“Antonio.
Tengo al mundo por lo que el mundo es, Graciano: un escenario donde
todo el mundo juega un papel; el mío es triste.
Graciano.
Yo haré el papel de bufón; que nos salgan arrugas de
risas y buen humor; prefiero calentar mi hígado con vino que
helar mi corazón mortificándolo”.
(El mercader de Venecia. Todas
las citas son de William Shakespeare.)
Los falsos bufones
Los bufones, a lo largo de la historia, tanto literaria como de la
propia humanidad, son personajes de una lucidez extraordinaria, que
juegan un papel de contrapunto del señor que los paga, a los
que interpelan con verdades como puños.
No es mi intención hacer proselitismo a favor de ningún
partido, ni denigrar tampoco a ninguno. Porque sería fácil
hablar del caso Gürtel. O del caso Camps. O del caso de las
basuras de Orihuela o del barrio de Moratalaz. O de la oscura
recalificación de terrenos en zona verde en Torrevieja. O de
la otra recalificación en la zona norte de Tres Cantos, al
amparo de la barbaridad y el atentado ecológico que supone
montar la Ryder Cup en la zona del arroyo de Tejada, que acabarán
desecando. Claro que no deja de sorprender la chulería del
votante que se siente orgulloso de los chorizos de turno, solo porque
son de los suyos.
Pero sí habrá que recordar el repetido intento de tapar
el desarrollo de la Ley de Memoria Histórica, aunque para eso
se ataque a las instituciones democráticas que deben estar por
encima no del derecho a la legítima defensa, sino de la
mentira y el falso testimonio, poniendo en solfa a la Policía,
a la Guardia Civil, a la judicatura y al lucero del alba si fuere
necesario. Con un juez instructor, garante del proceso legal, que
instruye y apoya a la acusación, algo insólito en el
respeto y cautelas de la ley. Y atacando despiadada e ilegalmente al
juez Garzón, con el concurso de expertos en leyes que deberían
tener más sentido de la ética del derecho. Sobre estas
actuaciones sobrevuelan fuerzas poderosas, grises y azules, que no
tienen interés en restañar heridas.
Porque el derecho a enterrar a los deudos es un derecho sagrado en
cualquier sociedad y en cualquier civilización. Pero aquí,
no; en este país de conejos que es Hispania, no. Resulta
denigrante, doloroso y angustioso ver cómo, en la España
de pandereta, se ha conseguido expulsar a Garzón, para ser
acogido y respetado ante el estupor de otras instituciones
supranacionales. Al juez que empapeló a un cartel de la droga,
a miembros de ETA, al GAL, a Pinochet… Qué sé
yo, que se ha limitado, a lo largo de su dilatada y limpia carrera, a
perseguir el delito donde y cuando se producía en todas las
multiples formas en que se desarrolla la vulneración de las
leyes que hacen posible la convivencia democrática.
Para eso valen los nuevos bufones de la prensa actual, lejos de
cualquier atisbo de humor: para denigrar, atacar y desprestigiar con
muy malos modos, muy poca estética y ninguna ética. El
periodismo posee un factor positivo y poderoso, que es la pedagogía.
La generación del cuarenta aprendía, y mucho, leyendo
las páginas de los periódicos o escuchando las emisoras
de radio en los sesenta, en un esfuerzo colectivo y positivo. Ahora,
no. En la actualidad se trata de sembrar confusión, de
embarullar la legítima acción de la justicia. En
definitiva, de atormentar la mente del ciudadano bienintencionado, de
cabrearle por la mañana temprano, aunque para eso haya que
inventar titulares a cinco columnas que son verdaderos sofismas.
Una parte importante de esta actividad negativa para la sociedad se
desarrolla, para escándalo del creyente, desde las ondas de la
radio de los obispos. Sin mesura, sin cordura, sin ternura. En la
escuela de pago de los años cincuenta se estudiaba el
catecismo del padre Astete, y en la escuela gratuita, el del padre
Ripalda. Allí memorizamos que el octavo mandamiento es no
levantar falsos testimonios ni mentir. Nuestros infantiles
conocimientos solo intuían eso de los testimonios, pero sí
sabíamos qué era la mentira. Pues bien, en esas
afirmaciones, más propias de Losantos que de los santos, no
aparece por ningún lado el mensaje vigente de Jesucristo. Ni
tampoco el imprescindible ejercicio de la caridad a que hacía
referencia el papa Benedicto cuando ascendió al cargo en Roma.
Encabezados por Pedro J. y rodeados por peones
de brega que no dan la talla, tenemos cinco casos preclaros. Ni los
unos ni los otros serán nunca candidatos al Premio Salvador de
Madariaga, que reconoce “el rigor, la calidad y la pedagogía
presentes en trabajos periodísticos”. Quizá a los
jóvenes que empiezan les sirva de disculpa que son hijos de la
intertextualidad, apoyados en Internet, y, por tanto, entienden la
escritura adormecidos, recostados y aún no han soltado las
andaderas o el tupperware.
El enorme, divertido y crítico bufón Boadella ha venido
a Madrid, al amparo del Canal de Isabel II y de la señora
marquesa: vivir para ver. Parece que ya no queda nada del Albert que
zarandeaba, siempre con el humor de por medio, al poder y a Jordi
Pujol en Barcelona.
Juan Manuel de Prada, premio Nacional de
Narrativa y premio Planeta, nada más y nada menos. Es el que
menos ha descendido al nivel de la invectiva, nobleza obliga, para
poder vivir de lo suyo, que es la literatura. En Como
gustéis hay un diálogo
entre Rosalinda y Jaques: “–Dicen que sois un individuo
melancólico. –Cierto, prefiero la melancolía a la
risa. –Los que se hallan en cualquiera de los dos extremos son
seres despreciables y se exponen a que cualquiera les critique más
que a los borrachos”.
Sánchez-Dragó, premio Nacional de
Ensayo y premio Planeta, en sus penosas apariciones televisivas, toma
ejemplo del bufón del Rey
Lear: “Esta
es una buena noche para enfriar a una cortesana. Antes de partir haré
una profecía: Cuando
los sacerdotes prediquen más con palabras que con obras,
cuando los caballeros sean tutores de sus sastres, no habrá
hoguera para los herejes, sino para los aficionados a las jovencitas.
Cuando los pleitos se lleven a cabo como Dios manda, habrá
gran confusión en el reino de Albión”.
Hermann
Tertsch. Sólo hay en la Unión Europea cuatro o cinco
personas que sepan tanto como él de la historia del siglo XX
en Europa. Sin embargo, emprende el camino televisivo en su afán
obsesivo por demostrar la conexión etarra en los atentados de
Madrid. Como todos, él sabe que su prima Ana Palacio, ministra
de Exteriores, tuvo que escuchar una protesta formal en las Naciones
Unidas, cuando le dijeron que con el terrorismo no se especulaba, que
el terrorismo internacional es una cosa muy seria. Y sabe que en el
mensaje televisado la tarde del atentado, el Rey nunca mencionó
a ETA. Pero Hermann sigue creyendo en la conexión,
probablemente convencido de esa falsa posibilidad, mientras el
entonces ministro del Interior, Acebes, ha salido indemne
políticamente de su responsabilidad ante el ciudadano.
José Antonio Zarzalejos, director de Abc
caído en desgracia, honrado y sensato hombre de derechas,
también fue defenestrado del diario nocturno de Telemadrid, en
una prueba de la toma de poder por la derecha extrema de este país.
Al día siguiente de su salida de Abc
–o en el posterior cambio de Ángel Expósito por
Bieito Rubido, que para el caso da lo mismo porque se trata de bajar
el listón hacia la zona oscura de la mediocridad– se
duplicó la publicidad en el diario conservador.
Lo
triste para el ciudadano de a pie, preocupante para la sociedad
europea y alarmante para la democracia española es olfatear e
intuir que estos sembradores de inquietud, con la pluma al servicio
de la derecha extrema, frenan a la derecha civilizada con mayoría
en la Unión Europea. Porque lo que necesita el mundo, aquí
y ahora, en este momento de crisis, es un rearme moral, con más
ética y más estética, más pedagogía
y menos insulto, más verdad y menos mentira y falsos
testimonios. Desinformar e irritar no es hacer periodismo serio y con
rigor.
Entre
los anteriores, hay algunos intelectuales. El lector sabrá
colocar a cada uno donde corresponda. Pero esta actuación
lamentable, esta filosofía negativa, esta tendencia hacia lo
estéril, conduce a comprobar que a la derecha ya no le quedan
intelectuales. No queda muy claro si esta miseria es implícitamente
deliberada o explícitamente reclamada por quienes les pagan,
bien sea desde la FAES o desde el moderno feudalismo. Pero el caso es
que da la impresión de que los nuevos bufones, los falsos
bufones, carentes de humor, tienen una actitud más propia de
lacayos que de críticos con el poder. De críticos con
todo el poder, y no solo con todas las baterías emplazadas
hacia la izquierda y todas las murallas del castillo feudal amparando
a la derecha.
Para no abusar de la paciencia del lector, una
última cita de Noche de Reyes:
“Ciertamente no, señor; a la señora Olivia no le
gustan las locuras de los bufones. En realidad no soy su bufón,
sino su corruptor de palabras”. A eso
se dedican deliberadamente Pío Moa y César Vidal,
sugiriendo e intercambiando ideas machistas cavernarias, como si
fueran cromos, con Sostres y el alcalde de Valladolid. Y a eso se
dedican, quizá inadvertidamente, los casposos y futboleros: a
corromper las palabras con vidas ejemplares como la de la princesa de
San Blas, testigo de cargo de las trituradoras ruedas de la moderna
Inquisición. Y en el caso de los futboleros, para demostrar,
día a día, que dos de cada diez cronistas o
gacetilleros parecen enamorados de Cristiano Ronaldo y otros dos de
Mourinho. Trufado todo, a diario, con ejemplares patadas al
diccionario, ausencia de normas gramaticales y supresión de la
prosodia.
Espoleados
todos ellos por el ejemplo de Mariano Rajoy, con programa desconocido
e intenciones para gobernar España que no van más allá
de la mediocridad de sus insultos (más de 30 invectivas le
contabilizó Juanjo Millás en el Congreso dirigidas al
presidente del Gobierno). Podría hablarnos de las recetas para
la crisis de Paul Krugman, o de Milton Friedman, o de la Universidad
de Stanford o de la de Harvard; pero solo pone como paradigma a los
“tigres celtas” de Irlanda, que, como sabemos, han
abocado a su país a la ruina.
En definitiva, parece que, en la actualidad, el bufón no
provoca a su señor, sino que le regala el oído; que
abandona la pedagogía, el humor y la filosofía y se
limita a la simple pobreza del insulto; que, en un círculo
ampliamente vicioso, utiliza la mentira como argumento para levantar
falsos testimonios, o los falsos testimonios para sostener la
mentira. Entonces el bufón no es bufón, solo es un
lacayo o un corifeo. Hay, pues, demasiados bufones que solo se
ocupan, algunos muy bien pagados, de crispar, enfadar e irritar al
ciudadano pacífico. Son los falsos bufones.
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