas o por
versiones partidarias, por bellas que sean.
Es hora de acabar. Quizá sólo he
logrado a lo largo de mi exposición complicar los problemas en lugar de
resolverlos. Una vez más, tengo que remitirme aquí a una validación
autobiográfica: es en el interior de mí mismo, como poeta, como narrador
de ficción y como aficionado a la historia y a la filosofía
fenomenológica, donde todo últimamente va a resolverse; hay un primario
impulso hacia la verdad, hacia la voluntad de verdad que traspasa la
verosimilitud en un auténtico efecto-verdad, como un verdadeo de la
verdad, como un verdadear de la verdad, que diría Zubiri, para alcanzar o
tratar de alcanzar una triple verdad poética, narrativa e
histórico-narrativa de mi propia existencia y, en general, de la
existencia humana.
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El Mundo, 06.01.2012
- Su obra, 'El temblor del héroe', vence a las más de 300 obras presentadas
- El periodista Rafael Nadal gana el Josep Pla por 'Quan érem feliços'
Pombo, novelista, poeta y político (figuró en las listas de UPyD en las pasadas elecciones, optaba a senador, se quedó fuera por poco) cuenta en 'El temblor del héroe' la historia de un profesor universitario de filosofía jubilado que está harto de que todo a su alrededor sean secretos y mentiras. De que a través de la manipulación se pueda conseguir cualquier cosa. Y de que el mundo sea cada vez más un lugar inhabitable para alguien que intenta ayudar a los demás. La novela ganadora fue presentada con el título 'Los amigos de Román' y bajo el seudónimo de Jorge Bruno.
Ganador del Nacional de la Crítica (por 'El metro de platino iridiado'), del Nacional de Narrativa (por 'Donde las mujeres') y del Herralde de Novela (por 'El héroe de las mansardas de Mansard'), Pombo es académico desde 2004 (ocupa el sillón 'j') y considera su narrativa psicología-ficción, por lo complejo de sus personajes (siempre abocados a dilemas morales) y sus reflexiones (a menudo, relacionadas con cuestiones filosóficas). En una de sus últimas obras clave, ‘Contra natura’, la inmediatamente anterior al Planeta, diseccionaba la trivialización de la homosexualidad que, en su opinión, se está llevando a cabo estos días.
El escritor, que debutó en narrativa en 1977, cuando regresó de su exilio londinense, se mantuvo fiel a su editorial de siempre, Anagrama, hasta que ganó el Planeta, y había vuelto hacía apenas un par de años, de hecho, su última novela, 'La previa muerte del lugarteniente Aloof', la publicó en el sello que dirige Jorge Herralde, pero haber ganado el Nadal lo ha convertido también automáticamente en autor de Destino, por lo que ya serán tres los sellos bajo los que habrá publicado su muy musical y brutalmente honesta prosa.
Un Pla de posguerra
Rafael Nadal, ex director de 'El Periódico de Catalunya' y hermano del ex conseller de Política Territorial y Obras Públicas de la Generalitat Joaquim Nadal, se hizo esta noche inesperadamente con el prestigioso Josep Pla, también convocado por Destino y dotado en este caso con 6.000 euros. Inesperadamente porque 'Quan érem feliços' es su primera novela y en ella cuenta la historia de una familia numerosa (muy numerosa, formada por 12 hermanos) que vive en la Cataluña de posguerra.Los paralelismos entre el personaje protagonista, un hombre que evoca su infancia en Girona durante los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil, y su autor, también hijo de una familia numerosa que vivió la posguerra en Girona, hacen pensar que se trata de una novela autobiográfica en la que su autor, vinculado a la prensa desde los inicios de su carrera, reconstruye una parte importante de su vida
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A Álvaro Pombo (UPyD) le da risa la palabra matrimonio referida a los homosexuales.
Mientras más
de 32.000 personas han pedido ya al Partido Popular (PP) la retirada
del recurso de inconstitucionalidad contra el derecho a contraer
matrimonio entre personas del mismo sexo. Una petición promovida desde la web, dosmanzanas, a través de la plataforma Actuable,
nos enteramos de la última mamarrachada de Alvaro Pombo que parece ha
hecho explicarse a su partido. No nos parece suficiente, lo que debiera
de hacer este señor es irse a su casa. Simone de Beauvoir lo calificaría rotundamente de “colonizado”… duele ver cómo un homosexual se mofa de nuestros derechos…
Y es que Álvaro Pombo, escritor,
homosexual y candidato al Senado por Madrid de Unión Progreso y
Democracia (UPyD), en el programa ‘Los desayunos de TVE‘,
presentado por la excelente periodista Ana Pastor, ante el tema del
matrimonio entre personas del mismo sexo, ha declarado lo siguiente: “La palabra matrimonio referida al ámbito gay me da risa”. Y ha añadido la siguiente coletilla: “A lo mejor soy homófobo“
. La postura de tirarse piedras contra el propio tejado es bastante
triste. Si no cree en el matrimonio o él no quiere casarse, a mi plim,
pero en alguien que pretende ser senador y representar a todos los
españoles debería respetar que exista la igualdad para que todas las
personas que quieran puedan hacerlo.
En definitiva, ha provocado un gran revuelo mediático
al proclamarse, además, defensor del copago sanitario y partidario de
que las uniones entre personas del mismo sexo no se denominen matrimonio
(una postura, por otra parte, que ya era conocida). UPyD, formación que
en su programa electoral se ha comprometido a defender el matrimonio
entre personas del mismo sexo, se ha visto obligada a salir al paso de
sus declaraciones.
Abundando en el tema, las polémicas declaraciones se han producido en Los Desayunos de Televisión Española. Sobre el uso de la palabra matrimonio, Álvaro Pombo, un escritor abiertamente homosexual, ha dicho que esa palabra no le gusta “como la que más” porque según él “da una idea de copiar el estilo de vida de los heterosexuales”. “A lo mejor yo soy homófobo”, ha pretendido ironizar. Ha aceptado sin embargo su utilización “si sin esa palabra no puede ser”.
Por lo que se refiere al copago sanitario (las declaraciones que han tenido un mayor eco mediático) Pombo piensa que
“no es una mala idea”. “Las personas mayores somos muy pildoreros,
tenemos una cantidad industrial de medicinas que nos dan gratis y una
especie de parafarmacia”, ha afirmado.
Las declaraciones de Pombo han provocado tal vendaval que su partido, UPyD, se ha apresurado a precisar a través de Twitter que su programa electoral defiende el matrimonio entre personas del mismo sexo (tal y como ratificó hace pocos días en una reunión en
que UPyD presentó a la FELGTB sus propuestas en materia LGTB). Por lo
que se refiere al copago, UPyD ha expresado que Álvaro Pombo había “cometido el error” de llamar copago “a racionalizar el gasto farmaceútico y combatir la hiperprescripción en pensionistas”.
Como decía, no se trata de las primeras
declaraciones de este tipo que realiza Álvaro Pombo, que no olvidemos
que además de político es miembro de la Real Academia Española de la
Lengua (RAE), en cuyo diccionario él se ha opuesto a que se modifique la
definición de la palabra “matrimonio” para incluir a las personas del mismo sexo. “Esas cursilísimas bodas”, llegó a expresar en 2009 en una entrevista al diario La Razón. “He
intervenido clarísimamente y dije que matrimonio no era la palabra
adecuada, ¡pero es que además es una estructura social anticuada!” se justificó.
(Des)Gracias a personas como Álvaro
Pombo, el matrimonio igualitario (legal también en otros territorios
hispanoparlantes como Argentina, México D.F. y próximamente en Uruguay)
continúa siendo una realidad social que para la RAE simplemente no
existe. No es así, afortunadamente, para el Institut d’Estudis Catalans (institución que sería a la lengua catalana lo que la RAE a la castellana) o para la última edición del prestigioso diccionario María Moliner,
que sí han actualizado ya sus definiciones de matrimonio, por poner
solo algunos ejemplos. También lo han hecho prestigiosos diccionarios de
la lengua inglesa, como el Merriam-Webster o el American Heritage Dictionary of the English Language.
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Álvaro Pombo asegura que no le preocupa que "internet corrompa un poco el lenguaje"
EFE
Actualizado 01-09-2009 17:33 CET
El poeta y escritor Álvaro Pombo es un apasionado de internet porque entiende que determina otro modo de conocimiento, "en horizontal", y aunque reconoce que corrompe un poco el lenguaje, como académico de la lengua no siente preocupación: "bendita corrupción". EFE/Archivo
Y es que a este intelectual cántabro (Santander, 1939) le entusiasma la red como elemento para profundizar en el conocimiento, incluso a través de herramientas como la enciclopedia virtual "Wikipedia", y le divierte comparar el tiempo que se tarda en buscar el significado de una palabra en la red y en un diccionario de papel: "Una diferencia abismal".
Por eso, Álvaro Pombo concluye que "es ahora mismo cuando cobra vigencia la galaxia McLuhan, con internet, no con la televisión, que está anticuada: los programas de televisión están anticuados, lo que está vigente es la red, es muy inventivo".
Como ejemplo se apresura a decir que, mediante la red, una persona puede teclear un tema, por ejemplo "instinto de muerte", y seguir la línea de Freud, a la vez que la de otros expertos o la muerte en el poeta García Lorca: "es un conocimiento horizontal y pictórico porque está todo simultáneamente presente".
En su opinión, la red contribuye a una cierta superficialidad pero no como carácter moral, sino que todo está en superficie (en las ventanas distribuidas por la pantalla), en casilleros; la gente joven está acostumbrada a hacer asociaciones en superficie muy rápidas, instantáneamente".
Todo ello lo dice reconociendo que tiene pocas habilidades en el manejo de las herramientas de internet y tiene que recurrir a la ayuda de gente joven: "me parece estupendo, fascinante, para los jóvenes es un modo de conocimiento, lo usan al tiempo que piensan, cosa que yo no hago".
Sin embargo, el autor de "El metro de platino iridiado", "Donde las mujeres", "La cuadratura del círculo" o "El cielo raso", ha hecho sus primeros pinitos como 'bloguero' con un cuaderno de bitácora en torno al presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, titulado "The first dog" (el primer perro).
Con cierta nostalgia reconoce que dejó de actualizar el blog sobre Obama "porque es muchísimo trabajo y no lo puedo hacer solo", a la vez que reflexiona sobre el fenómeno del libro electrónico.
A su juicio, "desde el punto de vista del acto de leer, no veo la diferencia, porque se trata de un texto. ¿Qué más me da pasar la hoja con un botón, que incluso imita en la pantalla el paso de la hoja, que con la mano?".
En el plano literario habla de su próxima novela de aventuras, breve, donde profundiza en la figura del aventurero, "que es muy especial, según reconoce, que ha vuelto a poner muy de moda en España Arturo Pérez Reverte.
Pombo se encuentra en una etapa muy prolífica, porque está pensando en otra novela, antes de lanzar la próxima, a la vez que se presta a su editora para hacer otra entrega de poemas, en menos de un año, contento al conocer las últimas cifras de ventas, mil libros en febrero, insólitas en poesía.
De "Virginia o el interior del mundo", editada este año, su autor destaca el retrato del Santander del veraneo regio, "primorriverista", y dice que "no es un retrato costumbrista, sino más bien una atmósfera".
La conversación se cierre hablando de política y de su militancia en el ala más progresista de Unión Progreso y Democracia (UPyD) que lidera la diputada Rosa Díez, que ha atravesado por una crisis interna.
Álvaro Pombo apoya a Díez y justifica los problemas internos explicando que "hay una especie de ensoñación asamblearia en los partidos que les impide funcionar", a la vez se muestra convencido de que "uno de los problemas del PSOE es la posibilidad de laminar el socialismo español, porque es un socialismo hecho a medida de un grupo".
La lectura de uno de los capítulos de la novela de Pombo, promovida por la Fundación José Manuel Lara, entre otros, esta tarde, estará presentado por la editora Ana Gavin, que conversará con el escritor, quien también hablará con los lectores.
Por Por Aurelio Martín
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Sobre Álvaro Pombo en Lecturalia
Todos los libros y obras de Álvaro Pombo
El temblor del héroe 2012
Una elegante casa
en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es
el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de
Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de
matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende
un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas.
Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos
proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial
común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos
hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.
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