Mayo
2010
Como
en un espejo
El
cuento de la lechera
Por
Germán Ojeda Méndez-Casariego
Había
una vez un país donde sobraba el dinero. La gente era medianamente
feliz, creía en el futuro con optimismo, y soñaba con un bienestar
inagotable.
El
país había salido hacía poco de una dictadura sangrienta, y una
mezcla de miedo, aprensión y vergüenza le hacía cerrar los ojos
hacia el pasado y dedicarse exclusivamente a gozar de los bienes
recién adquiridos, la libertad sobrevenida que se estrenaba con
fruición.
Después
de unos primeros años de incertidumbre, aquel país encontró una
senda de crecimiento y estabilidad que parecía fundarse en bases
firmes. El pasado estaba atado y bien atado por una ley de amnistía
o punto final que pretendía “superar rencores del pasado” y
mirar hacia el futuro sin complejos. La economía brindaba sus frutos
a raudales, el trabajo fue haciéndose menos gravoso a medida que la
mano de obra inmigrante fue ocupando los puestos más ingratos, y los
nativos empezaron a sentirse cómodos en un estado que les ofrecía
crecientes motivos de bienestar.
El
auge del consumo fue motor poderoso para la industria, modernizada a
trompicones, a la vez que comenzaba la reconversión que cerraba
explotaciones primarias y extractivas por su baja rentabilidad,
creando los primeros bolsones de desempleo. La construcción empezó
a despuntar como una inversión rentabilísima, primero para atender
la crónica escasez de viviendas dignas, luego para un mercado de
segundas y terceras viviendas, y finalmente para la pura y simple
especulación, comprando barato lo que lo que en pocos años se
vendería a precio triplicado. Al mismo tiempo, los bancos se
hicieron cada vez más fuertes por el volumen de sus fondos, tanto
como por un creciente endeudamiento de la sociedad que contribuía a
ensanchar su cartera.
En
un intento de garantizar férreamente la estabilidad monetaria, el
gobierno decidió unir la moneda nacional a otras monedas
extranjeras. Ahora en posesión de una moneda fuerte, los nativos de
aquel país se hicieron conocidos en todo el mundo por su propensión
a viajar y su facilidad para el gasto. En el ámbito interno, se hizo
habitual el cambio de vehículos en pocos años para pasar a modelos
más nuevos y potentes, y la constitución de hipotecas y créditos
voluminosos para comprar las nuevas viviendas en barrios de cierta
categoría.
Pero
algo no iba bien. La moneda sobrevalorada hizo que la industria se
volviera poco competitiva, y así empezaron a cerrar algunas
fábricas, mientras en otros sectores proliferaron las jubilaciones
anticipadas, siempre con la excusa de que “las paga la empresa”
pero que en realidad resultan gravosas para la sociedad en su
conjunto, que tiene que mantener a una cada vez más amplia clase
ociosa. El desempleo empezó crecer a ritmo desusado, mientras la
palabra “crisis” se propagaba de boca en boca, aunque el gobierno
intentara tranquilizar a la opinión pública con gestos de
suficiencia. La falta de incentivos a la producción hizo que grandes
fortunas se pasaran a la simple especulación, cuando no directamente
a ocupaciones delictivas.
Mientras
tanto, surgió la moda de las privatizaciones. Ante el deterioro
creciente de la educación y la sanidad públicas, algunos gobiernos
regionales impulsaron y promovieron la privatización (total, parcial
o encubierta) de dichos servicios, especialmente en beneficio de
quienes podían pagarlos. Se fueron ahondando así las desigualdades:
Una minoría pudiente, en muchos casos enriquecida en el trapicheo de
los años felices, una clase media endeudada y atemorizada, y una
clase trabajadora con cada vez menos trabajo, menos derechos y menos
esperanza.
De
pronto saltaron las alarmas: El sistema bancario se resentía por el
aumento de la morosidad y la ralentización de la actividad económica
en general, así como, en algunos casos, por una nefasta e
interesadamente desviada política de inversión. Pidieron ayuda al
Estado, y el Estado vino presto a sostenerles. Pero el dinero se
acababa, la recaudación caía y las perspectivas parecían
claramente recesivas, algo similar a lo que estaba sucediendo en
países de su entorno, lo que por ser mal de muchos, no parecía
servir de consuelo.
Hubo
que pedir consejo y ayuda al exterior. De donde, por cierto, habían
llegado los cantos de sirena para el montaje del sistema que ahora se
tambaleaba, cuando no los capitales directamente involucrados y que
ahora parecían volatilizarse. Y el exterior ayudó: El FMI envió
sus recetas condicionadas, y una vaga promesa de fondos disponibles.
Lo mismo hicieron otros acreedores. Y el país enfermo, temeroso de
las consecuencias de mantenerse al margen, las aceptó callado. Y
así, se impuso a aquel país una cirugía de caballo.
Se
restringieron notablemente las inversiones en obra pública, lo que
ahondó la crisis del sector de la construcción. Disminuyeron
notablemente, o se anularon, muchos beneficios sociales recientemente
implantados. Se rebajaron los sueldos a los funcionarios y empleados
del Estado, se congelaron las jubilaciones, se quitaron subsidios. Se
aumentaron impuestos, pero no a los sectores que habían salido tan
ampliamente beneficiados en épocas de despilfarro, sino a todos por
igual. Se explicó a la ciudadanía que “había que hacer un
esfuerzo conjunto”, poniendo todos el hombro o lo que fuera
menester para recuperar la economía.
Pero
las medidas, apresuradamente tomadas bajo presión interna y externa,
no surtieron efecto. El consumo disminuyó aún más, la industria
acentuó la desocupación, la pobreza creció como río desbordado.
La especulación empezó a embolsar el dinero, cada vez más oscuro,
y llegó un momento en que la fuga de capitales en busca de plazas
más seguras fue imparable. El gobierno, acorralado, para evitar el
colapso bancario (cuando ya los grandes inversores alertados habían
escapado) cerró el grifo goteante y decretó la limitación de
extracciones a 200 dólares semanales. Entonces, todo estalló.
La
clase media, empobrecida, estafada, con su dinero encerrado en el
banco, empezó a golpear cacerolas vacías y a encender hogueras en
las calles. La clase trabajadora, o lo que había sido de ella, en
algunos casos desesperados empezaron a saquear supermercados, en
busca de comida y de bienes ya inalcanzables. El recurso del Estado a
la violencia sembró las calles de víctimas. Y por primera vez, en
el rico país de antaño empezó a hablarse abiertamente de hambre.
En
el último párrafo, el lector habrá advertido que me estaba
refiriendo al pasado reciente de la República Argentina, hoy otra
vez en la buena senda. Pero hasta ese momento, ¿verdad que se
parecía, demasiado, a algo
mucho más cercano?
Mirémonos, por favor, en el espejo. No cometamos los mismos errores.
Rompamos de una vez la terrible lógica del neoliberalismo.