lunes, 21 de mayo de 2012

LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA


Fuente: http://elpais.com/

LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA

El declive del ciclo socialdemócrata - 21 MAY 2012

La socialdemocracia entra en crisis al romperse la alianza entre la clase media y la de los trabajadores industriales
¿Asistimos al final del ciclo histórico de hegemonía progresista? Para entender la decadencia de la socialdemocracia puede ser útil atender los planteamientos sociológicos de Colin Crouch (La postdemocracia, Taurus, 2004) o Emmanuel Todd (Después de la democracia, Akal, 2010), que analizan su declive en clave infraestructural. Según esta perspectiva, por socialdemocracia puede entenderse la coalición histórica que se construyó entre el movimiento obrero organizado y las nuevas clases medias de funcionarios, empleados de servicios y profesionales por cuenta ajena (no confundir con las viejas clases medias de agricultores, comerciantes, artesanos y profesionales autónomos). Los intereses de ambos bloques no tenían por qué coincidir, al estar separados por la barrera de su desigual dotación en capital humano: en el movimiento obrero predominaban los estudios primarios y la formación profesional mientras que las nuevas clases medias poseían titulaciones secundarias y superiores, actuando en origen el bachillerato como barrera de clase. De ahí el tradicional desencuentro entre trabajadores de cuello blanco y de cuello azul, que históricamente se reflejó en la desconfianza entre el reformismo socialista de extracción burguesa y el revolucionarismo obrero de anarquistas o comunistas. Pero esa distancia de clase pudo ser salvada mediante el acuerdo socialdemócrata que estableció un pacto de mutua colaboración entre ambos bloques para unir sus fuerzas conquistando el poder por medios pacíficos y electorales.
Un acuerdo mediante el que la parte obrera (blue collars) aceptaba supeditarse al liderazgo burgués (white collars) a cambio de que el gobierno común garantizase a todas las clases populares su acceso a los canales de movilidad social ascendente e igualdad de oportunidades. Este programa común que selló la coalición entre la clase obrera industrial y las clases medias urbanas es el que pudo desarrollarse en toda Europa tras la segunda guerra mundial, dando lugar a los célebres treinta años gloriosos (1945-1975) que crearon la sociedad de la afluencia presidida por el Estado de bienestar. Y lo menos que puede decirse es que semejante programa común se vio coronado por el éxito más completo. Pues en efecto, la coalición socialdemócrata conquistó el poder y se mantuvo en él por varias legislaturas mientras a la vez se desarrollaban los mecanismos meritocráticos que extendieron a todas las clases sociales la escolarización tanto secundaria como universitaria, además del resto de derechos sociales (salud, pensiones y servicios universales).
La socialdemocracia ha muerto como consecuencia imprevista de su propio éxito
Ahora bien, si consideramos el inicio de la década de los 70 como el apogeo del ciclo socialdemócrata es porque a partir de esa fecha comenzó su progresivo declive, asociado al impacto de la crisis económica internacional tras el choque petrolífero de 1974. Una crisis que también modificó el sistema capitalista, pasando del modelo keynesiano afín al estatalismo socialdemócrata al modelo monetarista afín al planteamiento liberal-conservador partidario del libre mercado. No obstante, tras ciertos retrocesos iniciales, la socialdemocracia se pudo recomponer mediante la denominada Tercera Vía de adaptación al mercado que teorizó el sociólogo Anthony Giddens, logrando resistir en el poder hasta bien entrado el siglo XXI. Pero finalmente, el estallido de las sucesivas burbujas crediticias (punto.com en 2001, hipotecas subprime en 2007, eurodeuda en 2010) ha terminado por alejar cada vez más a la socialdemocracia del poder, aunque ocasionalmente todavía gane ciertas elecciones. En suma, todo indica que el declive de la socialdemocracia ya se ha consumado. ¿Cómo se puede explicar su decadencia aparentemente irreversible? Exploremos algunas razones.
La primera explicación es infraestructural y se debe al debilitamiento ineluctable de uno de los dos bloques fundadores de la coalición socialdemócrata: la clase obrera. Como consecuencia del advenimiento de la sociedad postindustrial teorizado por el sociólogo Daniel Bell, se ha producido una creciente desestructuración del sistema de clases que ha fragmentado y descompuesto a todas ellas. Pero sobre todo, la que ha sufrido ese proceso de desarticulación en mayor medida ha sido la vieja clase obrera de trabajadores industriales o blue collars, que ha visto reducirse sus efectivos en términos absolutos y relativos, obligando a sus hijos a desertar de ella mientras asistía a la llegada de nuevos contingentes inmigrantes de trabajadores manuales sin cualificar destinados a la agricultura, la construcción y los servicios personales. Por tanto, las clases medias cualificadas ya no tienen nada que ganar manteniendo su coalición con las clases industriales en retroceso, y de ahí que tiendan a romperla cayendo en una creciente volatilidad electoral. Sobre todo si tenemos en cuenta que también ellas han perdido gran parte de su poder e influencia, aunque no en términos cuantitativos pues siguen siendo las más numerosas, pero sí cualitativos como vamos a ver.
Y es que la otra explicación del declive de la izquierda resulta paradójica, pues podría decirse que la socialdemocracia ha muerto (o al menos se extingue) como consecuencia imprevista de su propio éxito. En efecto, el desarrollo del Estado de bienestar, con su provisión universal de derechos sociales, ha generado dos efectos no queridos que han resultado contraproducentes para la coalición socialdemócrata. El primero es que, al ofrecer servicios públicos de protección social provistos por redes formales administrativas, ha suplido primero y ha terminado por sustituir después a las redes sociales informales de confianza, solidaridad y compromiso colectivo (grupos de ayuda mutua, movimiento asociativo, etcétera) que antes articulaban el tejido social dotándolo de espesor y densidad cívica. En consecuencia, tanto las clases trabajadoras como las clases medias urbanas han ido viendo cómo se devaluaba y amortizaba su anterior capital social, pasando a disgregarse y atomizarse hasta caer en el aislamiento de la individualización y el familismo amoral. Algo que no puede ser compensado por las redes virtuales tipo Facebook que comercializa el marketing de la industria digital.
Habría que regenerar el capital social de la izquierda
Y la segunda consecuencia no querida del éxito socialdemócrata es la devaluación del sistema educativo a causa de su democratización universal, que ha terminado por amortizar su potencial meritocrático. Cuando sólo la clase media cursaba estudios superiores, sus títulos eran muy apreciados porque dotaban de un fuerte impulso selectivo hacia la movilidad ascendente. En cambio, cuando la universidad se masifica y amplía a todas las clases sociales, sus títulos dejan de ser selectivos y por tanto se devalúan al dejar de proporcionar movilidad ascendente: es el fenómeno del mileurismo (o depreciación de los profesionales urbanos) que surge cuando la inversión académica en titulación superior ya no puede rentabilizarse tanto en el mercado de trabajo. Y este efecto contraproducente, que está devaluando la meritocracia y amortizando el capital humano, es el que más ha hecho por romper la anterior coalición socialdemócrata entre trabajadores de cuello azul y profesionales de cuello blanco, al perder aquellos su capital social y estos su capital humano. En suma, como señala Todd, la socialdemocracia ha entrado en decadencia porque las clases medias tituladas, por temor a su desclasamiento, han dejado de solidarizarse con los trabajadores sin titular: de ahí su rebelión fiscal, su cinismo político y su transfuguismo electoral.
¿Es irreversible el declinar del ciclo socialdemócrata? ¿O cabe esperar que se reactive por efecto de una nueva oscilación pendular? Si el anterior análisis es acertado, la recuperación de la socialdemocracia exigiría tres requisitos difíciles de reunir. Ante todo se debería recuperar la revalorización del trabajo como fuente de realización personal, tras caer en el desprecio a causa del consumo mimético. Después habría que regenerar el capital social de la izquierda, reconstruyendo sus redes informales de confianza y reciprocidad, lo que exige superar el sectarismo amoral y la xenofobia etnocéntrica. Y además se precisa un nuevo tipo de liderazgo tipo 15M, capaz de tender puentes interculturales creando nuevas coaliciones mayoritarias. Factores que podrían entrar en reacción sinérgica si la crisis actuase como agente catalizador. Pero ello no resultará posible sin una estrategia que anude compromisos con posibles aliados, un proyecto que visualice metas comunes a alcanzar y un relato que lo haga creíble despertando emociones entusiastas. Es el puerto prometido que aguarda más allá del sombrío horizonte actual.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.


 Desmoronamiento de la socialdemocracia


Francisco Paz Baeza Málaga  cartasaldirector -21/05/2012
 ¿Está agonizando el “Estado social y de bienestar” tal como se propugna en nuestra Carta Magna? Incluso pensando que la idiosincrasia americana ha permeabilizado nuestros hábitos gastronómicos, culturales y empresariales a través de una especie de “efecto macdonalización” que nos ha empapado del repelús americano al Estado intervencionista y al pago de impuestos, debe haber razones más profundas para el desmoronamiento de la socialdemocracia en nuestro viejo continente.
El “economicismo” ha calado durante los últimos 30 años hasta el tuétano de nuestras sociedades. Ya no nos preguntamos si una iniciativa es buena o mala en términos éticos, sino ¿es eficiente? ¿es productiva? ¿afecta al déficit? Hemos pasado de consideraciones morales y humanistas a fríos términos de pérdidas o ganancias.
¿Es moral la supresión de las ayudas a los parados? ¿Éticas, esas pensiones de subsistencia de la mayoría de nuestros ancianos? No, pero supone un ahorro para las arcas del Estado. ¿Es social la política de privatizaciones? Tampoco, pero inyecta liquidez al Tesoro. Pero si el Estado, incluso con gobiernos socialdemócratas, nos abandona a nuestra suerte y privatiza sus responsabilidades para con nosotros, ¿Qué vínculo mantenemos con aquel? ¿Qué nos queda del concepto de sociedad? ¿Solo individuos carentes de protección social y a expensas de la caridad del prójimo? Después de una década de espejismos, burbujas y cantos de sirena, la cohabitación de capitalismo y socialdemocracia está demostrando ser una falacia.
La ciudadanía no podemos rendirnos. Tocados quizá. pero no anestesiados. Es ahora cuando nuestra voz democrática debe hacerse oír más alta y clara que nunca.— Francisco Paz Baeza.


El mundo dirigido por el capitalismo posfinanciero está en una situación enloquecida: "No sabe adónde va, no le salen las cuentas pero por el camino destroza el tejido social", sostiene


 LA CUARTA PÁGINA

La socialdemocracia en su laberinto

http://elpais.com/elpais/2012/04/23/opinion/1335176747_779335.html
Los partidos que promovieron la insensata utopía de la desregulación crearon un monstruo que se vuelve contra ellos tanto como en contra de la socialdemocracia, en beneficio del populismo
José María Ridao 24 ABR 2012
No se necesitarían líderes políticos, sino experimentados hechiceros para elaborar, primero, y administrar, después, la pócima reconstituyente que desde diversos ámbitos se viene prescribiendo a la socialdemocracia. Mezclando ingredientes como la reafirmación de los valores tradicionales con excipientes como republicanismo o sostenibilidad, la fórmula magistral promete una pronta recuperación para la socialdemocracia y, por extensión, para las sociedades devastadas por la insensata utopía de la desregulación de los mercados. Quién sabe si semejante pócima llegará a destilarse alguna vez; de momento no pasa de ser un galimatías entre escolástico y farmacéutico que, si bien se mira, solo ha logrado un éxito tan rotundo como desconcertante: forjar una inane lengua de madera, sin otra utilidad que dar cuenta de la crisis de la socialdemocracia.
Los diagnósticos más habituales aseguran que la socialdemocracia está en crisis porque allí donde gobierna pierde las elecciones y donde está en la oposición no las gana. José María Maravall ha demostrado el error de esta percepción, de este diagnóstico, pero no importa: se trate o no de un error, la lengua de madera forjada para dar cuenta de la crisis de la socialdemocracia se ha enseñoreado de la totalidad del espacio público, permitiendo disfrazar como profunda controversia ideológica lo que, a fin de cuentas, no es más que una discusión con pretensiones sobre estrategia y propaganda electoral. Una discusión planteada, además, en términos suicidas. Porque ¿de verdad puede creer alguien, así sea un gurú de la modernidad o un intelectual orgánico encuadrado en un think tank, que los partidos socialdemócratas pueden ganar elecciones prometiendo empleabilidad, flexiseguridad, gobernanza global y otros aparatosos modismos frecuentes en la lengua de madera en circulación, que nada explican y que nada resuelven porque, en realidad, no significan nada?
La socialdemocracia no está en crisis; lo que está en crisis es la economía, la política, la cultura y, en fin, la sociedad en su conjunto, tras varias décadas de aplicación intensiva de las políticas inspiradas por la insensata utopía de la desregulación de los mercados. La socialdemocracia, sin duda, no ofrece respuestas. Pero tampoco las ofrecen los partidos que promovieron la desregulación. El monstruo que crearon se ha vuelto contra ellos tanto como contra la socialdemocracia y, en general, contra todos los partidos democráticos, cuya suerte electoral cuando están en el Gobierno es siempre adversa con independencia de su signo político; lo mismo que, cuando están en la oposición, obtienen victorias que se vuelven calvarios en pocas semanas o, peor aún, centrifugan el voto hacia una constelación de fuerzas populistas.
El error fatal fue dejarse encandilar por la Tercera Vía y apoyar la premisa de la globalización
La suerte de estas fuerzas una vez que alcancen el Gobierno, o que se adueñen definitivamente de la agenda política, no será distinta de la que padecen los partidos democráticos. Solo que, a diferencia de los partidos democráticos, las fuerzas populistas no dudarán en manipular las instituciones del Estado de derecho a cambio de ganar tiempo para perseverar en sus promesas. Al final, ni lograrán cumplirlas, ni las instituciones del Estado de derecho que habrán manipulado conservarán la autoridad, ni tal vez la legitimidad, que requiere su función.
Si todos los partidos, absolutamente todos, incluidas las fuerzas populistas, se muestran impotentes para afrontar la crisis actual, que es una crisis de la sociedad en su conjunto, ello quiere decir que la insensata utopía de los mercados desregulados no solo empujó en dirección a la catástrofe, sino que, además, destruyó por el camino los instrumentos ardua y pacientemente elaborados por los sistemas democráticos para evitarla.
El peor error, el error más imperdonable que cometió la socialdemocracia cuando se dejó encandilar por la Tercera Vía y su discurso de la nueva era, el error fatal del que aún no ha logrado desembarazarse, fue avalar la premisa en la que se apoyó la insensata utopía de los mercados desregulados. La globalización, se dijo, era un hecho desencadenado por el avance imparable de las nuevas tecnologías, ante el que solo cabía adaptarse o perecer. En realidad, la globalización no era un hecho sino un programa, y solo en la medida en se iba cumpliendo como programa se iba convirtiendo en un hecho. Un programa que, por lo demás, no se aplicó desde la clandestinidad sino a plena luz del día, con académicos y publicistas repitiendo simples hipótesis hasta hacerlas cristalizar en incontestable ortodoxia, y con los organismos económicos internacionales imbuyéndose de ella y sirviendo de trampolín para proyectarla desde los dos países pioneros, el Reino Unido y los Estados Unidos de la revolución conservadora, sobre el resto.
Antes de convertirse en el hecho que cebó la crisis de la sociedad en su conjunto, la globalización fue el programa de la insensata utopía de los mercados desregulados; un programa que defendía que desregulación y liberalización eran sinónimos, sugiriendo que la libertad surge en ausencia de normas y no en el interior de las normas pactadas, tanto entre Estados como dentro de los Estados mismos; un programa que emprendió la desregulación de los flujos financieros pero no la del comercio internacional y, menos aún, el tránsito de trabajadores entre unos países y otros, generando los desequilibrios que han provocado la bancarrota del casino financiero y reducido a una situación de semiesclavitud a legiones de personas en los países más pobres y también en los más desarrollados; un programa que, para cerrar el círculo de la supuesta inexorabilidad, agitó el fantasma de la quiebra de los Estados de bienestar para terminar cuestionando la viabilidad de cualquier forma de Estado.
Los Gobiernos no se preocupan de evitar nuevas víctimas, sino de ser la próxima en la lista
Las nuevas tecnologías contribuyeron, sin duda, a multiplicar los efectos de este programa, lo mismo que, llegado el caso, podrían haber multiplicado los de cualquier otro, pero ni fueron su causa ni hacían inevitable su aplicación. Al avalar la premisa de que la globalización es un hecho desencadenado por el avance imparable de las nuevas tecnologías, la socialdemocracia se condenó al contrasentido de aplicar su programa en el interior de un programa ajeno, haciéndose corresponsable del rumbo a la catástrofe emprendido. La lengua de madera con la que ahora da cuenta de su crisis, asumiendo como propia una crisis que es de la sociedad en su conjunto, demuestra que persiste en el peor error, en el error más imperdonable que cometió cuando se dejó encandilar por la Tercera Vía y su discurso de la nueva era.
Pese a su inanidad, la lengua de madera está impidiendo que la socialdemocracia distinga entre los problemas políticos inaplazables y las elucubraciones sobre el futuro del mundo. Del futuro del mundo, ni ahora ni nunca se ha sabido lo bastante. El único conocimiento cierto es de los problemas políticos inaplazables, y entre estos el más inaplazable es el que ha fijado su epicentro en Europa. La Unión es hoy la única zona monetaria donde sigue en vigor la insensata utopía de la desregulación de los mercados, no por una deliberada decisión de los Veintisiete, sino porque la crisis estalló cuando el euro estaba a medio construir. Sin un Banco Central con plenas competencias y una fiscalidad común que lo respalde, los Estados de la eurozona poco o nada pueden contra los mercados desregulados, a los que se enfrentan sin reglas, que fueron abrogadas mientras duró la fiesta mundial, y sin instrumentos, que no han sido creados por la Unión. Primero sucumbió Grecia y más tarde Irlanda y Portugal, y ningún Gobierno en Europa, ni socialdemócrata ni conservador, parece preocuparse de evitar nuevas víctimas, sino de no ser la próxima en la lista.
La socialdemocracia podrá seguir hablando de empleabilidad, flexiseguridad, gobernanza global y otros aparatosos modismos, podrá seguir deambulando por el laberinto de la lengua de madera con la que pretende destilar una pócima reconstituyente. Mientras no asuma la imposibilidad de aplicar su programa en el interior de un programa ajeno y no distinga entre las elucubraciones sobre el futuro del mundo y los problemas políticos inaplazables, como los que afectan al Banco Central y la fiscalidad común en Europa, no levantará cabeza ni contribuirá a que Europa, y el mundo, también lo hagan.


El espejismo del Estado de bienestarIgnacio Sotelo

18/02/2012
 El modelo socialdemócrata de Estado de bienestar no ha existido nunca en España, ni, caducado hace tres décadas en Europa, podrá surgir ya en el futuro. Pasemos a argumentar ambas tesis.

Después de la Segunda Guerra Mundial empezó a tomar cuerpo en unos pocos países —Suecia, Reino Unido— el Estado socialdemócrata de bienestar. Convencidos de que el capitalismo necesita de la intervención del Estado para superar dos deficiencias básicas —la incapacidad de ofrecer empleo a todos los que lo necesiten y una distribución de la riqueza cada vez más desigual— en un largo período de continuo crecimiento con pleno empleo (1950-1975), se pusieron en marcha políticas sociales que reflejaban un poder creciente de la clase trabajadora. A la larga hubiera implicado una profunda transformación del capitalismo, algo que la socialdemocracia pretendía abiertamente —no en vano, consideraba el Estado de bienestar el instrumento adecuado para avanzar hacia el socialismo en democracia— pero es obvio que los dueños del capital tenían que oponerse desde un principio, máxime cuando el mantenimiento del pleno empleo al final exigía el control social de las inversiones.

A mediados de los setenta desapareció el pleno empleo, convertido desde entonces en la liebre mecánica que nunca se alcanza. El punto de arranque fue la primera crisis del petróleo (1972-73) que puso de manifiesto que podía muy bien ralentizarse el crecimiento, a la vez que aumentar inflación y desempleo, sin que una mayor inversión pública, o el consumo interno tuviesen otro efecto que empeorar la situación.

Nada ha marcado tanto la historia económica de los últimos treinta años como la conversión al neoliberalismo del socialismo español

Comienza una nueva época, la del neoliberalismo poskeynesiano, a la que ni siquiera la actual crisis ha puesto punto final. Si el sistema financiero amenaza con desplomarse, habrá que acudir al dinero público, pero solo para volver lo antes posible a la única receta que se reputa viable: libertad de los mercados. Una vez salidos del hoyo con un durísimo ajuste, que pasa por reducir el Estado social a mínimos y los salarios a lo que permita una productividad decreciente en la mayoría de los empleos, el crecimiento dependería de la capacidad de expulsar al Estado de los ámbitos económicos y sociales que no le competen.

Se ha esfumado por completo la idea de que de la crisis saldría un mundo muy distinto, Sarkozy llegó a hablar incluso de una refundación del capitalismo. Los poderes económicos, que ahora llamamos mercados, han terminado por imponer, tanto una salida liberal, como la confianza en que el crecimiento que se produciría al eliminar las trabas que constriñen los mercados, remediaría el desempleo, por lo menos hasta la próxima crisis.

Cuando en 1982 llegan los socialistas al poder en España, ya se había desplomado el modelo socialdemócrata de Estado de bienestar, al que se le echa en cara producir a la vez inflación y paro; en cambio con Reagan y Thatcher el neoliberalismo se hallaba en rápido ascenso. Saltando del marxismo de salón al neoliberalismo, los socialistas españoles se desprenden, tanto del socialismo francés, que el breve experimento de Mitterrand había hecho añicos, como del modelo socialdemócrata que, desalojados del poder los laboristas británicos y los socialdemócratas alemanes, no gozaba del mayor prestigio.

La conversión socialista al liberalismo se justifica en la creencia de que el capitalismo puro y duro es el único que crea riqueza, y habría que cocinar el pastel, antes de repartirlo; cualquier otra política llevaría, de la forma todo lo igualitaria que se quiera, a distribuir miseria. Que los empresarios ganen cada vez más es garantía de que habrá mayores inversiones y, por tanto, un crecimiento más rápido; en cambio, poner trabas a la economía sumergida o al fraude fiscal supondría detener el crecimiento.

Lamentablemente se deja en la penumbra cómo se va a redistribuir la riqueza acumulada, reparto que constituye el rasgo definitorio de la nueva socialdemocracia. Cuando llegan incluso a afirmar que bajar los impuestos es de izquierda, a nadie podrá ya sorprender que la desigualdad social haya aumentado a la misma velocidad con los socialistas que con los gobiernos conservadores.

Nada ha marcado tanto la historia económica de los últimos treinta años como la conversión al neoliberalismo del socialismo español. Desde el convencimiento de que no hay alternativa al capitalismo – “pensamiento único” – Boyer, Solchaga, Solbes, Rato, Montoro, son intercambiables. Cierto que tal vez la conversión liberal del socialismo haya evitado algunos experimentos que hubieran resultado ruinosos, y que los años de crecimiento y de estabilidad de que hemos disfrutado se han debido a que los dos grandes partidos, manteniendo la ficción de sus diferencias con duros enfrentamientos retóricos, no se hayan desviado un ápice del modelo neoliberal. Comprendo la indignación de los votantes del PSOE, y la sorpresa reciente de una buena parte de los del PP, cuando han comprobado que no se constatan diferencias significativas en las políticas de los dos partidos antes de la crisis, ni en las que han llevado los unos, o están llevando los otros, para intentar salir del pozo.

Pero, ¿qué sentido tiene, como no sea uno burdamente electoralista, mantener la leyenda de un pasado socialdemócrata que habría construido nada menos que el Estado de bienestar? Lo cierto es que en España nadie se ha movido fuera de la ortodoxia capitalista del Estado social bismarckiano que inventaron los conservadores para integrar a una clase trabajadora con veleidades revolucionarias.

Ha perdido ya toda credibilidad el mito que manejaron los socialistas con tan buenos resultados de que el PP en el poder suprimiría el Estado social. La gente se está librando de las antojeras de los partidos y es cada vez más consciente de que los que llegan al gobierno hacen la misma política económica que determina una política social que solo se distingue por pequeños matices.

No se divisa fuerza social que pueda enfrentarse al poder inmenso de una elite internacional que ha acumulado una enorme riqueza

El modelo socialdemócrata no ha existido nunca en España, y con la mayor contundencia cabe también afirmar que, por mucho que de él se reclamen algunos partidos que se dicen de izquierda, tampoco surgirá en el futuro: han desaparecido las condiciones socioeconómicas que lo hicieron posible. No existen ya las grandes unidades productivas que ocupaban a miles de trabajadores con un puesto de por vida que proporcionaba una conciencia de clase, sobre la que se levantaba el movimiento obrero, formado por la sinergia del sindicato con el partido. La convergencia de estas dos organizaciones fundamentó la pretensión socialdemócrata de ir superando el capitalismo en democracia.

En una sociedad muy fragmentada, con una población creciente en situación precaria, no se divisa fuerza social que pueda enfrentarse al poder inmenso de una élite internacional que ha acumulado una enorme riqueza. La capacidad de trasladar sumas inmensas de capital de un país a otro permite imponer su voluntad a Estados cada vez más débiles. Esto no significa que no haya respuesta al dominio asfixiante de unos pocos, pero sí de que estamos aún muy lejos de que las medidas pertinentes tengan el necesario consenso mayoritario.

La primera batalla que hay que dar es la ideológica, desmontando uno a uno los dogmas del capitalismo liberal. Los dos principales que manejan los poderosos para abrir una espita de esperanza a una población condenada a un rápido descenso de su nivel de vida son el crecimiento económico y el empleo que traería consigo.

Habrá que empezar por replantear la vieja cuestión de los límites del crecimiento, por razones medioambientales, agotamiento de los recursos, aumento de la población mundial y la mayor participación en el consumo de otros continentes, así como la automación, la revolución informática y la deslocalización industrial hacen cada vez más escasos los trabajos sin conocimientos específicos.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología



La democracia permanenteAlbert Solé

19/01/2012
 Mucho se ha hablado ya de la pérdida de los signos de identidad básicos de la socialdemocracia para explicar la acumulación de derrotas electorales de estos tiempos convulsos en los que el miedo y la apatía parecen haberse unido con mano de hierro. El miedo ha sido tradicional aliado de los conservadores desde el principio de los tiempos. Sin embargo, creo que no hemos analizado suficientemente un elemento que daña especialmente el discurso complejo de la izquierda: el poder letal de la indiferencia. Dicho de otro modo, la antipolítica es profundamente reaccionaria, por más que muchos de quienes la practiquen se digan progresistas.

Creo que en la nueva era que se está abriendo bajo nuestros pies, la izquierda lucha en La guerra de las galaxias con espadas de madera. Me refiero a los instrumentos de creación de opinión. La simplificación del pensamiento político lleva a la pérdida de calidad de la cultura democrática auténtica, aquella en la que el individuo se convierte en un ciudadano activo y conoce bien los entresijos del pacto social que establece con sus gobernantes, en la que siente, en definitiva, como propia la construcción del espacio público.

La discusión acerca del modelo de convivencia que queremos parece haber desaparecido bajo un manto de lemas vacíos de contenido, consignas en 140 caracteres y mensajes simplistas de digestión y borrado inmediatos, que obedecen más a estrategias de mercadotecnia que a fomentar el debate político. Un debate que parece haberse convertido en una confrontación de monólogos sin intercambio de ideas, sin pacto, griterío que a menudo me recuerda a esos programas de chillones absurdos con los que muchas cadenas privadas de televisión inundan sus parrillas.

Y es que aquí tenemos una parte del problema. De tanto privatizar el espacio comunicativo sin exigir responsabilidad a cambio, hemos acabado cayendo en la lógica mercantilista del pensamiento convertido en bien de consumo: los mercados nunca han querido pensadores, quieren consumidores y punto. Ceder sin garantías al capital la responsabilidad de hacernos más cultos es tan venenoso como dejar la educación en manos de la Iglesia. La privatización de la cultura, a la que asistimos impotentes, nos lleva al empobrecimiento intelectual. La ausencia de regulación que imponen los grandes grupos industriales que se enriquecen en la nueva era nos deja desprotegidos en la jungla de Internet. Y a eso le llamamos modernidad.

En este juego, la izquierda siempre saldrá perdiendo. Las consecuencias, a la vista están. La derecha ha obrado milagros, eso no se le puede negar, el principal de los cuales ha sido extender por todo el país el síndrome de la Marbella de Gil y Gil: la corrupción que les tiñe en tantos sitios no solo no les penaliza, sino que posiblemente da votos porque ya no se cuentan los valores, sino simplemente la visibilidad del candidato en los medios. Su otro gran mérito ha sido conseguir venderse como bomberos contra un fuego que ellos causaron en gran medida con su modelo económico de ladrillo e ingeniería financiera. El objetivo es conseguir votantes acríticos, y eso se consigue con herramientas forjadas en esa mezcla de populismo y periodismo de barricadas tan característica de los medios conservadores españoles. Creo que nadie definió mejor el problema que El Roto en una viñeta publicada hace unos meses en estas mismas páginas: el votante de derechas no vota, ficha.

Del lado socialista, sin duda, han demostrado una falta de cintura importante en la capacidad de creación y difusión de ideas, respuestas y mensajes. Considero que uno de los principales errores del mandato de Rodríguez Zapatero fue alentar la guerra entre grupos de comunicación afines.

Dentro de este panorama de adormecimiento intelectual ha surgido una luz potente e inesperada, la de los indignados y sus plazas llenas de debates e inquietudes nuevas. Imposible no coincidir con la mayoría de sus reivindicaciones, como me resulta también imposible reconocerme en el mensaje antipolítico que a menudo emana de ese movimiento. Negar las fronteras entre derecha e izquierda y creer que la abstención acabará con el sistema son auténticos regalos para el neoliberalismo.

A esta visión simplista del sistema ha contribuido poderosamente la indefensión crítica con la que a menudo nos enfrentamos a todo lo que viene por la Red. La sobresaturación de información y la desaparición de los líderes de opinión tradicionales la convierten a menudo en una constelación de ecosistemas comunicativos cerrados sin reglas, de ahí la deriva anarquizante de muchos de estos colectivos que sueñan con revoluciones imposibles. Y ya que hablamos de revoluciones: León Trotski definió su idea de revolución permanente como un proceso en evolución constante, un camino al que no se llega nunca, pero hacia el que hay que ir avanzando siempre. En nuestro sistema democrático, tan imperfecto como se quiera, la única revolución es participar día a día en su mejora, fortaleciendo la sociedad civil, enriqueciendo el debate político, el conocimiento y defendiendo el espacio de lo público. Diría que contra las nuevas armas de la ofensiva neoliberal la única revolución posible y deseable es la democracia real permanente.

Albert Solé es periodista y cineasta.

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