viernes, 16 de diciembre de 2011

'Llanto por Ignacio Sánchéz Mejías'. Federico García Lorca

Llanto por Ignacio Sánchez Mejías - Wikipedia, la enciclopedia libre

Llanto por Ignacio Sánchez Mejías es una obra poética del poeta español Federico García Lorca, publicada en 1935. Es un conjunto de cuatro elegía que Lorca compuso para su gran amigo Ignacio Sánchez Mejías, gran torero, escritor y miembro destacado de la Generación del 27, muerto de gangrena en 1934 a causa de una cornada en la plaza de Manzanares por el toro Granadino.

Enlaces externos

 

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Asuntos propios - Juan Verdú nos habla de 'Llanto por Ignacio Sánchéz Mejías', de Enrique Morente


05 mar 2010


Enrique Morente ha grabado una versión de 'Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías' para el Museo García Lorca. Juan Verdú nos habla de este homenaje (05/03/10).

***Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, recita Ramón Fernández



Subido por el 18/01/2009
"Llando por Ignacio Sánchez Mejias" de Federico García Lorca. Ignacio fue un torero sevillano (1891-1934), de muerte le cogió un toro en la plaza de Manzanares el 11 de agosto de 1934. Recita Ramón Fernández "Palmeral".

 Llanto por Ignacio Sánchez Mejías
de Federico García Lorca


A mi querida amiga Encarnación López Júlvez.

1. La cogida y la muerte

A las cinco de la tarde
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.

El viento se llevó los algodones
a las cinco de la tarde.
Y el óxido sembró cristal y níquel
a las cinco de la tarde
Ya luchan la paloma y el leopardo
a las cinco de la tarde.
Y un muslo con un asta desolada
a las cinco de la tarde.
Comenzaron los sones de bordón
a las cinco de la tarde.
Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.
En las esquinas grupos de silencio
a las cinco de la tarde.
¡Y el toro solo corazón arriba!
a las cinco de la tarde.
Cuando el sudor de nieve fue llegando
a las cinco de la tarde,
cuando la plaza se cubrió de yodo
a las cinco de la tarde,
la muerte puso huevos en la herida
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.
A las cinco en punto de la tarde.

Un ataúd con ruedas es la cama
a las cinco de la tarde.
Huesos y flautas suenan en su oído
a las cinco de la tarde.
El toro ya mugía por su frente
a las cinco de la tarde.
El cuarto se irisaba de agonía
a las cinco de la tarde.
A lo lejos ya viene la gangrena
a las cinco de la tarde.
Trompa de lirio por las verdes ingles
a las cinco de la tarde.
Las heridas quemaban como soles
a las cinco de la tarde,
y el gentío rompía las ventanas
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.
¡Ay, qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!
   

2. La sangre derramada

¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.

¡Que no quiero verla!

Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!

No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué buen serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.

¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!

No.
¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.
¡¡Yo no quiero verla!!


3. Cuerpo presente

La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.

Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas,
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la sangre.

Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.

Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.

Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve,
se calienta en la cumbre de las ganaderías.

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.

¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.

Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos:
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.

Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.

Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.

Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado.

No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!


4. Alma ausente

No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.

No te conoce el lomo de la piedra,
ni el rasgo negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y montes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.

Porque, te has muerto para siempre
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.

No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.
(1935)

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JOSE CARLOS ROSALES
Probablemente sea este largo poema, el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías escrito en el otoño de 1934 y publicado durante la primavera del año siguiente, el mejor lugar donde percibir con deslumbrante nitidez no sólo las capacidades expresivas más características de Federico García Lorca, sino el sorprendente grado de plenitud y perfección que su mundo literario había alcanzado en la década de los años treinta, años de satisfecha madurez creadora, tanto en el campo del teatro como en el de la poesía. Aunque en esta fase la producción lírica lorquiana no fuera tan extensa como en épocas anteriores, el valor sostenido de sus hallazgos, el dominio de sus propios recursos estéticos, el sólido sentido humano de sus aciertos hacen que esta etapa poética pudiera calificarse sin exageración alguna como la edad dorada de la poesía de García Lorca, etapa en la que, entre otros logros, estaría incluido, junto al Llanto, el valioso Diván del Tamarit.

En este marco de plenitud, el año 1934 sería uno de los más significativos. Los primeros meses discurrieron en Sudamérica: numerosos recitales y conferencias diversas, estrenos clamorosos en Argentina, entrevistas constantes y homenajes sucesivos que culminaron, en Buenos Aires, a finales de marzo, antes de su regreso a nuestro país, con la proclamación de Federico García Lorca como embajador de las letras españolas en una sesión pública constituida por destacados representantes de todas las repúblicas hispanoamericanas. A partir de la primavera de ese año, ya en España, el autor del Llanto desarrolló una actividad incesante. Enfrascado en su ascendente carrera teatral, colaborador incansable en revistas y periódicos, entregado a las labores pedagógicas y culturales de la compañía universitaria de teatro La Barraca, García Lorca era un autor atento a todo lo que se movía a su alrededor, un autor rebosante de ideas y de proyectos estéticos, un autor, en fin, maduro, plenamente maduro.

Y ese año, el 11 de agosto, en la plaza de toros de Manzanares, fue cogido de muerte el torero y amigo Ignacio Sánchez Mejías, que, tras una interminable agonía, murió dos días más tarde en Madrid. No es difícil suponer que, fuertemente impresionado por la trágica noticia, García Lorca comenzaría muy pronto a trabajar en la redacción de esta emocionada elegía, un poema que, trabajado y corregido sin desmayo, leyó en la casa de algunos amigos en noviembre y diciembre de aquel año y cuyo original entregaría, en enero de 1935, en la imprenta de la revista Cruz y Raya. Pero antes de acercarnos y releer estos versos, sería conveniente no perder de vista una cuestión primordial, la de comprender el poderoso significado que subyace bajo la figura de Sánchez Mejías.

No se trataba simplemente de un torero amigo. La figura de Ignacio Sánchez Mejías suponía bastante más, era un torero muy cultivado, un verdadero intelectual, que, como bien ha indicado el profesor Miguel García-Posada en su edición del Llanto, ‘encarnaba un modo de vitalismo que no está aislado de la cultura de su tiempo’ y, además, presentaba ‘una personalidad de abultado relieve’. Admirador de Góngora y de la nueva poesía que anunciaban Lorca y sus amigos, Sánchez Mejías costeó y organizó el famoso homenaje de diciembre de 1927, en Sevilla; amigo de escritores y poetas y asiduo lector de Sigmund Freud, estrenó un par de dramas de tono surrealista, Sinrazón, en marzo de 1928, y Zayas, en agosto de ese mismo año. No cabe duda, creemos, que, tras la herida que produce su trágica muerte en muchos de los poetas del 27 (Alberti, por ejemplo, le dedicó la elegía de Verte y no verte publicada asimismo en 1935), no se esconde tan sólo el dolor por la pérdida de alguien próximo y entrañable, se esconde también el profundo desgarro interior por la temprana derrota de un propósito existencial arriesgado y vitalista que, ampliamente compartido por la generación de García Lorca, estaba simbolizado de algún modo en la persona del torero Ignacio Sánchez Mejías. Interpretar las estrofas del Llanto como una elegía limitada en exclusiva a cantar la pérdida de un ser querido es una restricción notable del sentido último de este largo poema.

Pues Lorca en estos versos no celebra sólo la memoria del apreciado amigo muerto, sino que también canta la derrota imprevista de una empresa vital de la que se sentía cómplice y partícipe. Sin esta apreciación previa, la lectura del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías perdería una parte importante de su significado, de su valor.

La muerte y la derrota de Sánchez Mejías no es simplemente la muerte y la derrota de un torero, es, sobre todo, la ocasión para constatar el carácter inevitable de la muerte y la derrota posible de toda tentativa humana.

No es de extrañar que, dada la formación musical de Federico García Lorca, en la estructura del Llanto puedan rastrearse semejanzas evidentes con la organización interna de una sinfonía. Bajo este planteamiento, las cuatro partes del poema se corresponderían con las de una sonata en la que a través de los sucesivos tempos quedan patentes los distintos matices anímicos y sentimentales. Así, la primera parte, titulada La cogida y la muerte, y organizada en torno a un estribillo monocorde, es una introducción rápida y obsesiva en el presentimiento insolente de la muerte: ‘Una espuerta de cal ya prevenida/a las cinco de la tarde’. Ciertas dosis de calculada confusión, la multiplicidad de planos y sensaciones, y la certeza de una realidad trágica que se impone sin escapatoria posible inundan este primer poema. El aparente desorden apenas si se deja encauzar por ese octosílabo insistente de a las cinco de la tarde, un verso que poco a poco va provocando en el lector la sensación de una punzante letanía ritual y profana.

En la segunda parte del Llanto, bajo el título de La sangre derramada, nos encontramos con un poema arromanzado que nos recuerda la atmósfera de algunas de las páginas del Romancero gitano. Un inquietante clima onírico, salpicado de ecos manriqueños –por ejemplo, los elogios y la enumeración de las virtudes del héroe–, nos muestra la lucha desgraciada de Ignacio Sánchez Mejías con la muerte y el derramamiento de su sangre por todo el universo: ‘Y su sangre ya viene cantando:/cantando por marismas y praderas,/resbalando por cuerpos ateridos,/vacilando sin alma por la niebla,/tropezando/con/miles/de pezuñas/como una larga, oscura, triste lengua,/para formar un charco de agonía,/junto al Guadalquivir de las estrellas’. Una sangre que es la de Ignacio Sánchez Mejías pero que también es la sangre del ambicioso y culto vitalismo que el torero sevillano representaba, una sangre cuya visión el poeta no quiere ni puede soportar porque le confirma la inutilidad imperturbable de la muerte: ‘¿Quién me grita que me asome?/¡No me digáis que la vea!’.

Cuerpo presente, la tercera parte del poema, con sus 49 alejandrinos blancos y solemnes, es una pausada meditación sobre la muerte universal y constante, una despedida serena del amigo, una aceptación dolorida de ese cuerpo presente que evidencia la incomunicación absoluta e irremediable entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos: ‘Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,/con una forma clara que tuvo ruiseñores/y la vemos llenarse de agujeros sin fondo’.
La elegía se cierra con Alma ausente, especie de contrapunto al poema anterior y eficaz herramienta que, apoyándose en la palabra poética, persigue y consigue salvar a Ignacio Sánchez Mejías de la segunda muerte, la del olvido: ‘Yo canto para luego tu perfil y tu gracia./La madurez insigne de tu conocimiento’. En esta última parte del Llanto, hábil conjunción de elementos épicos y líricos, se contempla el cuerpo apagado del torero y se intuye la proximidad mezquina del olvido: ‘Pero nadie querrá mirar tus ojos/porque te has muerto para siempre’. Sin embargo, el poeta opone la tenaz resistencia de sus versos y se obstina en levantar un monumento funerario capaz de desafiar la labor corrosiva del tiempo y de la muerte: ‘No te conoce nadie. No. Pero yo te canto’. La poesía como única manera de vencer al olvido y al tiempo, de vencer a la muerte.

Señalemos para terminar que el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías es una compleja y equilibrada síntesis de los hallazgos y recursos estéticos más logrados de Lorca. Ciertas dosis de elementos gongorinos y vanguardistas, una palpable actitud rehumanizadora, un fresco vitalismo, una sabia contención formal y sentimental, una elaborada mitificación de lo andaluz, un distanciamiento riguroso del costumbrismo vacuo, una rica complejidad simbólica, la soberanía de sus imágenes y metáforas, la ambiciosa concepción del conjunto, la profunda riqueza de su lenguaje, la amplitud de registros y la sencillez aparente de su arquitectura interior hacen que el Llanto sea un poema enormemente valioso dentro de la producción poética lorquiana y dentro de toda la poesía española. Tal vez, como señalábamos al principio de estas líneas, éstos sean los mejores versos de Federico García Lorca

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Ignacio Sánchez Mejías: El Torero del 27, en "Retratos"


Subido por el 27/07/2009
Nació en Sevilla, 6 de junio de 1891 y murió en Madrid el 13 de agosto de 1934. Su figura trascendió del ámbito taurino, ya que fue también escritor y miembro destacado de la Generación del 27.
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Sevilla, 6 de junio de 1891
Debut en público: como banderillero en la plaza de Corelia y en la de México. Vuelve a España con Fermín Muñoz, Corchaíto, ingresando en su cuadrilla.
Debut en Las Ventas: 13 de septiembre de 1913. Con Luis Suárez, Magritas, y Larita. Novillos de Fernando Villalón.
Temporadas 1914 y ss.: lidia novillos y banderillea en múltiples plazas importantes. Ingresa en la cuadrilla de Joselito.
Temporada 1918: vuelve a lidiar con la espada, con éxito en la Monumental de Sevilla el 18 de agosto
Alternativa: el 16 de marzo de 1919, en Barcelona. Padrino: Joselito. Testigo: Juan Belmonte. Reses de Vicente Martínez (salió a hombros por la puerta Grande).
Confirmación en Madrid: en la corrida de Beneficencia, de la temporada 1920. Padrino: Joselito. Testigos: Juan Belmonte y Varelito. Reses de Vicente Martínez.
Temporada 1920: acompañaba a Joselito en el cartel el 16 de mayo en Talavera, cuando tuvo lugar la mortal cogida. Sánchez Mejías dio muerte a "Bailaor", el toro causante de la muerte de Joselito.
Temporada 1927: anuncia su retirada, para dedicarse a la literatura y al teatro. El 24 de marzo de 1928 estrena con éxito, en el teatro madrileño Calderón, la obra "Sinrazón", con la compañía teatral de María Guerrero.
Temporada 1934: lidia el 15 de julio, en Cádiz. Con toros de Domecq, acompañado de Niño de la Palma y Pepe Gallardo. El 11 de agosto sustituye en Manzanares (Ciudad Real) el matador Domingo Ortega en corrida de Ayala, con Armillita y Corrochano, y del rejoneador Simâo da Veiga. Resultó gravemente cogido, falleciendo en Madrid el día 13. 


La Generación poética del 27, convocada por el Ateneo de Sevilla a instancias de Sánchez Mejías. Idígoras y Pachi así "retrataron" la famosa fotografía
Tuvo gran amistad con el poeta Federico García Lorca y fue impulsor de la Generación poética del 29, fundamental en la historia de la poesía española. García Lorca le inmortalizó en el poema "Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías".
Otros datos: de niño juega a torear con Joselito el Gallo, cuatro años menor que él, en la finca del padre de Sánchez Mejías. Después marcha a México, como polizón, y trabaja en el campo para ganarse el sustento. Llegó a ser cuñado de Joselito. Fue presidente del Real Betis Balompié. Su hijo José Ignacio Sánchez Mejías también fue matador de toros.
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EL  LLANTO  POR   IGNACIO SÁNCHEZ  MEJÍAS

Rafael Dieste.       
I
Introducción
Entre las diversas interpretaciones que se han realizado del Llanto, unas hacen hincapié en lo alegórico y otras en lo biográfico. Entiendo que el abordaje de este poema no debería prescindir de ninguna y que, además, tendría que enriquecerse -cuando el texto así lo iluminase- con el análisis estilístico.

Quienes destacan la importancia de las circunstancias histórico-politicas que habrían de sobrevenir a la fecha de composición del poema (1934, aunque publicado en 1935), lo ven casi como una premonición alegórica de la Guerra Civil, de la muerte de la República Española y de la toma del poder por las fuerzas franquistas. La imagen del toro, entonces, representa la destrucción, la Muerte, y también el fascismo con su acción bélica, social y política, particularmente devastadora y cruel. Con el mismo alcance simbólico aparecerá el toro en la obra de Picasso, a partir sobre todo del «Guernica». Estas circunstancias histórico-políticas comprometen inevitablemente a García Lorca, quien asume una posición muy clara a favor de la República. Es decir que lo biográfico se entrecruza con lo histórico, y de este modo algunos han querido ver en el Llanto una suerte de anticipado testimonio o vaticinio testimonial sobre el desenlace trágico de la corta vida del poeta. «García Lorca fue asesinado -dice Ian Gibson- por un sistema cuyo objetivo principal era aterrorizar a la población granadina y aplastar toda posible resistencia al Movimiento, cualquier contacto tendiente a recuperar el terreno súbitamente perdido por los leales a la República». Y agrega luego: «Los sublevados estaban decididos a matar a todos los partidarios del Frente Popular, a todos los «rojos», reales o imaginados. Entre ellos [...] destacaba García Lorca, tanto por su conocida postura política, adoptada abiertamente con republicanos e izquierdistas de renombre. Hubiera sido difícil, nos atreveríamos a decir que imposible, el que Federico hubiera escapado de aquel holocausto».
Al poeta le estaba reservado, entonces, un destino trágico; él mismo en repetidas oportunidades así lo presintió. Como Vallejo, pudo imaginar el momento de su muerte o algunas circunstancias que rodearían a la misma, desde su temprano


«Si muero,

dejad el balcón abierto»
hasta su profética denuncia de Poeta en Nueva York:
........................................................................
«Cuando se hundieron las formas puras
bajo el cri cri de las margaritas,
comprendí que me habían asesinado.
Recorrieron los cafés y los cementerios y las
iglesias.
Abrieron los toneles y los armarios.
Destrozaron tres esqueletos para arrancar sus
dientes de oro.
Ya no me encontraron.
¿No me encontraron?
No. No me encontraron».
........................................................................
El Llanto se inscribe, por su género y temática, en una doble tradición de la lírica hispana: la que llora la muerte o ausencia de alguien y la que celebra al toro y su fiesta. En ocasiones elegía y tauromaquia se asocian y lo elegíaco puede inspirarse más en el toro (la víctima) que en el torero (el victimario). Un ejemplo de lo primero lo constituye el neobarroco volumen Poemas del toro (1943), de Rafael Morales. Recordemos el soneto titulado «Toro muerto»:



«Un trueno congelado es tu cabeza
que coronan dos rayos afligidos,
dos rayos silenciosos, detenidos
por la muerte que puebla tu fiereza.

Derribada cayó tu fortaleza,
tus bravos huesos míralos vencidos,
los mares de tu sangre convertidos
en un inmóvil llanto sin braveza.
La muerte ya la ves: un simple ruido,
una mano tenaz, febril, helada
sobre el amante corazón rendido.
Y mira qué inclemente y sosegada
juntó tu brava sangre y el olvido,
en ti implantando el reino de la nada».
En cuanto a lo segundo, el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías es elegía y apoteosis de la amistad, pero también un canto del «sentimiento trágico de la vida».
En su antología de la poesía sobre temas taurinos, José María de Cossío advierte que en ella y en cualquier otra que tenga por materia los toros y su fiesta, «nombres han de faltar, y de primer orden». Y a continuación aclara: «Pero estas ausencias es sumamente significativo que se produzcan en los momentos en que la poesía española es más dependiente de influjos extraños, y en los de mayor independencia, o si se prefiere nacionalismo, surja el tema prolíticamente. Faltan por ello los grandes nombres de los italianistas del siglo XVI, de los neoclasicistas del XVIII y los románticos del XIX».
La Generación del 27 tuvo una clara influencia de la poesía francesa y, por supuesto, del surrealismo. Si hubo, en ellos «nacionalismo», éste se expresó cívicamente a través de sus definiciones o adhesiones ideológicas; en el terreno estético, se manifestó en el neopopularismo de tendencia regionalista y tradicionalista, que cultivaron preponderantemente los poetas andaluces del 27. En el Llanto no hay un propósito de exaltar la fiesta de toros, lo folclórico, lo tauromáquico en sí, sino de exteriorizar la admiración y el dolor colectivos -porque éste es un Llanto colectivo, de toda una comunidad, de toda Andalucía- por la muerte de un hijo dilecto. El poeta expresa su dolor personal, pero se hace eco también del dolor de la gente y de la tierra andaluzas y, en este sentimiento solidario, telúrico y costumbrista encontramos ese «nacionalismo» al que aludía de Cossío. Solo que el crítico, por la perspectiva y centro de interés de su trabajo, reducía el «nacionalismo» al tema taurino o, mejor, que una de las expresiones de lo nacional hispánico -especialmente en los períodos «de mayor independencia» cultural -podía hallarse en la poesía que se interesaba por los «temas taurinos o adyacentes a la fiesta de toros». En el caso del Llanto, lo nacional está menos en lo taurino o regional que en la voluntad de ensalzar una figura eminentemente popular, con quien el poeta y otros intelectuales pertenecientes o vinculados a su generación estaban unidos por el afecto, valores e ideales compartidos.
En el Llanto, García Lorca consigue un extraordinario poema en el que se funden lo popular y lo culto, lo personal y lo universal, lo lírico y lo épico, las expresiones más directas y patéticas con imágenes de cuño surrealista, las formas populares y tradicionales de la poesía española (el romance), con el ritmo andaluz de «soleá» y con los metros de la épica medieval (alejandrino) y la poesía renacentista (endecasílabo). El resultado es de una fuerza estremecedora y de una contundencia lírica que hacen de este poema uno de los más grandes de la poesía española de todos los tiempos.
El poema se articula en cuatro momentos, cada uno de los cuales tiene un ritmo diferente, con una intensidad y hasta diríamos una textura distinta. El poema va de lo coyuntural («la cogida» y la peripecia de «la muerte») a lo más trascendente y despojado de lo accidental, lo eterno («Alma ausente»). Las dos primeras partes se ocupan de la repercusión individual y social de la muerte (plano terrenal), en tanto que las otras dos elevan la figura de Ignacio a la inmortalidad (plano metafísico).

II
La Cogida y la Muerte

«A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde».

Es claro que el poeta necesita de la precisión cronológica para aprehender de alguna manera la fatalidad. Existe en «La cogida y la muerte» una deliberada, explícita intención de subordinar aquello que naturalmente está por encima de la voluntad humana (la fatalidad, el azar, la muerte) al dominio y control de lo subjetivo, que aquí se encuentra en el ámbito de la emoción de la memoria. El poeta se ve desbordado por la emoción que le produce la muerte de su amigo y apela a su memoria para que ésta la contenga, constituyéndose en un punto de referencia consciente. La repetición obsesiva de la hora es un registro objetivo y consciente que va alternándose con la irrupción de imágenes que se agolpan en el inconsciente. El primer verso del poema («A las cinco de la tarde») es un enunciado objetivo, carente de verbo, que deja en vilo su dilucidación semántica, su continuidad anecdótica. Pero el poeta no quiere ir al suceso, a la noticia, a lo que ya se sabe (para eso están el rumor de la gente, la prensa, etc.). Apenas si en el segundo verso del poema («Eran las cinco en punto de la tarde») dinamiza el enunciado con la inclusión del verbo y una frase adverbial, logrando así involucrar -aunque de un modo implícito- el tiempo que transcurre para las personas y las cosas, y ese otro tiempo irrefrenable y soberano que rige nuestras vidas y nuestras cosas, más allá del reloj y su cronometraje.
El poema se inicia, pues, con una directa referencia al tiempo, el tiempo mensurable, concreto, exterior, y a este tiempo se enfrentará el tiempo de la conciencia del poeta, el tiempo de su recuerdo y, con él, aflorarán su emoción, su íntimo temblor, su desasosiego, de tal modo que todo quedará subsumido en su evocación, que es fruto de la tensión o el desfase entre el tiempo histórico, ya finito, y el tiempo interior o psicológico, potencialmente infinito, es el instrumento espiritual inevitable de toda gran elegía; y repárese que toda elegía empieza y termina con palabras que, ya explícita o implícitamente, aluden al acto de recordar y a la memoria, al dolor que causa en quien evoca la pérdida o muerte del evocado. Manrique comienza su «gran poema consolatorio» con la palabra «Recuerde» (que aquí es «despertar», pero también –no se olvide- «rememorar»), y el último vocablo de las «Coplas» es, significativamente «memoria»:
«[...] dejónos harto consuelo
su memoria».
La primera estancia del elegíaco lamento de Nemoroso culmina con los conocidos versos (que centran su réplica en su soneto):
«[...] por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría».
Y al final de su «dulce lamentar», el herido pastor suplicaba, en tono de pregunta, que ahora suprimo por la fragmentación arbitraria de la cita:
«[...] donde descanse y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte?»
Basten estos dos ejemplos clásicos para mostrar la actitud evocadora esencial de la elegía, su virtud de trasponer a la palabra poética una honda experiencia de dolor, encerrando el tiempo histórico en el recuerdo íntimo y a su vez liberando la emoción del recuerdo personal sujeto a ese tiempo histórico. García Lorca comienza su poema objetivando su recuerdo en la precisión cronológica; la actitud evocadora del poeta queda sobreentendida en la referencia temporal inscripta en el pasado. Al final del poema, en el último verso, podemos leer la palabra «recuerdo» (el «yo lírico» que dice «recuerdo») y lo recordado –suplantación poética del extinto, alusión metafórica al ausente- no es sino el alma del amigo que revive y se transubstancia en el aire impregnado de perfume de olivos andaluces:
                            «[...] y recuerdo una brisa triste por los olivos».
En «La cogida y la muerte», el poeta aparece «elaborando el duelo» o «tramitando» su pena, y esta posibilidad verdaderamente terapéutica se la ofrece la repetición obsesiva de la hora, con lo que consigue, en forma alternativa, contener su dolor y permitir el flujo de imágenes que crea su inconsciente. Lo uno está en el iterativo «a las cinco de la tarde», que oficia de «ritornelo» y tabique de contención emocional, mientras que lo otro lo dan las pulsaciones del inconsciente traducidas en imágenes poéticas. La anécdota en esta primera parte del poema es mínima, casi inexistente, porque ante la majestad de la muerte, más que los hechos del trajinar humano, lo que cuenta son las perdurables emociones que atesora el alma memoriosa; de ahí el verso:
                            «Lo demás era muerte y sólo muerte [...]».
Por eso las imágenes que se suceden, cuando no están presididas por el choque de contrarios, se ensortijan en siniestras tensiones o se yerguen en una expectación dramática. Quisiera citar tan solo un ejemplo de cada uno de estos casos, solo uno, porque en esta ocasión es imposible hacer una análisis exhaustivo de Llanto:
«Ya luchan la paloma y el leopardo [...]»:
..................................................................
«Cuando el sudor de nieve fue llegando [...]»:
........................................................................
«El cuarto se irisaba de agonía [...]».
Para terminar la consideración de «La cogida y la muerte», quiero detenerme brevemente en la imagen del toro y en el final de este primer poema. El toro es un animal que, desde la antigüedad más remota, en las diferentes culturas orientales y occidentales, entraña un simbolismo complejo, vinculado tanto a la luna como al sol, a la noción de fecundidad y virilidad, al sacrificio iniciático y a la muerte; incluso está relacionado con lo demoníaco y la maldad. En «La cogida y la muerte» hay tres referencias explícitas al toro. En la primera se resalta lo que es nervio y sustancia de la tauromaquia: la lidia, la lucha, el enfrentamiento ancestral del hombre con la bestia, la eventualidad de que los protagonistas del espectáculo, por obra y gracia del azar, cambien sus papeles preestablecidos, la dialéctica intrínseca a la condición humana –y el animal- de vida y muerte, muerte y vida. Para ser comprendido cabalmente, el verso donde se halla esta imagen presupone, por la elipsis, al anterior. Cito los dos, pero excluyendo el «ritornello»:
«Ya luchan la paloma y el leopardo [...]».
.................................................................
«Y el muslo con un asta desolada [...]».
.............................................................
Las dos imágenes restantes presentan al toro: la primera, en su soledad triunfal, pues el bóvido se ha quedado sin contendor, sin la cuota de irracionalidad bestial que le brinda por su parte el azuzador, y es así todo el símbolo de enardecimiento inútil, lo que Francisco Umbral ha llamado «mal superfluo»:
                            «¡Y el toro solo corazón arriba! [...]»:
la segunda imagen, de estirpe gongorina, exhibe toda la furia del toro en una metonimia magistral:
                            «El toro ya mugía por su frente [...]».
«La cogida y la muerte» es un poema circular, con movimiento de oleaje, en que el flujo y reflujo de imágenes y estribillo provocan en el lector un efecto embriagador, una especie de contradiálogo susurrado. Por eso estas cinco de la tarde están «en todos los relojes» y son «terribles» porque han dejado a la tarde «en sombra».
III
«La Sangre Derramada»
El segundo momento del Llanto es también un poema cíclico, en que el «leit-motiv» de la sangre despierta y entreteje las complejas emociones del poeta, de su pueblo y de su tierra. García Lorca, guiado por su intuición genial, acertó en la elección de la forma poética que prevalece en esta segunda parte de su elegía: el romance, de profundo arraigo en el pueblo español. Porque aquí el poeta se unirá en coro con su pueblo andaluz para cantar la común perplejidad ante la muerte, el hondo sufrimiento sin consuelo. Pero también nos dirá que, mientras la muchedumbre se siente morbosamente atraída por la sangre, él no querrá verla, ni siquiera furtivamente o arrastrado por la confusión. El título «La sangre derramada» alude al dolor compartido, compartido aun en sus diversas y contradictorias exteriorizaciones. Nosotros vemos la sangre de Ignacio –el ovacionado torero sevillano- expandirse por todas partes y coagularse al fin en un símbolo plural del miedo y el dolor, del asombro curioso y de la miseria humana.
Dijimos que el llanto en este poema es un llanto colectivo, del poeta y de su pueblo, que se vierte por Ignacio y para que a Ignacio llegue; la sangre del torero se derrama a su pesar sobre la tierra y busca a su gente y encuentra al poeta, justo a él que no quería verla y que a su pesar le canta ahora. La sangre está expuesta para que todos la vean, pero él rechaza categóricamente esa curiosidad vulgar:
«¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!»
Ya había invocado antes a la luna para que con su luz de mágica plata le quitase el recuerdo de «la sangre derramada», recuerdo que abrasa la magnífica rememoración de Ignacio:
«Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
............................................
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema».
No quiere verla porque no quiere ver a Ignacio muerto sino vivo, espléndido en el redondel de la plaza, mayestático con sus toros, no quiere verla porque se rebela contra la muerte que ha venido a destiempo a llevárselos un poco a todos. No quiere verla porque quiere sustraerse a la morbosidad gratuita.
El público en la plaza aclama a Ignacio, el gran torero. levanta su ronca voz al cielo que repite enfervorizada el nombre de su ídolo:
«Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas».
Pero el poeta se imagina a Ignacio –nuevo Sísifo de frustrada astucia- cargando su muerte, subiendo las gradas de la vida de la fama, con la ilusión, sin embargo, de hallar «el amanecer» o «su perfil seguro» o «su hermoso cuerpo». Y nada de esto halló porque la muerte lo ha abrumado con su peso.
«[...] y encontró su sangre abierta».
Es tiempo de morir y, en su muerte, el torero es presentado con la dignidad y la valentía, con la conciencia de quien sabe que es ya la hora de partir:
«No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca [...]».
Inmediatamente, y en forma gráfica, el poeta nos da el atávico gesto maternal que logra expresar al mismo tiempo la preocupación y alarma ante cualquier dificultad que padece el hijo, y la irresistible curiosidad maliciosa de querer ver la sangre. A la imagen de las madres, que nos remiten sin embargo a la vida primigenia y a la protección de la vida, se sumará el ahogado clamor de la tribunas que gritan al cielo su impotencia:
«[...] pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla».
De este modo tan sutil, y con la barroca imagen final –que estimo como una de las más ingeniosas del poema-, nos dice el poeta (nos sugiere) cómo ha muerto Ignacio Sánchez Mejías. En «La cogida y la muerte» nos decía que había muerto «a las cinco de la tarde»; acá, cómo ha muerto. Y ha muerto como un varón legítimo en su arte, héroe en la batalla derrotado por su antiguo, oscuro contrincante, que esta vez se ha cobrado largamente generaciones de toros sacrificados. Entonces, para restituirle al torero su heroísmo popular, para preservar su prestigio, el poeta iniciará su panegírico, la descripción de su ‘areté’, cincelando gradualmente un perfil épico de Ignacio que prepara al lector para recibir en «Cuerpo presente» y, especialmente, en «Alma ausente», a su torero cuya dimensión de hombre se inmortaliza, adquiriendo así una proyección metafísica que nos permite apreciar –como señala Cernuda- «la amplia significación humana y poética de la obra»:
«No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!»
Este pasaje, y en particular sus ocho versos finales, tiene evidentes reminiscencias del elogio que Manrique hace de su padre, el Maestre don Rodrigo, en las coplas 26 a 29, fundamentalmente. Dice el poeta castellano en la copla 26:
«Amigo de sus amigos,
¡qué señor para criados
y parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
¡Qué maestro de esforzados
y valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Qué benigno a los sujetos!
A los bravos y dañosos,
¡qué león!»
La única serie de versos de «La sangre derramada» en que, precisamente, no se menciona la sangre, es ésta, en la cual pudimos ver la evocación encomiástica del torero. En ella se encuentra en todo su esplendor vital, en su gloria aplaudida. En cambio, la referencia a la sangre implica la muerte, el dolor, la tristeza, en cierto sentido la heroicidad menoscabada de Ignacio. La última serie de versos de este segundo poema, en la que se combinan octosílabos con endecasílabos, comienza con el nexo adversativo «pero», que marca el contraste entre el elogio anterior y la subsiguiente nueva presencia de la sangre que lo entenebrece;
«Pero ya duerme sin fin!.
.......................................
Y su sangre ya viene cantando [...]».
El adverbio de tiempo «ya», como actualizador que es, nos da la presencia actual, insoslayable de la muerte, de la sangre. Esta «canta», «resbala», «vacila», «tropieza», «forma», se mete en todas partes; su continuidad y persistencia (que subrayan los gerundios) la derrama por la tierra andaluza, convirtiéndola en «una larga, oscura, triste lengua», que apetece la vida que ella ya no tiene.


«[...] para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas».
Es una sangre en trance de muerte que va buscando, cada vez más exangüe y entristecida, un aliento de vida que la naturaleza no puede darle o. quizá, no quiera darle, porque esta sangre se ha derramado en el imprudente intento de violentar un orden cósmico, que ahora la contempla con cierta indiferencia ante la imposibilidad de integrarla a él. Por ello la negativa rotunda y anafórica del poeta a querer verla: porque sabe, con toda la hondura de su espíritu, con su decencia, que esta sangre ha sido derramada impropia e innecesariamente:


.................................................................
«No.
¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
que no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No,
¡¡Yo no quiero verla!!»
IV
«Cuerpo Presente»
El título de este poema recoge, sin duda, toda una tradición cristiana, que en España y otras naciones se ha manifestado desde antiguo bajo el peculiar extremo de estar frente al muerto mirándolo, y hasta tocarlo y besarlo. Si bien la exposición del cadáver puede ser la instancia inmediata por la cual los deudos y amigos del difunto expían su dolor, a menudo se ha querido ver en ello –más allá y más acá del ritual religioso- una proclividad sadomasoquista propia de algunas culturas. El «cuerpo presente» del muerto es, además, un «topoi» de los «plantos» o «defunciones» medievales, y así aparece con sus notas características en la que se ha dicho es la primera elegía española: el «planto» del Arcipreste de Hita a la muerte de Trotaconventos.
El poema se abre al lector con un abanico de símbolos telúricos, alquímicos y mitológicos, que el autor despliega para que conozcamos su universo mítico-poético y comulguemos con él. Hierofante moderno, nos invita en «Cuerpo presente» a participar en la consagración litúrgica del inmolado. Y para celebrar su culto, el poeta se vuelve deliberadamente hermético, puebla su oficio con imágenes surrealistas, invoca a los cuatro elementos, al azufre alquímico y también bíblico, al Minotauro, cuyo mito –según Chevalier y Gheerbrant- «simboliza en su conjunto «el combate espiritual contra el rechazo»:
«Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro».
El poeta es perfectamente coherente en su creación: a su esoterismo espiritual corresponde su hermetismo estético, necesita del misterio para celebrar su oficio, porque éste no hace sino consagrar el máximo misterio, el original y último misterio: el de la muerte. Está Ignacio ahora supino, sobre el pétreo altar, fundiéndose cósmicamente con la naturaleza; en «La sangre derramada» era él quien, con un impulso inerte, mortecino, iba a la naturaleza buscando un lugar, que aún no podía tener, pero ahora, en «Cuerpo presente», es la naturaleza quien lo busca a él porque ya es tiempo de estar en su seno, así lo quiere sabiamente ella:
«[...] La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido [...]».
Nosotros y el poeta asumimos, arrobados, a este espectáculo de desintegración, a la metamorfosis ineluctable por la que nuestro ser se multiplica identifícándose con el cosmos. Pero el poeta no encuentra paz en su alma, aun sabiendo que Ignacio ha entrado definitivamente en la inmortalidad. «Ya se acabó», repite dos veces, y se ha hecho la pregunta que todos los mortales alguna vez nos hemos formulado: «¿qué pasa?». Sí. ¿Qué pasa ahora?, porque aunque la naturaleza nos demuestre con su vieja lección qué es pasar luego, la muerte sigue siendo un insondable misterio, el único misterio por el que, paradójicamente, vivimos; la muerte sostiene nuestra vida y le da su sentido último. Al pie de uno de sus dibujos, Federico escribió: «Sólo el misterio nos hace vivir. Sólo el misterio».
El poeta no se resigna a la desaparición física de Ignacio; es muy fuerte el contraste que en él aguijan el recuerdo de un Ignacio glorioso, de cuerpo entero en la plaza multitudinaria, y este otro Ignacio, ya en proceso de descomposición:
..............................................................................
«Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo».
Pide a «los hombres de voz dura», a los más recios –o que así lo parecen-, capaces de arrostrar a la muerte, que vengan en su ayuda para liberar al torero del yugo tenaz. Aunque para él Ignacio carga «un cuerpo sin posible descanso», porque este cuerpo que toreaba a la muerte la ha encontrado en la violencia y ahora sufre el castigo de no tener paz, quiere, no obstante, ver a Ignacio en la armonía, lejos del mal y del miedo:
«Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.
Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros».
En todo caso, el poeta aspira a que su amigo pueda entrar en un estado de «ataraxia», cósmica, «que se pierda» –como insiste- en un limbo natural, donde lo que importa es la quietud y la espera:
«Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado».
Y en esa imperturbable espera de una redención posible, el poeta, que ha iniciado su catarsis, la quiere también para Ignacio, que ha de aceptar ahora su muerte y saber convivir con ella; él, que tantas veces la había desafiado en su arte terrible cuyo pináculo es la muerte del toro. Quiere que Ignacio esté lejos, distante del fragor taurino, para que se reconcilie con su muerte y ésta le permita reposar, aun cuando la energía que irradia Ignacio, como la del mar, le viene de la muerte, que ha alimentado su vida terrenal y alimentará ahora su vida sobrenatural. Para Federico, Ignacio es un ser esencialmente trágico, torero de la Muerte que la muerte ha encontrado, y que solo en ella y desde ella hallará su salvación:
«No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También muere el mar!»

V
«Alma Ausente»
«Alma ausente» es el último poema del Llanto. Está estructurado en estrofas de cuatro versos, excepto una. En las cuatro primeras (que corresponden a la primera parte o primer momento del poema), García Lorca alterna tres endecasílabos con un estribillo eneasílabo; en las dos restantes emplea el alejandrino nuevamente. Tal irregularidad métrica del Llanto, le conviene al poeta para pautar las variaciones rítmicas del poema, que están estrechamente ligadas a una sensibilidad y a los pujos de la emoción en cada uno de los cuatro momentos del Llanto. Asimismo, respecto a la sensorialidad de sus imágenes –tan fecunda y hermanada con la de la poesía arábigo-andaluza-, todo el poema ofrece una amplia gama de sensaciones a través de tropos, símbolos, comparaciones, algunas hipérboles, sinestesias, prosopopeyas e imágenes cromáticas, que se relacionan con un paisaje que oscila entre lo vernáculo y lo cósmico.
En «Alma ausente» se reitera, por un lado, el concepto de la no presencia definitiva de Ignacio, de su ausencia radical y concluyente, pues Ignacio ha desaparecido ontológicamente de su realidad y entorno habituales (las cuatro estrofas iniciales: primera parte del poema); por otro, la voluntad humana y el designio poético de cantar y proclamar la singularidad preclara de Ignacio, su memoria inmortal (últimas dos estrofas: segunda parte de «Alma ausente»). Se contrapone así a esa agnosia de su tierra y su gente, a ese olvido implacable en que sucumben «todos los muertos de la Tierra», el reconocimiento expreso del poeta, su evocación profunda plasmada en la poesía. El verso que sirve de gozne a esas dos partes contrapuestas es el que dice:
«No te conoce nadie. No. Pero yo te canto».
Tal es el desconocimiento y olvido que sobrevienen a los muertos que pronto los sepulta la ignorancia cósmica, y hasta el propio recuerdo del que ha expirado no puede revelarse a sí mismo porque no encuentra al ser:
.........................................................
«No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre».
Este segundo verso, estribillo de la primera parte de «Alma ausente», no oculta cierto nihilismo en Federico García Lorca, que está en consonancia con su formación intelectual y con el ambiente refractario a compromisos religiosos, que el poeta frecuentó durante su estancia en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Tal vez por ello, en el fondo de este Llanto palpite entre las sombras de la angustia el sentimiento de que Ignacio no puede redimirse, como sí lo consigue Federico por medio de la poesía. Aunque el poeta lo reivindique y reconozca sus virtudes, aunque crea en la bondad esencial de su amigo, éste se mantiene aún como una entidad fantasmagórica, alma en pena que vaga sola por los olivos.
Ignacio es incomparable, Ignacio es Sevilla, pero también la Granada del poeta, y su alma está en toda Andalucía como Andalucía está en toda su alma. El poeta necesita reivindicar al torero para reivindicarse a sí mismo, pero, sin embarcarse en valoraciones o juicios éticos, quiere reivindicar y redimir a Ignacio de su ineludible condición mortal; por eso le canta y glorifica «con palabras que gimen», por eso recuerda en esta elegía su alma errabunda: para hacerlo eterno, inmortal y con la inmortalidad de Ignacio acceder él a la suya propia, con su poesía y por su poesía. Los versos finales del poema establecen la identificación espiritual plena del poeta con su amigo, al que inconscientemente emula:
«Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría».
Hasta qué punto sospechó Federico que con su poema podía estar labrando la inmortalidad de Ignacio y, con ella, su propia inmortalidad enriquecida, no lo sabemos, aunque lo intuimos. De todas maneras, las célebres palabras que Federico pensó y generosamente escribió para su amigo, hoy, a cien años y seis días de su nacimiento, se justifica seriamente que todos las pronunciemos pensado en el poeta:
«Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura».

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