PODEROSO AMOR
“Orfeo con su laúd
hacía que los árboles
y las heladas cumbres
se inclinaran cuando
cantaba;
al oír su música,
las plantas y las flores
brotaban sin cesar, como
si el sol y los chubascos
hubieran hecho allí
perpetua primavera.
Cualquier cosa que le
oyera tocar,
hasta las olas del mar,
hacían una
reverencia y luego se tendían.
En la dulce música
hay un arte tan sublime,
que mata las
preocupaciones, y las penas del corazón,
del corazón, se
duermen o, al oírla, mueren.”
Primer día
Había tenido
noticias de ella dos años después de su marcha
precipitada y nunca explicada. Tras la muerte de su suegra fue como
si se hubiera roto un equilibrio precario entre los dos. Orfeo
siempre creyó que la marcha de su compañera fue debida
a la crispación y la soledad por la ausencia de su madre.
Porque ella nunca fue capaz de refugiarse en los brazos de él.
Siempre altiva, había ido rumiando su desconsuelo en soledad.
Y al poco tiempo, dos meses después del entierro; siempre el
dos como número fatídico, el dos que forman una pareja
y que él nunca había logrado convertir en uno. Quizá
porque ella no se lo ponía fácil.
Pero ahora no era el
momento de los reproches, ni para él ni, mucho menos,
dirigidos a ella. Porque ella necesitaba ayuda. Y por fin, tras dos
años de búsqueda (otra vez el maldito número
dos), un amigo común le contó que creía que era
ella a la que había visto aparecer entre la bruma otoñal
para desaparecer en seguida debajo de un puente sobre el río
Manzanares. Ahora, cuando él vivía en permanente
tristeza y estaba a punto de tirar la toalla, ahora volvía a
saber de ella. Estaba viva. Porque él temía que hubiera
muerto.
Tras su desaparición
como si se la hubiera tragado la tierra, a los pocos meses alguien la
vio pidiendo limosna. Dios mío, ella que lo había
tenido todo, que vivía como una reina. Ahora recordaba que se
quejaba de vivir con él en una jaula de oro. Y eso que él
nunca le había prohibido nada. Propensa a la melancolía,
alguna vez le había dicho que el hombre feliz no tenía
camisa. Pero ahora, cuando ella apenas tenía para comer, a
juzgar por su caída en la marginación, no parecía
feliz. Los dos o tres amigos comunes que la vieron de refilón
no notaron un ápice de felicidad en su rostro. Así
respondieron a sus preguntas cuando le contaron su encuentro con la
desaparecida.
Después, en
sus largas e inacabables noches de insomnio, Orfeo la recordaba en
toda su esplendorosa belleza, ingenua, amable, alegre; tras una corta
cabezada, la intuía sola, desarrapada, andrajosa, harapienta,
con frío, hambrienta. Y ya no pegaba ojo hasta que el reloj le
llamaba a su trabajo cotidiano.
El hombre iba
rumiando el pasado reciente mientras recordaba el vacío en que
le sumergió la marcha de su esposa. Empezó a bajar el
talud hacia el río Manzanares, en busca del puente de San
Fernando. Al final, su trabajo le había entretenido, cómo
no, y empezaba a declinar la tarde, oscurecida por densos nubarrones.
El otoño había sido muy lluvioso y por eso el aprendiz
de río bajaba con fuerza desbordándose por las orillas.
La corriente
impetuosa del Manzanares lo detuvo vacilante. Un hombre se acercó
a él. Su desproporcionada figura le hacía aún
más alto porque la cintura era el doble de larga que en
cualquier ser humano corriente, y la anatomía estirada se
completaba con un cuello y unas facciones muy largas, con una frente
y una cabeza afiladas.
–¡Buenas
tardes! ¿Usted ha visto por aquí a una mujer joven? Me
han dicho que vive por aquí…
El hombre avanzó
hacia Orfeo cimbreando su alargada figura.
–Ahí
debajo vive la Escuchimizada –contestó señalando
un arco del puente en medio del río.
Orfeo sacó la
cartera y le enseñó una foto al hombre:
–¿Es
ésta?
–Qué sé
yo… Podría ser… –repuso mientras se
rascaba la coronilla dubitativo.
–¿Y
cómo puedo llegar hasta ahí?
–Aquí
tengo una barca… Pero tendrá que pagarme algo.
–¿Será
bastante? –Al tiempo de decirlo, alargó al hombre dos
billetes de 20 euros como óbolo por el viaje.
–Bueno…
–Oiga, ¿usted
cómo se llama?
–Me llaman
Caro.
Oculta entre unos
matorrales, había una barca con dos remos. La empujaron hasta
que empezó a moverse por efecto de la corriente.
–Suba –le
ordenó Caro al joven.
Éste no se lo
pensó y de un salto trepó a la barca. El barquero pegó
un último empujón mientras subía y cogía
los remos. Enfiló la quilla hacia la masa de agua. El hombre
era diestro porque fue sesgando la violenta corriente y acercando la
embarcación hacia una zona oscura que rodeaba como una laguna
el arco central, donde el agua se remansaba alrededor de los dos
pilares centrales del puente. Colocó la barca de manera que
encallara en el barro.
–¡Baje!
–ordenó.
El joven se hundió
hasta los tobillos y le entró agua y barro por encima de los
zapatos, pero ni se dio cuenta. Avanzó en la oscuridad hacia
la pared de piedra. Al fondo, en una covacha, vio una fogata con una
figura diminuta encorvada sobre las llamas. “¡Dios mío,
no parece ella!”, pensó desesperado. Sorprendida y
asustada, la mujer volvió la cabeza.
–¿Quién
es? –dijo mientras se levantaba y retrocedía hacia el
muro.
–¿No me
conoces…?
–No, ¿quién
eres?
Mientras contemplaba
a Eurídice, Orfeo rememoraba los dos últimos años
de ausencia de la muchacha, tras el desencuentro y la ruptura entre
ellos. El enorme dolor y el gran vacío producido tras su
marcha le llevaron a la depresión, estado que había
logrado atenuar cayendo en la melancolía, pero a cambio de
vivir inmerso en una permanente tristeza. Por eso los amigos le
decían que se había convertido en un tipo huraño.
–No tengas
miedo, no huyas. Vuelve aquí conmigo a la luz –la invitó
mientras extendía los brazos hacia la atemorizada figura.
La joven giró
de regreso a la fogata. Llevaba el pelo, grasiento y pidiendo a
gritos champú, recogido en un moño por detrás;
sobre la frente, el resto de un flequillo lleno de trasquilones.
Vestía un chándal azul con muñequeras rojas y
blancas, y en la parte del cuello y de los hombros, unas a modo de
charreteras horizontales entre ridículas y juveniles. Un jirón
cortaba la raya de la pernera izquierda, por donde entraba el frío
y el agua. Encima, una cazadora raída con una capucha con
restos de piel sintética por dentro.
–No te
conozco… ¿Quién eres?
Orfeo no sabía
cómo actuar. ¿Habría enloquecido Eurídice?
No era posible que no le reconociera. ¿Tan cambiado estaba?
¿Qué podía hacer? Pensó que, si se
acercaba más a la chica, ella sería capaz de tirarse a
la impetuosa corriente. Sin saber por qué, se acordó de
los primeros encuentros de los dos. Esa visión le dio una idea
de sus primeros –y únicos– pinitos en el teatro
juvenil. Mirándola a los huidizos ojos, recitó Romeo
y Julieta:
“Era la
alondra, el heraldo de la mañana, no el ruiseñor. Mira,
amor, cómo se van tiñendo las nubes del Oriente con los
colores de la aurora. Ya se apagan las antorchas de la noche y el día
jubiloso, de puntillas, se asoma entre la niebla de los montes. Debo
irme y vivir o quedarme y morir.”
Al oírlo, la
joven dio un respingo y con el miedo reflejado en su cara respondió:
“Aquella
luz lejana no es aún la luz del día, estoy segura. Es
una estrella fugaz que el sol ha creado para guiarte en el camino a
Mantua. Quédate, pues, no tienes por qué irte aún.”
¡Era ella!
¡Dios mío, sí, era ella! ¡La había
encontrado! La tomó de los brazos, la atrajo hacia sí y
siguió:
“¡Que
me arresten, que me maten! Si tú lo quieres, yo lo acepto de
buen grado. Diré que aquella luz que veo allí no es
sino el pálido reflejo de la luna. Y diré luego que las
notas vibrantes que la bóveda celeste estremecieron, por
encima de nosotros, tan altas, nunca fueron de la alondra. Mi deseo
de quedarme es más fuerte que mis ganas de partir. ¡Ven,
muerte, bienvenida! Julieta así lo quiere. ¿Qué
más cuentas, alma mía? Hablemos, amor mío, aún
no es de día.”
Con la mirada
perdida entre lágrimas, Eurídice continuó:
“¡Sí
lo es, sí lo es! ¡Vete y aléjate! Es la alondra
que canta y desafina con voz áspera y destemplada. Cuentan que
la alondra es dulce en su armonía, cuando es la que viene a
separarnos. Otros dicen que la alondra y el sapo repugnante
intercambian sus ojos. ¡Oh, ahora desearía que hubieran
intercambiado sus voces también, pues esta voz desata nuestro
abrazo y nos hace temer, mientras te aleja con su canto de alborada.
Ahora, vete que la luz va a más sin tregua!”
“¡La
luz va a más sin tregua; sin tregua se oscurecen nuestras
penas!”
Orfeo
la tomó con ternura entre sus brazos. Le levantó la
cara para poder mirarla a los ojos, cansados, apagados, mortecinos.
¡Era ella! ¡Seguro que era ella! Más delgada, muy
desmejorada, menos alegre. Ella aún se quedó dudando,
sin llegar a refugiarse en sus brazos abiertos. En la duda, él
percibió el olor de días y noches al aire libre, cerca
de fogatas cuando había leña para encenderlas, de
mediodías con poca o ninguna comida, de tardes desesperadas,
de noches frías e inacabables. También notó el
olor de vinos baratos en cartón y de muchos días sin
baño, sin higiene. Pero ahora nada de eso importaba.
Era ella. Por fin
era ella. La había encontrado. ¿La habría
recuperado?, pensaba. Apretó aún más el abrazo.
Eurídice se refugió entre sus brazos. Se apretó
contra su pecho, le abrazó por la cintura, y entonces empezó
a temblar. El miedo, el frío, el hambre, la sed, el
desconsuelo afloraron en ese momento. Le fallaban las piernas, las
rodillas, el escuálido pecho, le bailaba la cabeza, le
temblaba el labio superior. Se echó a llorar mansamente y
ladeó la cabeza buscando el hueco del hombro de su hombre de
antaño. Como lo hacía antes, mucho antes. Quizá
en una vida anterior.
Orfeo volvió
la mirada hacia la barca. Tenía que sacar a su amada de allí
cuanto antes. El pobre y precario cobijo debajo del puente no impedía
ver la cortina de agua otoñal que estaba cayendo fuera. Al
lado, resguardado en un pretil cercano, Caro les miraba atónito.
En su precaria, durísima y a veces violenta vida de mendigo no
había sitio para ternuras.
–¿Nos
puedes llevar hasta la orilla? –inquirió el joven
mientras le miraba.
–Siempre que
pagues… –respondió el barquero.
–¿Bastará
con esto?
Al decirlo, le
alargó otros dos óbolos de 20 euros que sacó de
un bolsillo del anorak. Mientras le hablaba, se quitó la
prenda y se la colocó a la joven, subiéndole la
cremallera hasta arriba y apretándole el gorro sobre la
cabeza.
–Vale –dijo
el hombre.
Sin dudarlo, metió
a la aturdida chica en la barca, ayudó a Caro a empujarla y de
un salto se subió a ella mientras el barquero daba el último
envite y, con los remos, les acercaba a la margen izquierda del
Manzanares entre una catarata de agua que parecía que se había
roto el cielo. Al llegar a la orilla, un enorme perro salió
ladrando al encuentro del barquero, que apagó sus ladridos con
un: “¡Cállate, Cerbero!”.
El camino de subida
hasta el coche fue lento y pesado. Unas veces él la remolcaba
tirando de su mano, y otras, la cogía en brazos. Pero nunca
miró hacia atrás. Al final, entrevió el coche
mientras la lluvia empezaba a retirarse hacia el Oeste y sólo
chispeaba con suavidad.
Una
vez en camino, el hombre escuchó sorprendido el goteo de la
lluvia dentro del automóvil. “¡Vaya! Y ahora al
viejo cacharro le entra agua. ¿Pero por dónde, si
apenas llueve?”. Miró por el retrovisor y vio que el
calorcillo interior había conseguido que la adormecida y
recostada Eurídice, que nunca jamás se había
quedado embarazada, estaba rompiendo aguas, aunque amarillentas y con
un fuerte olor a orín retenido.
Segundo día
–¡Venga!
Que ya han pasado las burras de leche… ¡Levántate,
dormilona!
La mujer se
desperezó muy lentamente. Se miró el pijama que le
bailaba por todos lados. Intentó forzar una sonrisa, pero se
acordó de su diente mellado en una pelea por un puesto en la
fila del centro de acogida y cerró la boca.
–¿Y
esto, de quién es? –preguntó.
–Tú me
lo regalaste, tiene gracia que me lo preguntes. Es un pijama mío,
que se me había quedado pequeño. Te lo puse antes de
darte un chocolate caliente con unos bollos que tenía en casa
de verdadero milagro. ¿Sabes?... soporto muy mal la soledad, y
me organizo peor.
–Tú no
tienes ni idea de lo que es vivir en soledad –respondió
ella–. Y estos calzoncillos –añadió
sorprendida al entrever la prenda que asomaba fuera del pijama.
–También
son míos. Ya sabes que no me gustan los slips, y los tenía
por ahí abandonados en un cajón… Menos mal que
los encontré. He guardado la ropa que traías en una
bolsa de plástico, por si acaso quieres… Pero no vale
para nada.
–¿Y mi
ropa de aquí? No esperabas que volviera nunca más.
–No, no digas
eso. No lo digas nunca.
Al decirlo, cogió
sus dos manos entre las suyas.
–Un día
en que ya no soportaba tu ausencia, cogí toda tu ropa, la metí
en cajas y la bajé al trastero. –Mientras lo decía,
visualizó el cuarto de abajo, que se había convertido
en un revolcadero de monos–. No hubiera sido capaz de encontrar
nada en ese momento, y tú tenías frío al sacarte
de la bañera. Y no podía dejarte sola…
Eurídice
recordó:
–He soñado
que me hundía tres veces en las aguas del mar, y cuando ya
estaba abajo, muy abajo, una mano me cogía y me sacaba a la
superficie.
–Es que…
el calorcillo de la bañera y las sales tranquilizantes que
eché en el agua, te producían sopor y te hundías
en la bañera. Mientras, yo buscaba ropa que ponerte, pero no
podía dejarte sola… Así que eché mano de
lo primero que pillé.
La chica se iba
espabilando. De pronto dijo:
–Pero…
¿Dónde has dormido?
–¿Por
quién me tomas? –respondió él–. No
soy un aprovechado. He dormido en el sofá.
Al decir eso, sonrió
al recordar que era el mismo sofá donde ella le desterró
cuando sus celos estúpidos e infundados sobre la pavisosa de
la telefonista de recepción. Luego se le ensombreció la
mirada pensando en las largas noches de insomnio en que se acostaba
en el salón para intentar dormir un trozo de las tres o cuatro
horas seguidas en que se había convertido su descanso nocturno
tras la desaparición de ella. Pero no agregó nada.
Tragó saliva y dijo:
–Venga, tienes
que desayunar. He conseguido encontrar unos sobres de café
soluble y por suerte tenía leche, pan de molde y mermelada.
¡Vamos, levántate de una vez! He hecho tostadas.
Al acabar de
desayunar, él volvió al rato con un chándal suyo
en las manos.
–Póntelo.
Ya sé que te estará grande, pero tenemos que hacer
muchas cosas esta mañana.
Ella se puso el
chándal después de lavarse la cara e intentar peinarse
la desastrada melena. Se miró al espejo y de pronto se vio
demacrada y se sintió desnuda.
–También
has metido mis joyas en el trastero…
–No, están
en un cajón de mi mesa de trabajo guardadas con llave.
Otro desesperado e
inútil intento de no recordarla, pensó. Luego continuó:
–¿Dónde
están las pocas que te llevaste?... Porque te dejaste hasta el
móvil. Me harté de contestar llamadas, unas curiosas,
algunas interesadas, muchas morbosas y sólo unas pocas
cariñosas. Menos mal que, cuando se le agotó la
batería, ya no quise recargarlo. ¿Sabes? Cada una de
esas llamadas me hacían sentirme más y más
desvalido y patético.
–Creo que la
desvalida y patética ahora soy yo… La última, el
anillo de casada, lo cambié por un poco de ensaladilla rusa y
un trozo de pollo asado… Llevaba dos días sin comer…
–Venga, vamos.
Ponte mi anorak que por la mañana hace frío.
–No es frío
lo que noto ahora –dijo dubitativa. Le miró la mano
derecha–: ¿Aún llevas nuestro anillo?
Orfeo, a su vez, se
miró la mano, sorprendido:
–Sí,
nunca me lo he quitado…
–Deja que me
lo ponga… Con él no me sentiré tan desnuda.
Él se lo
quitó, tras un poco de forcejeo. Ella cogió el anillo,
lo miró y luego levantó la vista hacia él:
–¿De
verdad dejas que me lo pongas?
El hombre acabó
colocándoselo en el dedo corazón porque en el anular le
bailaba.
–Vamos. Tengo
que hacer muchas cosas. Tengo que firmar unos papeles en la empresa
de publicidad; en realidad, con la crisis nos han bajado el caché
en la orquesta y vivo sobre todo de mis guiones musicales para los
anuncios. Y tengo que hacer una cosa en el coche… Y tú
vas a ir a la peluquería.
–¿Sigues
tocando tan bien la viola? Recuerdo que eras un maestro…
–Bueno, me
defiendo…
–Antes, no
sólo te defendías. Eras muy bueno…
–Buenos días,
Lino. Te traigo trabajo.
–Hola, Orfeo.
Sólo hace dos semanas que te corté el pelo…
–No, no es
para mí. Quiero que hagáis un trabajo artístico
con ella.
El peluquero miró
sorprendido a la chica.
–¿Quién
es? ¿Tu hermana mayor?
–Es mi
compañera, pero, claro, tú no la recuerdas.
–Ah, sí.
Perdona… María, ven, por favor.
De la sala contigua
vino la encargada de la peluquería femenina.
–Dime, Lino.
–Ya le
conoces, es mi cliente desde hace años.
La peluquera le dio
la mano y luego escudriñó profesionalmente a la chica
que el hombre tenía al lado.
–Quiero que te
encargues de ella. A ver lo que puedes hacer con el trasquilón
de la frente…
–Eso ahora es
fácil. Si los hombres no fuerais tan despistados sabrías
que se lleva el peinado en oblicuo sobre la frente. ¡Hombres!
¿Qué más quieres?
–Quiero que le
hagas la manicura… ¡Toda! Supongo que no tenéis
costumbre, pero me vas a hacer el favor. ¿Verdad, Lino?
–Es que…
las manos, sí; pero…
–Haz lo que
puedas. Te recompensaré generosamente. Y pregúntale a
ella qué es lo que prefiere…
Paseó la
mirada suplicante de uno a otro y les dijo:
–¿Sabéis?
Ha estado muy lejos, y enferma…
–Si tú
lo pides –dijo la peluquera ante la mirada aprobadora de su
jefe–. ¿Quieres que la tiña?
De pronto, los dos
se dieron cuenta de que Eurídice tenía algunas mechas
canosas.
–La dejo en
tus manos. Quizá podrías darle unos reflejos…
–Con tan poco
pelo es imposible.
–Lo que tú
hagas estará bien. Sólo estaba pensando en su nombre…
¿Sabes que su nombre quiere decir bello reflejo?
Se dirigió a
Lino:
–En un par de
horas vendré a por ella. Si acabáis antes, llevarla a
desayunar aquí al lado. Hacerme ese favor los dos.
Se volvió
hacia ella, que ya estaba sentada en un sillón de la
peluquería. Según la miraba, pensó por qué
se habría despeñado a una vida de miseria, de poca
comida y muchas necesidades insatisfechas. Porque ella siempre había
comido caliente en su casa materna. Meneó la cabeza para
apartar los malos pensamientos. La miró con amor y le dijo:
–Después
iremos a comprarte ropa. Vendré en cuanto pueda, cariño.
Casi tres horas
después regresó a por ella, que estaba más
lozana, más animada; en definitiva, más guapa después
de su paso por la peluquería. Pero el resultado se estropeaba
con el chándal que llevaba puesto.
–Vamos a
comprarte algo de ropa.
Luego se dirigió
a Lino y María:
–Gracias por
el trabajo que habéis hecho… Sobre todo a ti, María.
Pagó y dejó
una generosa propina. Después se fueron a comer algo en una
pizzería.
En los grandes
almacenes, ante el estupor de las sucesivas vendedoras, compraron un
pantalón hasta media pierna, con una camiseta y un jersey de
lana. Para completarlo, unas náuticas. Al pasar por la zona de
lencería, ella dijo:
–Anda, ve a
darte una vuelta. Tengo que mirar algunas cosas. No quiero que me
veas… aún.
Esto último
lo dijo muy bajito. Después de recogerla, pasaron por la zona
de moda, y él se empeñó en que se comprara un
vestido de nido de abeja por el pecho, que estaban tan de moda, y que
parecen para premamá, aunque en realidad no lo sean,
acompañado de una blusa del conjunto.
–Habrá
que mirar unos zapatos a juego –dijo él.
–No –le
respondió ella–. Quiero mirar en lo que dejé. El
número de zapato no me ha cambiado.
–Pero, cariño,
el trastero es un lío monumental de cajas…
–Arreglarlo
será cosa mía desde ahora. Quiero ponerlo en orden, y
guardar allí lo poco que traía puesto como recuerdo…
Mañana me compraré alguna ropa de abrigo.
–Todo lo que
llevabas huele a humo de fogata…
–Sí…
Bendita y maldita fogata… Así evitaré
tentaciones en el futuro. Cuando vea la caja en que estén
guardadas esas cosas, sabré que el pasado sólo es humo…
–Si tú
lo quieres así…
–Mira,
mientras me peinaban he pensado muchas cosas. Ahora me vas a dejar en
casa. En nuestra casa. Y me vas a dar unas llaves y un poco de
dinero. Voy a comprar algunas cosas para la cena… Creo que no
se me habrá olvidado cocinar.
Al llegar al portal,
se abrazó a él con timidez, como si tuviera miedo.
Después levantó la cabeza y le miró a los ojos.
–¿No
has dicho que no te ha dado tiempo para todo? Te vas a resolver lo
que te falta… y lavas el coche. Parece que voy recuperando el
olfato. Y nunca más voy a oler a humo… nunca más
–dijo categóricamente tras una pausa.
Le besó con
suavidad y ternura en los labios, en un beso que parecía
interminable y eterno. Algunos viandantes se pararon extrañados
por la duración del abrazo.
Por fin, apartó
su cuerpo del pecho del hombre.
–¿Sabes?
En los últimos tiempos pensé muchas veces, en las
largas noches, en el suicidio.
Al decirlo, él
la tomó de las manos en silencio.
–¿Por
qué no volviste?
–Yo qué
sé… Me pudo el orgullo. Tenía dudas.
–¿De
qué dudabas?
–De cómo
me recibirías.
–¡Dios
mío! Pero si nunca he dejado de quererte.
–¿Sabes?
Ahora me doy cuenta de que yo tampoco he dejado de amarte.
–Entonces…
–Un día,
tras una pelea con una arpía por unos restos de comida de un
supermercado, un hombre me defendió. Después me llevó
a un lavacoches para limpiarnos con la espuma y el agua caliente los
dos juntos. Pero ahí me di cuenta de que te había sido
desleal, pero no podía ni quería serte infiel…
–Olvida todo
eso. No tienes que darme explicaciones.
Se la quedó
mirando, desconcertado. No sabía qué añadir. De
pronto, como un relámpago, la recordó el día del
entierro de su madre.
–Tú
empezaste a cambiar tras la muerte de tu madre. Yo, idiota de mí,
me he dado cuenta mucho después. No supe entender tu amargura,
tu soledad, y quizá participé en tu aislamiento y
propicié tu marcha. Recuerdo que miraste al cielo, en el
cementerio, y dijiste: “¡Esto se ha acabado!”. ¿Te
despedías de ella?
–No.
–Entonces, me
decías adiós a mí.
–Tampoco. Mi
rabia y mi soledad se revolvían contra lo divino, me revelé
contra lo inevitable. Pero mi soledad de estos años me ha
reconciliado con mis creencias. Y también me he dado cuenta de
que no se puede desafiar a los dioses.
–Pero…
¿por qué te fuiste?
–No sé…
Quería romper con todo, huir… Y sabía que me iba
a ir mal, pero no podía evitarlo. Y me ha ido mal, muy mal…
Ya lo ves.
–Esa parte de
tu vida ya ha muerto –contestó mientras la apretaba aún
más contra él.
Ella empezó a
estremecerse contra su pecho mientras sollozaba convulsivamente.
Eurídice
consiguió calmarse entre los brazos de Orfeo. Le cogió
de la mano y lo empujó hacia el portal.
–Dame las
llaves.
Una vez abierta la
puerta, entraron agarrados el uno al otro.
–¿Te
sigue gustando el pollo relleno?
–Creo que sí…
No he vuelto a comerlo desde que te fuiste.
–Dame dinero.
Al dárselo,
los dos rieron a carcajadas porque algunos paseantes estaban mirando
de refilón para ver cómo terminaba la escena.
–No sé
qué van a pensar éstos –dijo ella entre
carcajadas.
–Me voy…
Dame un beso. ¡Te quiero!
Después de
dárselo, Eurídice le miró frente a frente:
–Esta noche me
vas a desnudar. Pero antes me vas a desnudar el alma, vas a tomarla
entre tus manos, a poseerla, a conquistarla, toda para ti, toda tuya.
Porque a partir de entonces mi alma ya no será mía, y
yo ya no seré mía. Tú me has redimido, me has
resucitado. Estaba a las puertas del infierno y me has rescatado en
el umbral de la muerte, al borde de mi hora final. Y sólo
entonces, cuando me haya repartido toda dentro de ti, me haya sumido
toda en ti, me haya rendido toda dentro de ti, entonces me desnudarás
y penetrarás dentro de mí. Como nunca hasta ahora y
para siempre. Como nunca lo habías logrado. Porque te quiero.
Porque te amo. Porque, de ahora en adelante, no podría vivir
sin ti.
Tras una pausa para
tomar aire, siguió:
–¿Sabes?
Me voy a sentir muy segura cuando te note a mi lado en la cama.
–A lo mejor me
buscas y ya me habré levantado. Y no pienso despertarte cuando
me vaya. Necesitas descansar y recuperar sueño.
–Pero no me
importa. Aunque te hayas ido, quedará la música de tu
aroma entre las sábanas. Y el aroma de tu música,
Orfeo, siempre me dará fuerzas para seguir amándote.
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