Tierna
Candice
La
dulce y entrañable Candice había ido a Las Vegas con
dos amigas suyas. Su última noche en soledad, porque sus
amigas habían regresado un día antes, la pasó en
el casino metiendo coin
tras coin
en las tragaperras. A la ingenua Candice no se le daba bien esto del
coin; en
realidad, nunca había tenido ningún coin.
Y esa noche también
había sido una mala noche para ella; la modosa Candice había
tenido muchas Nocheviejas, pero ninguna noche buena.
Deambulando
hacia su hotel, entró en el iluminado túnel del Casino
Caesar’s (allí todos dicen sisars). Nada más
entrar, tropezó en algún saliente de la pared y se
golpeó en el brazo derecho. Es que la pobre Candice veía
mal y había tenido que quitarse las lentillas desechables tras
más horas de la cuenta con ellas puestas. Pero Candice, la
torpe Candice, era capaz de mayores proezas. En cuatro cenas en el
hotel había roto tres copas, ante la fingida mueca beneplácita
pero contrariada del camarero. Aunque Candice había alcanzado
la cumbre de la patochez aquel día en el gimnasio, en que,
dando pedales en una bicicleta estática atada con cadenas a la
pared, consiguió desestabilizarse, romper el enganche y caerse
al suelo destrozando el manillar de la bicicleta. Su entrenador no
fue benevolente y le dijo: “¿Con los ojos no sabes hacer
nada, guapa?”. Después la invitó a no volver por
el gimnasio.
Pues
bien, iba la despistada Candice paseando por el túnel hacia la
glorieta que simula ser el Coliseo romano cuando vio un cartel que
decía: “¡Aquí bajamos las bragas!”.
Candice pegó un respingo y leyó otra vez con atención
el cartel: “¡Aquí bajamos las bragas!”
(Lowest prices in
panties). Tras dudar
un rato, vio cerca otro cartel que decía: “¡Si
usted va sin bragas es porque quiere!” (If
you don’t wear panties is because you don’t want to).
La avispada Candice notó la contradicción entre los dos
mensajes. Así que se metió en la tienda de Ralph Lauren
donde estaban de liquidación, y, al ver los carteles de
clearance
(rebajas), empezó a hacerse la luz en su adormilado cerebro.
Ya dentro de la tienda vio otro cartel donde se ofrecían tres
de las citadas prendas por sólo tres dólares.
La
adormecida Candice metió la mano en el bolsillo y comprobó
que sólo le quedaba un billete de dos dólares y tres
coin, así
que le faltaban 25 céntimos para poder comprar la oferta. Sin
dudarlo mucho, la decidida Candice se dirigió al dependiente y
le dijo con voz aflautada: “¿Me puede bajar las
bragas?”. El dependiente pegó un respingo y dijo:
“Excuseme”.
La insistente Candice, que para complicarlo más guiñó
el ojo izquierdo irritado por la lentilla, repitió: “¿Que
si me quiere bajar las bragas!”. Esta vez el dependiente se
puso blanco, se rascó la cabeza y dirigió la mirada al
falso cielo de la galería. Tragó saliva y repitió:
“¡Excuseme!”.
Entonces vio la mano extendida de la temblorosa Candice que le
mostraba 2,75 dólares para comprar lo que valía tres.
Ahora ya comprendió todo el vacilante y perplejo dependiente.
Así que cogió tres prendas, se las metió dentro
de una bolsa a la ilusionada Candice y recogió el dinero. La
satisfecha Candice se metió la bolsa entre el brazo izquierdo
y el cuerpo y salió hacia la calle.
De
camino hacia el hotel, la siempre despistada Candice iba en busca de
la dulce y caliente cama en la habitación 505. Nunca se daría
cuenta de que, por una vez en la vida, después de haber estado
frente a un hombre, le había hecho pasar de la sorpresa del
color blanco al estupor del color verde, de la irritación del
color amarillo a la ira del color rojo. Mientras, la ufana Candice se
iba se iba se iba… con las bragas en la mano tras haber dejado
atrás un hombre con todos los colores del arco iris en el
semblante.
Dulce
Candice. Tierna Candice. Feliz Candice.
California, 9 de octubre de
2009