LOS
GENEROSOS HÉROES ANÓNIMOS
“Y van roncas las mujeres,
y el grito de guerra zumba,
y el negro cañón retumba,
y al suelo le falta tierra
para
cubrir tanta tumba.
Mártires
de la lealtad,
que
de la cuna al arrullo
fuisteis
de la Patria orgullo
y
honra de la libertad.
Dormid,
bravos, descansad.”
El largo poema de Bernardo López,
tan usado y tan manoseado durante el franquismo, sirve para que
inicie mi corta contribución al doble centenario del Dos de
Mayo.
Al hilo del poema, debo recordar
que, durante los ominosos 40 años de la posguerra, se empleó
muy a menudo la Guerra de la Independencia para arremeter contra el
francés, contra el gabacho. La razón era convencer a
los españoles de que todo lo que viniera de más allá
del Pirineo era intrínsecamente malo, pero lo cierto es que
hacia Francia habían tenido que huir decenas de miles de
compatriotas, y por eso se abusaba de la Guerra de la Independencia
para denigrar a Francia.
Pero no es el motivo de esta
modesta lectura hablar de la posguerra española. Pero sí
debo recordar que, si se me permite decirlo, los vientos de
modernidad en la Península Ibérica siempre han venido
desde Francia, como resultado de la Revolución Francesa. Y es
preocupante que la nación impulsora de la modernidad, de la
libertad, de la legalidad y de la igualdad ande, aquí y ahora,
en esta Europa unida, tan apagada de impulsos innovadores.
Cuando entraron los franceses en
España a principios de 1808, nuestro país estaba
atrasado y había sufrido un frenazo económico porque el
hijo de uno de los mejores reyes que ha tenido este país,
Carlos III, era un incapaz que dejaba en manos de un valido. Como
dice Mesonero Romanos: “El Consejo y Cámara de Castilla
y su Sala de Alcaldes de casa y corte, eran omnipotentes e
inevitables en todos los actos de la vida pública y privada,
desde la sucesión del trono, hasta el ejercicio de la pesca, o
de la caza con hurones; desde los bandos de buen gobierno para el
orden político de la población hasta la tasa del pan y
del tocino; desde el pase de las bulas pontificias, hasta la censura
de una novela o de un tomo de poesías; desde las causas de
alta traición y lesa majestad, hasta los matrimonios contra la
autoridad paterna y los amancebamientos privados; desde los pleitos
de tenuta, hasta los amparos y moratorias; desde la provisión
para las altas autoridades de la Iglesia y de los magistrados, hasta
el examen de los escribanos y alguaciles; (…) desde la
decisión de los litigios más graves, hasta el permiso
para una feria o para una corrida de toros por cédula real”.
Para situar un poco más el
ambiente, afirma José María Blanco White: “Mientras
los franceses venían camino de Madrid, se había
imaginado la posibilidad de una violenta liberación de las
cadenas con que la religión tenía atado al pueblo, y,
aunque ahora aborrecía decididamente la conducta de éstos,
no se decidía a escapar de las bayonetas francesas, que
parecía temer menos que el fanatismo español”.
Lo del nieto, Fernando VII, fue
todavía peor, mucho peor. El príncipe tan amado por el
pueblo, Fernando el Deseado, en su aclamada y vitoreada entrada en
Madrid, el 13 de mayo de 1814, mostraba un rostro hierático,
inexpresivo y bobalicón. Como todos sabemos, su decreto del
día 4 en Valencia abolía la Constitución y las
Cortes. Después vendría el cadalso para el coronel
Riego, ahorcado en la plaza de la Cebada el 7 de noviembre de 1823;
la captura y traslado de Juan Martín el Empecinado –¡el
general que había expulsado definitivamente de Madrid a los
franceses el 28 de mayo de 1813 metido ahora dentro de una jaula!–,
y, por fin, la entrada del duque de Angulema y sus Cien Mil Hijos de
San Luis en España. Esta vez también desde Francia,
pero ahora para apoyar la repugnante, intolerante y retrógrada
frase de: “Vivan las caenas”. Un rey que, como sabemos,
acuñó la frase de: “Hay que desterrar del pueblo
la funesta manía de pensar”.
Quizá nuestro actual rey
aprendió de los errores y desprecios a sus ciudadanos del
bisabuelo de su abuelo, y por eso, quizá por eso, hizo lo
contrario de lo que deshizo su antepasado y antecesor, que de deseado
pasó a ser, seguramente, el rey más indeseable que se
ha sentado en el trono de España.
Con anterioridad, en el monumento
literario que son los ‘Episodios Nacionales’, Benito
Pérez Galdós nos narra, a través de su
omnipresente Gabriel Araceli, la entrada de Murat en Madrid, que en
seguida pisoteó la palabra dada sobre su espíritu
pacificador. Sólo voy a hablar de dos personajes de don
Benito, La Primorosa (que podría ser Clara del Rey) y Pacorro
Chinitas. La Primorosa le dice a un Gabriel dubitativo con el fusil
entre las manos: –¿Pa qué está aquí
esta lombriz? –dijo La Primorosa encarándose conmigo y
dándome en el hombro una fuerte manotada–. Descosío:
coge ese fusil con más garbo. ¿Tienes en la mano un
cirio de procesión?
Y Pacorro Chinitas, presagiando el
final, un poco antes de que Daoiz respondiera a los términos
amenazadores y groseros del oficial francés con la célebre
frase? “Si fuerais capaz de hablar con vuestro sable, no me
trataríais así”, le dice a Gabriel:
“Adiós, Madrid, ya me
encandilo… Gabriel, apunta a la cabeza. Juancho, que ya estás
tieso, allá voy yo también: Dios sea conmigo y me
perdone. Nos quitan el parque; pero de cada gota de esta sangre
saldrá un hombre con su fusil, hoy, mañana, y al otro
día. Gabriel, no cargues tan fuerte que revienta. Ponte más
adentro. Si no tienes navaja, búscala, porque vendrán a
la bayoneta. Toma la mía. Allí está, junto a la
pierna que perdí. ¡Ay!, ya no veo más que un
cielo negro. ¡Qué humo tan negro! ¿De dónde
viene ese humo? Gabriel, cuando esto se acabe, ¿me darás
un poco de agua? ¡Qué ruido tan atroz!... ¿Por
qué no traen agua? ¡Señor, dios topoderoso! ¡Ah!,
ya veo el agua; ahí está. La traen unos angelitos; es
un chorro, una fuente, un río…”
Galdós narrará
después cómo, en la batalla de los Arapiles,
desarrollada a mediados del enorme calor de agosto de 1812, los
combatientes, exhaustos y sedientos, reclamaban agua, y un oficial
les dijo la memorable frase? “¡Aquí sólo
beben los cañones!”.
Y, sin embargo, José
Bonaparte intentó ser un buen rey, pese a estar impuesto por
la fuerza de las armas de un ejército de ocupación,
algo que el pueblo llano no toleraba. El conde de Toreno cita una
anécdota de ese espíritu hostil, oída de boca de
su protagonista, Carlos Gutiérrez de la Torre, hijo de siete
años de Dámaso, corregidor de Madrid. Éste llevó
a su hijo, para halagar al rey José, vestido con el uniforme
de su guardia. El rey, complacido, preguntó al niño en
su español italianizado: “Oh, bello niño, ¿para
qué tenéis qüeste sable?”. “Para matar
franceses”, le respondió el ingenuo niño.
Porque fue Pepe Botella, el Rey
Plazuelas, el Tuerto, quien acometió el saneamiento y
extensión de la plaza de Oriente, la construcción del
puente de Segovia, el salón de las futuras Cortes, el ensanche
de la calle del Arenal y de la Puerta del Sol, el edificio de la
Bolsa de Comercio. Claro que, para erigir el edificio de las Cortes,
tuvieron que derribar la iglesia de San Francisco, en un Madrid que
tenía 70 iglesias, y esa modernidad, esos vientos renovadores,
no eran del gusto del clero. A su gobierno le cupo la gloria de haber
hecho efectiva una mejora local mandada ya, aunque infructuosamente,
desde el reinado de Carlos III, que fue el establecimiento de los
cementerios extramuros de Madrid.
Siguiendo, una vez más, a
Mesonero Romanos: “Vino un día terrible, el 2 de mayo de
1808, en que este pueblo se alzó heroico contra el osado
conquistador de Europa. Aquel memorable día recibió la
Puerta del Sol su bautismo de sangre. Vióse en él la
desigual lucha de los vecinos de Madrid, indefensos, arrojados y
temerarios, con el cuerpo de caballería francesa denominado
los Mamelucos, por el traje oriental que vestían; vióse
allí a los chisperos de Barquillo y Maravillas, a las manolas
de Lavapiés, acometer cuerpo a cuerpo, armados de sus navajas,
a las formidables falanges vencedoras en las Pirámides y en
Austerlitz; vióseles introducirse entre las piernas de los
caballos, abalanzarse sobre sus jinetes, con sus navajas y estoques,
terciadas las capas y la mantilla. Extinguida la luz de tan
sangriento día, oyese en aquel sitio mismo el terrible
estampido del plomo vengador y el angustioso ¡ay! de las
víctimas moribundas, inmoladas por el francés en el
patio del Buen Suceso”.
A Mustafá, el bravo jefe de
los mercenarios egipcios, el mismo que en la batalla de Austerlitz
estuvo a punto de alcanzar al gran duque Constantino de Rusia, le
descentraron el caballo con una navaja, y, en el cruce de Carretas
con la Puerta del Sol, cayó al suelo, y ahí le mataron,
con el expeditivo procedimiento de clavarle una navaja en el hueco
dejado por la coraza entre el cuello y la tetilla izquierda.
Ralph Waldo Emerson, filósofo
norteamericano, dice que el coraje cambia la visión de todo.
Para acabar mi modesta contribución
a las palabras de mi entrañable amigo Juan Amezcua, que seguro
que responderá mejor que yo a las expectativas de los
asistentes, cito las dos cartas, tan diametralmente opuestas,
dictadas por el miserable jefe de los héroes Daoiz, Velarde y
Ruiz.
“Media hora más tarde,
en su despacho de la Junta Superior de Artillería y apenas
informado de la muerte de Luis Daoiz, el coronel Navarro Falcón,
jefe superior de Artillería de Madrid, dicta a un amanuense el
parte justificativo que dirige al capitán general de Madrid,
para que éste lo haga llegar a la Junta de Gobierno y a las
autoridades francesas: ‘Estoy bien persuadido, Sr. Excmo., de
que lejos de contribuir ninguno de los oficiales del Cuerpo al hecho
ocurrido, ha sido para todos un motivo del mayor disgusto el que el
alucinamiento y preocupación particular de los capitanes D.
Pedro Velarde y D. Luis Daoiz sea capaz de hacer formar un equivocado
concepto trascendental de todos los demás oficiales, que no
han tenido siquiera la más mínima idea de que aquellos
pudieran obrar contra lo constantemente prevenido’.”
El tono de este oficio contrasta
con otros que escribirá en los días siguientes. El
último de tales documentos, firmado por Navarro Falcón
en Sevilla en abril de 1814, terminada la guerra, concluirá
con estas palabras:
‘El 2 de mayo de 1808 los
referidos héroes Daoiz y Velarde adquirieron la gloria que
inmortalizara sus nombres y ha dado tanto honor a sus familias y a la
nación entera’. Las dos contradictorias misivas están
recogidas en ‘Un día de cólera’, de Arturo
Pérez-Reverte, donde afirma el autor: “Un día
basta para sublevar a un pueblo”.
Así se cumplía, una
vez más a lo largo de la Historia, la máxima de que la
Revolución devora a sus hijos. Y se comprueba que al carro de
los vencedores siempre se suben los cobardes.
Porque, en el levantamiento del 2
de mayo de 1808, no murió ni un solo aristócrata, ni un
solo jefe militar de comandante para arriba, ningún noble,
ningún obispo, ningún cardenal. Sólo murieron
las manolas, las meretrices, los carboneros, los cuchilleros, los
muleros, los panaderos, los carreteros, las costureras, los mendigos,
los aprendices. El pueblo llano.
Todos ellos demostraron su nobleza
su generoso y solidario comportamiento, aunque la mayoría
fueran analfabetos. Ellos sí que eran nobles, muchos más
nobles que todos los que les vieron morir desde las terrazas de sus
balcones. Si se me permite el exabrupto, con los huevos bien
calientes. Mientras los generosos héroes anónimos les
daban una lección durante las jornadas del 2 y del 3 de mayo,
en el inicio de la Guerra de la Independencia.
17 de abril de 2008