Alberto Collantes
Acabamos
banalizando y relativizando
el
dolor en esta sociedad
endurecida,
adormecida y embrutecida.
Menchu
“Eso de que todos fuimos culpables. Hay quienes
fomentan el odio. Evidentemente hay gente que sigue viviendo del
odio. Incluso ganando dinero del odio. Veo cosas en Internet que en
Inglaterra serían ilegales” (Paul Preston).
UNA
JUSTA REPARACIÓN Y UNA ACTITUD AVERGONZADA
A
lo largo de esta tarde iremos viendo, leyendo y disfrutando, paso a
paso, de la enorme literatura de Rubén Darío, Miguel de
Unamuno, Ramón María del Valle-Inclán y Alfonso
Reyes. Todo, a propósito de la discrepancia surgida entre
Miguel y Rubén, diferencia en la que mediaron Ramón y
Alfonso, poniendo en su sitio a Unamuno, que supo aceptar los sabios
consejos de sus colegas de la pluma. Como sabemos, entonces se
escribía con pluma, esa pluma que primero le sirvió a
Miguel para hacer una parodia barata y xenófoba del
nicaragüense, y después, para con su otras veces acerada
pluma, desdecirse, retractarse y mostrar su vergüenza y
demostrar su reparación y su arrepentimiento, cantar su
palinodia.
Hay
un caso paradigmático del uso de la palabra, de la convicción
y persuasión que puede llegar a tener el verbo fluido y
bienintencionado. Es la correspondencia entre José Martí,
el libertador cubano, con otro libertador y paisano, el general
Antonio Maceo, Aunque los dos discrepaban en el modo de llevar a cabo
la revolución, llegaron a entenderse, sobre todo, por el
cariño que siempre mostró José en sus
respetuosas cartas a Antonio. Aunque esta relación epistolar
sólo es un ejemplo del enorme poder de la palabra.
También
se disfruta del poder persuasivo de la palabra en las cartas que
escribía Juan Rulfo a su jovencísima novia, luego su
mujer, cuando a las quejas de ésta sobre su madre, Juan la
regaña cariñosa pero decididamente a favor del criterio
del mayor al que debe obedecer.
Estos
dos casos muestran la enorme pujanza del español en América,
donde no se le tiene miedo a la palabra, como cuando el propio
Unamuno decía que el futuro del idioma español estaba
en el Nuevo Mundo. En la actualidad, hay tres comunidades donde
hablan español 45 millones de ciudadanos en cada una de ellas:
en España, en Colombia y en Estados Unidos, donde es imparable
el auge de nuestro idioma. No me olvido, claro está, de México
y de Argentina.
Miguel
de Unamuno, beligerante contra el poder establecido por el general
autor de la llamada ‘dictablanda’ Miguel Primero de
Rivera, pasó una larga temporada de destierro en la isla de
Fuerteventura. La mezcla de melancolía y reconocimiento del
fugaz paso del tiempo expresada en la frase “Decíamos
ayer” por su antecesor Fray Luis de León, siglos antes,
cuando regresó a su cátedra de Salamanca después
de pasar el durísimo e injusto examen ante la Inquisición,
también fue utilizada por Unamuno al ser repuesto en su
cátedra de Salamanca después de su destierro en
Fuerteventura.
Unamuno
no era hombre de paños calientes. Decía de sus propios
paisanos del Bocho bilbaíno (o bilbaino, como dicen ellos):
“Altos, flojos, comilones y rompidores de alpargatas”, y
por extensión de sus paisanos vascos. Como sabemos, ahora se
llaman euskaldunes y no sólo rompen alpargatas. Los tiempos
cambian. Pero no es éste el tema de mi charla ante vosotros.
El
motivo de mi exposición, que espero sea atendida con la
paciencia y benevolencia de otras veces, es recordar una anécdota
de don Miguel, el filósofo, en su tormentosa relación
con el inmenso poeta Rubén Darío.
Miguel
de Unamuno,
filósofo. Rector de la Universidad de Salamanca.
En
1914 el ministro de Instrucción Pública lo destituye
del rectorado por razones políticas, convirtiéndose
Unamuno en mártir de la oposición liberal. En 1920 es
elegido por sus compañeros decano de la Facultad de Filosofía
y Letras. Es condenado a 16 años de prisión por
injurias al Rey, pero la sentencia no llegó a cumplirse. En
1921 es nombrado vicerrector. Sus constantes ataques al rey y al
dictador Primo de Rivera hacen que éste lo destituya
nuevamente y lo destierre a Fuerteventura en febrero de 1924. El 9 de
julio es indultado, pero él se condena al ostracismo
voluntariamente y se va a Francia; primero a París y, al poco
tiempo, a Hendaya, en el País Vasco francés, hasta el
año 1930, año en el que cae el régimen de Primo
de Rivera. A su vuelta a Salamanca, entró en la ciudad con un
recibimiento apoteósico.
Seis
años más tarde, durante el acto de apertura del curso
académico, el 12 de octubre de 1936, en el Paraninfo de la
Universidad, Unamuno se arrepintió públicamente de su
apoyo a la sublevación. Varios oradores soltaron tópicos
acerca de la “anti-España”.
En
su obra La
guerra civil española
el hispanista inglés Hugh Thomas dice:
Miguel
El profesor Francisco Maldonado, tras las formalidades iniciales y un
apasionado discurso de José María Pemán,
pronuncia un discurso en que ataca violentamente a Cataluña y
al País Vasco, calificando a estas regiones como “cánceres
en el cuerpo de la nación. El fascismo, que es el sanador de
España, sabrá cómo exterminarlas, cortando en la
carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos
sentimentalismos”.
Alguien grita entonces, desde algún lugar del paraninfo, el
famoso lema “¡Viva la muerte!”. Millán-Astray
responde con los gritos con que habitualmente se excitaba al pueblo.
Miguel de Unamuno, que presidía la mesa, se levanta lentamente
y dice: “Estáis esperando mis palabras. Me conocéis
bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A
veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede
ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios
al discurso –por llamarlo de algún modo– del
profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Dejaré de
lado la ofensa personal que supone su repentina explosión
contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací
en Bilbao. El obispo –dice Unamuno señalando al obispo
de Salamanca–, lo quiera o no lo quiera, es catalán,
nacido en Barcelona. Pero ahora acabo de oír el necrófilo
e insensato grito “¡Viva la muerte!”, y yo, que he
pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos
que no las comprendían he de deciros, como experto en la
materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El
general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que
digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de
guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en
España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos
ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta
el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las
normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de
la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un
terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su
alrededor.
En ese momento Millán-Astray exclama irritado: “Muera la
intelectualidad traidora. Viva la muerte”. El escritor José
María Pemán, en un intento de calmar los ánimos,
aclara: “¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran
los malos intelectuales!”.
Miguel de Unamuno, sin amedrentarse, continúa:
“Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo
sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis,
porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis.
Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis
algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece
inútil el pediros que penséis en España. He
dicho”.
A continuación, con el público asistente encolerizado
contra Unamuno y lanzándole todo tipo de insultos, algunos
oficiales echaron mano de las pistolas... pero se libró
gracias a la intervención de Carmen Polo de Franco, quien
agarrándose a su brazo lo acompañó hasta su
domicilio.
Rubén
Darío
Fernando
Delgado hizo una corta y acertada semblanza del poeta en el diario El
País:
“Con los más
grandes creadores, Rubén Darío fue un incesante
inventor de formas y de ritmo. Voluptuoso y exótico,
imaginativo y sensual, es considerado el fundador de la lírica
histriónica. Único en la expresión modernista de
la poesía, su figura es la de un gigante del verbo. En Azul,
libro que inaugura el Modernismo, Rubén libera a la poesía
hispánica de sus trabas tradicionales. Hedonista, viajero
impenitente, cosmopolita, su obra bebe lo mismo de la mejor tradición
de la lengua española que de los románticos parnasianos
o simbolistas franceses, y la inquietud de su espíritu
proyecta un mundo y su estilo nuevos, tanto en sus influjos como en
su riqueza temática, y la evolución de su obra culmina
en Cantos
de vida y esperanza,
libro en el que expresa con gran profundidad el sentimiento doloroso
de la existencia.”
Nicaragüense,
es el mayor poeta del modernismo literario, por eso se le denomina
Príncipe del Modernismo.
La
poesía debe ser ñoña, tiene que poseer un punto
de cursilería. No se me ocurre un término más
adecuado, quizá porque, como sabéis, soy un negado para
expresar algo en verso. La elegía más grande que se ha
escrito nunca en lengua castellana, en mi modesta opinión, la
de Miguel Hernández a su desaparecido amigo Ramón Sijé,
tiene un punto cursi dentro del desgarro interior que grita el poeta
ante la muerte de su amigo.
El
otro día, en el amistoso encuentro anual de la Noche de las
Meigas, a la que vamos, año tras año, a cerrar el curso
del Grupo Encuentros, uno de nosotros leyó una elegía,
nada menos que la de García Lorca a la muerte de Rosalía
de Castro, escrita en gallego por el poeta granadino. Pero suena
conceptuosa, a ratos fría, quizá porque escribir en
otro idioma es una tarea ardua y difícil.
Lo
que quiero decir es que la poesía de Rubén Darío,
que es la que nos ocupa, es así, tierna, onírica,
ampulosa; a ratos cursi, en definitiva. Pero en ella se refleja el
alma de un poeta, con sus odaliscas y sus imágenes y metáforas
de cisnes, de azules y de la magia de Oriente.
Durante
el franquismo se denigró mucho todo este mundo poético
de Rubén Darío, y se nos ofrecía una imagen
blanda, rozando la estupidez, de sus poemas. Por eso hemos tenido que
superar la opinión mentecata y las afirmaciones miserables que
se hacían, no tanto del poeta como de su extensa, profusa y
riquísima obra.
Ramón
María del Valle-Inclán,
gallego. Seguramente el mejor literato en lengua castellana del siglo
XX. Valga como muestra un fragmento de Sonata
de Otoño,
ahora que estamos en esa estación.
José
Miguel / Valle-Inclán
Yo recordaba nebulosamente aquel antiguo jardín donde los
mirtos seculares dibujaban los cuatro escudos del fundador, en torno
de una fuente abandonada. El jardín y el Palacio tenían
esa vejez señorial y melancólica de los lugares por
donde en otro tiempo pasó la vida amable de la galantería
y del amor. Bajo la fronda de aquel laberinto, sobre las terrazas y
en los salones, habían florecido las rosas y los madrigales,
cuando las manos blancas que en los viejos retratos sostienen apenas
los pañolitos de encaje, iban deshojando las margaritas que
guardan el cándido secreto de los corazones. ¡Hermosos y
lejanos recuerdos! Yo también los evoqué un día
lejano, cuando la mañana otoñal y dorada envolvía
el jardín húmedo y reverdecido por la constante lluvia
de la noche. Bajo el cielo límpido, de un azul heráldico,
los cipreses venerables parecían tener el ensueño de la
vida monástica. La caricia de la luz temblaba sobre las flores
como un pájaro de oro, y la brisa trazaba en el terciopelo de
la yerba, huellas ideales y quiméricas como si danzasen
invisibles hadas. Concha estaba al pie de la escalinata, entretenida
en hacer un gran ramo con las rosas. Algunas se habían
deshojado en su falda, y me las mostró sonriendo.
Alfonso
Reyes,
mexicano. Filólogo. Tiene una anécdota divertida
durante una visita que hizo a España hace ahora un siglo.
Estaba con algún otro monstruo de la literatura viendo un
desfile de carrozas en una romería por el centro de Madrid,
cuando un vecino enardecido, que estaba a su lado, gritó:
“¡Muera la raza latina!”. Alfonso le dijo a su
amigo: “¡Pero este hombre sabe lo que dice! La raza
latina somos todos nosotros, incluido él mismo”. Y su
colega le respondió sonriente, señalando a un grupito
de curas con sotana que iban por la acera de enfrente: “Lo dice
por esos”.
Para
situar al autor, vamos a escuchar un cuento suyo. Pero antes vamos a
escuchar música.
(Música)
Menchu
y Lorenzo
Tenía que suceder al fin. Varias veces nos lo habían
advertido y nunca quisimos hacer caso. Ello es que las fieras y
animales silvestres, espantados por los desmanes del hombre, se
reunieron secretamente en alguna ignorada región del África
para tomar providencias ante una posible catástrofe del
planeta.
Por supuesto, no se ha permitido la presencia a cualquiera. Se
expulsó a los astutos insectos y otras alimañas
menores, tan creídos de que son los futuros amos del mundo por
su capacidad de ‘proliferar’ entre las mayores
abyecciones, sin perdonar siquiera a los hormigueros y a los panales,
que –pese a la literatura– son los causantes de todo el
daño, por haberse propuesto al hombre como tipo de la perfecta
república: nacional socialista, claro está.
Algunas bestias mentadas en
el Libro de
Job,
jeroglifos vivientes, fueron asimismo víctimas de la previa
censura. Así la cabra montés y la corza, remisas e
inasimilables, dotadas de posteridad pero no de continuidad, y que,
como los malos teóricos, paren con esfuerzo, replegándose
sobre sí mismas, lo que no existe, lo que se va y no vuelve.
También fue excluido el onagro, asno irregular, habitante de
los salados desiertos, que sobra en todas las agrupaciones sociales
como el solterón sin deberes.
Lo propio se hizo con otro horrendo solitario, el rinoceronte,
catapulta de un solo bloque, el cual nunca pudo ver más allá
de sus narices porque se lo estorba, entre los biliosos ojillos de
marrano, el cuerno plantado como enseña, alza en la pieza de
artillería.
No se toleró a la avestruz, gallina abultada que entierra sin
amor sus huevos, ‘maniquí de alta costura’, con
sus plumeros de embajador o cortesana, su indecente tallo de carne
cruda que remata en una piña aplastada, sus desvergonzados
muslos desnudos, su zigzag de fugitiva constante –burla del
caballo y del jinete–, sus aletas en cañones que ignoran
el vuelo y aplauden la carrera; su estúpida pretensión
de ocultarse cuando hunde la cabeza en el polvo, figurándose
así –sofisma de ‘voluntad y representación’–
que ella misma se esconde al mundo porque esconde el mundo a sus
ojos.
Ni se dio cabida al gavilán ni al buitre, cuyos polluelos
tragan sangre, que sólo se remontan a las alturas para mejor
ver las carroñas abandonadas en el suelo y que giran
incesantemente en círculos esclavos, dibujo de sus hediondos
apetitos.
Quedaron, pues, los animales auténticos. Tigres, leones,
panteras, osos y otras pieles de lujo, grandes y pequeñas,
casi no hicieron más que escuchar: no habían tenido
tiempo de reflexionar sobre el caso. El propio Maese Zorro,
desmintiendo su tradición fabulosa, se encontraba
desprevenido. Y, al revés de lo que pasa en los congresos
humanos, el loro, por fortuna, calló. Unos cuantos animales
obvios llevaron el peso del debate.
El asno, que presidía la sesión, tomó la
palabra. El asno ha visto de cerca al hombre y, como todos saben, lo
ha acompañado en algunas de sus más ilustres jornadas:
excursiones militares de Dióniso, viaje redondo del Salvador.
Pero no se hacía ilusiones. A su juicio, el destino de la
criatura humana había agotado sus últimas promesas.
¿Qué hacen hoy por hoy los hombres? Destruirse entre
sí. Cuando toda una especie se entrega frenéticamente a
su propio aniquilamiento, es de creer que su locura responde a los
altos designios de su Creador.
–Porque yo, hermanos míos –concluyó el asno
en su prudencia–, sí creo en Dios.
Tras el silencio temeroso
que sucedió a estas palabras, se oyó un relincho. Es
aquel que, ‘entre las bocinas, dice: ¡Ea!, y de lejos
huele las batallas, el estruendo de los príncipes y el clamor’
(Job,
XXXIX, 25). El caballo, nuestro bravo camarada de armas, ráfaga
crinada, no quiso disimular su despecho. El combate, heroico antes y
que levantaba las energías cordiales, hoy es cosa de
administración y de máquinas.
–Además –continuó–, ¡si el
hombre sólo combatiera contra el hombre! Mucho se podría
alegar en defensa de la guerra, la verdadera guerra en que era yo
aliado del hombre. Pero hoy los humanos combaten ya contra la
naturaleza y quieren desintegrarla y hacerla desaparecer, en su afán
de adueñársela. La Tierra misma está en peligro.
Algunos ladridos de protesta fueron tumultuosamente acallados. Había
consigna de no dejar hablar a los perros, sospechosos de complicidad
con el hombre.
Pero habló el mono. Según él, no quedaba otro
recurso que precaverse a tiempo y elegir un nuevo monarca. Nadie más
indicado que el mono –la rama de los pretendientes destronados–
para suceder al hombre en el gobierno.
–¡Oh, no! –reclamó el elefante–. Hace
falta un animal de mayor gravedad y aplomo, de reconocida
responsabilidad y de memoria probada, capaz de llevar a término
sus empresas. El mono es un ente ridículo y cómico, una
bufonesca imitación del hombre, y una criatura expuesta
siempre a estériles inquietudes y nerviosidades; casi diríamos
que es una ardilla, el candor en menos, cuyas vueltas y revueltas
carecen de utilidad y sentido. ¿Sustituir al hombre por su
caricatura? ¡Jamás!
Aquí un elefante enjaezado, vestido de telas verdes y rojas,
alzó la trompa y lanzó un tañido; es decir,
pidió la palabra. Era un elefante de circo, escapado de alguna
pista del Far West. Traía todos los prejuicios que pueden
adquirirse en el trato con los domadores y en la frecuentación
de los espectáculos humanos, y estaba lleno de sofismas y
ardides. Casi era un político profesional. En vano intentó
que lo escucharan. No bien empezó a sonreír
maliciosamente, meneando la trompa y diciendo chistes de mal gusto
sobre la conveniencia de usar calzones, cuando los elefantes
ortodoxos, los selváticos, lo hicieron callar, declarándolo
representante de Wall Street.
La discusión comenzaba a tomar un sesgo amenazante; pero, a
fuerza de prolongados silbos, un Ave Rara que lucía los
penachos más atrayentes y centellaba de luz roja y plateada,
pudo imponer orden y empezó a decir con voz armoniosa:
–Voto por la abolición del hombre. Sea anulado el hombre
y no tenga sucesor ninguno. ¿Qué falta le hace a la
Tierra? Alternen los días y las noches, las auroras y los
crepúsculos, las calmas y las tempestades, las lluvias y los
soles. Nadie estorbe el roncar de las frondas, el voluble besuqueo de
los arroyos y el contundente discurso de las cataratas. Bailen a su
gusto las olas verdes. Pósense o vuelen a su talante los
nubarrones plomizos. Los vientos de larga cola concierten los corros
y los minués de hojas amarillas. Crezca y cunda la vegetación
a su antojo. El campo ahogue y borre a las ciudades. Olvídese
para siempre al hombre. Desaparezca de una vez este funesto accidente
de la Creación.
Las ovaciones hicieron temblar las montañas. Entre el
entusiasmo general, los perros, a todo correr, llegaron a la próxima
estación telegráfica y denunciaron el caso a los
‘grandes rotativos’.
(*) Texto tomado del libro
del autor Cuentos.
Edición y prólogo de Alicia Reyes. México,
Océano, 2001. 247 páginas (Biblioteca Clásica y
Contemporánea).
Ahora,
por desgracia, está de moda el insulto, la descalificación
barata y grosera, el sostenella y no enmendalla, la diatriba sin
fundamento, la tertulia televisiva y agresiva. Estos seudoliteratos,
estos contertulios o tertulianos, estos modernos intelectuales de vía
estrecha, estos falsos bufones, bien podrían aprender de una
famosa retractación o palinodia expresada desde un corazón
arrepentido y escrita desde una pluma sabia y filosófica.
El
caso que nos ocupa, aquí y ahora, es el choque de conceptos,
de sensibilidades, que se produjo entre Miguel de Unamuno Jugo y
Félix
Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén
Darío (nacido en Metapa, hoy Ciudad Darío, Matagalpa,
el 18 de enero de 1867, y muerto en León, el 6 de febrero de
1916), poeta nicaragüense, máximo representante del
Modernismo literario en lengua española. Es llamado Príncipe
de las Letras castellanas.
Vamos
ahora, con vuestro permiso, a escuchar dos poemas del gran Rubén
Darío.
Aurora
A
MARGARITA DEBAYLE
Margarita,
está linda la mar,
y
el viento
lleva
esencia sutil de azahar;
yo
siento
en
el alma una alondra cantar:
tu
acento.
Margarita,
te voy a contar
un
cuento.
Éste
era un rey que tenía
un
palacio de diamantes,
una
tienda hecha del día
y
un rebaño de elefantes,
un
kiosko de malaquita,
un
gran manto de tisú,
y
una gentil princesita,
tan
bonita,
Margarita,
tan
bonita como tú.
Una
tarde la princesa
vio
una estrella aparecer;
la
princesa era traviesa
y
la quiso ir a coger.
La
quería para hacerla
decorar
un prendedor,
con
un verso y una perla,
y
una pluma y una flor.
Las
princesas primorosas
se
parecen mucho a ti:
cortan
lirios, cortan rosas,
cortan
astros. Son así.
Pues
se fue la niña bella,
bajo
el cielo y sobre el mar,
a
cortar la blanca estrella
que
la hacía suspirar.
Y
siguió camino arriba,
por
la luna y más allá;
mas
lo malo es que ella iba
sin
permiso del papá.
Cuando
estuvo ya de vuelta
de
los parques del Señor,
se
miraba toda envuelta
en
un dulce resplandor.
Y
el rey dijo: “¿Qué te has hecho?
Te
he buscado y no te hallé;
y
¿qué tienes en el pecho,
que
encendido se te ve?”.
La
princesa no mentía.
Y
así, dijo la verdad:
“Fuí
a cortar la estrella mía
a
la azul inmensidad”.
Y
el rey clama: “¿No te he dicho
que
el azul no hay que tocar?
¡Qué
locura! ¡Qué capricho!
El
Señor se va a enojar”.
Y
dice ella: “No hubo intento;
yo
me fui no sé por qué;
por
las olas y en el viento
fui
a la estrella y la corté”.
Y
el papá dice enojado:
“Un
castigo has de tener:
vuelve
al cielo, y lo robado
vas
ahora a devolver”.
La
princesa se entristece
por
su dulce flor de luz,
cuando
entonces aparece
sonriendo
el Buen Jesús.
Y
así dice: “En mis campiñas
esa
rosa le ofrecí:
son
mis flores de las niñas
que
al soñar piensan en mí”.
Viste
el rey ropas brillantes,
y
luego hace desfilar
cuatrocientos
elefantes
a
la orilla de la mar.
La
princesita está bella,
pues
ya tiene el prendedor
en
que lucen, con la estrella,
verso,
perla, pluma y flor.
Margarita,
está linda la mar,
y
el viento
lleva
esencia sutil de azahar:
tu
aliento.
Ya
que lejos de mí vas a estar,
guarda,
niña, un gentil pensamiento
al
que un día te quiso contar
un
cuento.
Amelia
SONATINA
La
princesa está triste… ¿qué tendrá
la princesa?
Los
suspiros se escapan de su boca de fresa,
que
ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La
princesa está pálida en su silla de oro,
está
mudo el teclado de su clave de oro;
y
en un vaso olvidado se desmaya una flor.
El
jardín puebla el triunfo de los pavos-reales.
Parlanchina,
la dueña dice cosas banales,
y,
vestido de rojo, piruetea el bufón.
La
princesa no ríe, la princesa no siente;
la
princesa persigue por el cielo de Oriente
la
libélula vaga de una vaga ilusión.
¿Piensa
acaso en el príncipe del Golconsa o de China,
o
en el que ha detenido su carroza argentina
para
ver de sus ojos la dulzura de luz?
¿O
en el rey de las Islas de las Rosas fragantes,
o
en el que es soberano de los claros diamantes,
o
en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?
¡Ay!
La pobre princesa de la boca de rosa
quiere
ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener
alas ligeras, bajo el cielo volar,
ir
al sol por la escala luminosa de un rayo,
saludar
a los lirios con los versos de mayo,
o
perderse en el viento sobre el trueno del mar.
Ya
no quiere el palacio, ni la rueca de plata,
ni
el halcón encantado, ni el bufón escarlata,
ni
los cisnes unánimes en el lago de azur.
Y
están tristes las flores por la flor de la corte;
los
jazmines de Oriente, los nulumbos del Norte,
de
Occidente las dalias y las rosas del Sur.
¡Pobrecita
princesa de los ojos azules!
Está
presa en sus oros, está presa en sus tules,
en
la jaula de mármol del palacio real,
el
palacio soberbio que vigilan los guardas,
que
custodian cien negros con sus cien alabardas,
un
lebrel que no duerme y un dragón colosal.
¡Oh,
quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!
(La
princesa está triste. La princesa está pálida)
¡Oh,
visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién
volara a la tierra donde un príncipe existe
(La
princesa está pálida. La princesa está triste)
más
brillante que el alba, más hermoso que abril!
¡Calla,
calla, princesa, dice el hada madrina,
en
caballo con alas, hacia acá se encamina,
en
el cinto la espada y en la mano el azor,
el
feliz caballero que te adora sin verte,
y
que llega de lejos, vencedor de la Muerte,
a
encenderte los labios con su beso de amor!
(Música)
El
diccionario proporciona dos acepciones para el término
‘palinodia’: una, proveniente de ‘pálino-palin’,
prefijo derivado del griego ‘palunoo’, que significa
esparcir: el polvo como metáfora de la naturaleza esparcida
del universo; una oda a la constitución elemental del cosmos.
La
otra definición viene del griego ‘palinoodia’, que
quiere decir repetición del canto, o canto de retractación.
Retractar es revocar lo que se ha dicho, desdecirse.
Según
apunta el autor Miguel Díez R., Unamuno estaba, por lo menos
al principio, muy distanciado y displicente ante aquellos nuevos
sones modernistas y nunca en verdad sintió agrado, y aun menos
simpatía, por la obra de Rubén, que desdeñaba
cordialmente y acusaba de afrancesada:
Andrés
/ Unamuno
“No
hay autor en castellano más francés que usted”,
le escribía con indisimulada descalificación. Y agrega
después: “Rubén Darío es algo digno de
estudio. Es el indio con vislumbres de la más alta
civilización, de algo esplendente y magnífico, que al
querer expresar lo inexplicable, balbucea. Tiene sueños
gigantescos, ciclópeos, pero al despertar no le queda más
que la vaga melodía de ondulantes reminiscencias. Tiene un
valor positivo muy grande, pero carece de toda cultura que no sea
exclusivamente literaria”.
Xose
Luis / Rubén
“Ciertos
versos de Unamuno que suenan como martillazos me hacen pensar en el
buen obrero del pensamiento que, con la fragua encendida, el pecho
desnudo y transparente el alma, lanza su himno o su plegaria, al
amanecer, a buscar a Dios en lo infinito. [...] Ciertamente, Unamuno
es amigo de paradojas –y yo mismo he sido víctima de
algunas de ellas–, pero es uno de los más notables
removedores de ideas que haya hoy, y, como he dicho, según mi
modo de sentir, un poeta. Si poeta es asomarse a las puertas del
misterio y volver de él, con una vislumbre de lo desconocido
en los ojos. Y pocos como ese vasco meten su alma en lo más
hondo del corazón de la vida y la muerte. Su mística
está llena de poesía como la de Novalis. Su Pegaso,
gima o relinche, no anda entre lo miserable cotidiano, sino que se
alza siempre en vuelo de trascendencia. Sed de principios supremos,
exaltación a lo absoluto, hambre de Dios, desmelenamiento del
espíritu sobre lo insondable. [...] Él quiere que se
rompa la nuez y vaya uno a lo que nutre. Que se hunda uno en el pozo
del espíritu y en el abismo de su corazón, para buscar
allí tesoros aladínicos”.
Parece
ser que allá por el año 1900, el poeta Rubén
Darío, que estaba preparando un artículo de elogio
hacia Miguel de Unamuno, leyó en un diario madrileño,
que le entregó Valle-Inclán, un artículo de
Unamuno sobre su persona. En dicho artículo, decía,
entre otras lindezas, que al poeta nicaragüense aún se le
veían las plumas de indio que llevaba dentro de sí.
En
ese artículo decía Rubén, entre otras cosas:
Xose
Luis / Rubén
“Admirado
señor: He leído su artículo. Yo había
escrito antes otro sobre usted, sobre su obra. Ahí va. Quiero
decirle que yo remito hoy mi trabajo a Buenos Aires, para publicarlo
en La
Nación, sin
quitarle ni añadirle una coma, con la constancia de mi
admiración rendida hacia todo lo que usted ha producido. Y
firmo esta carta con una de las plumas de indio que, según
usted, aún llevo dentro de mí.”
Pasados
unos meses de la publicación de dichos artículos,
Unamuno se encuentra en la calle con Valle-Inclán y le comenta
lo sucedido (hechos que el gallego ya conocía) y lo
desconcertante de la situación.
Valle
Inclán se exalta y le contesta:
José
Miguel / Valle-Inclán
“El
suceso, amigo don Miguel, no tiene nada de notable y mucho menos de
desconcertante. Es, sencillamente, el resultado del enfrentamiento de
dos sujetos diferentes y opuestos. Es una realidad natural. Ustedes
no han nacido para entenderse, porque Rubén y usted son
antípodas. Verá usted: Rubén tiene todos los
defectos de la carne: es glotón, bebedor, es mujeriego, es
holgazán, etcétera. Pero posee, en cambio, todas las
virtudes del espíritu: es bueno, es generoso, es sencillo, es
humilde, etcétera. En cambio, usted almacena todas las
virtudes de la carne: es usted frugal, abstemio, casto e infatigable.
Y tiene usted todos los vicios del espíritu: es usted
soberbio, ególatra, avaro, rencoroso. Por eso, cuando Rubén
se muera y se le pudra la carne que es lo que tiene malo, le quedará
el espíritu, que es lo que tiene bueno, ¡y se salvará!
Pero a usted, cuando se muera y se le pudra la carne, que es lo que
tiene bueno, le quedará el espíritu, que es lo que
tiene malo, ¡y se condenará!”
“Desde
entonces, Unamuno anda muy preocupado”. O al menos eso era lo
que decía don Ramón mientras se mesaba las barbas.
Como
si realmente conociese la anécdota anteriormente transcripta y
la quisiera resumir, el escritor mexicano Alfonso Reyes afirmó,
a la muerte del poeta nicaragüense:
Lorenzo
/ Alfonso
“Rubén
tenía todos los pecados del Hombre, que son veniales, y
Unamuno tiene todos los pecados del Ángel, que son mortales.
Porque
Rubén era un hombre bueno, con un corazón generoso y
comprensivo que no conocía ni la soberbia, ni el rencor, ni la
envidia; pero también un hombre ‘descabalado’,
‘desparramado’, desolado, insatisfecho, sin sosiego
familiar y, desde luego, ‘pagano por amor a la vida’.
Codicioso de placer, conoció, buscó y se entregó
con pasión y sin contención a todos los vicios:
derroche, disipación, drogas, mujeres y alcohol.”
En
línea también con la susodicha anécdota, y sólo
en lo tocante a Rubén, el mismo Valle-Inclán le rindió
homenaje con las siguientes palabras dirigidas al poeta argentino
Arturo Capdevilla:
José
Miguel / Valle-Inclán
“Darío
era un niño. Era inmensamente bueno… Repito que era un
niño. Ni orgulloso, ni rencoroso, ni ambicioso. No tenía
ninguno de los pecados angélicos. Lejos como nadie de todo
pecado luzbélico, él no conocía otros pecados
que los de la carne. Era goloso, a veces glotón, era sensual,
era muelle. Todo eso se muere con la carne. Su alma era pura,
purísima.”
Vamos
a escuchar ahora uno de los escritos más sustancioso y bello,
en que Unamuno logra el siempre difícil equilibrio entre la
literatura del cerebro y el sentimiento que sale del corazón.
Por mi profesión, he leído miles de escritos y a
cientos de autores, y, sin embargo, todavía recuerdo la
hondura del rector de Salamanca, expresada en estas insuperables
palabras.
Andrés
/ Unamuno
HAY QUE SER JUSTO Y BUENO, RUBÉN
Conoci y traté a Rubén: no lo bastante.
Conservo de él una docena de cartas, en alguna de las cuales
se ve al hombre. Quiero aquí, como ofrenda al hombre, comentar
alguna de esas cartas.
Con esta lengua que el demonio nos ha dado a los hombres
de letras dije una vez delante de un compañero de pluma que a
Rubén se le veían las plumas –las de indio–
debajo del sombrero; y el que me lo oyó, ni corto ni perezoso,
esparció la especie, que llegó a oídos de Darío.
Y éste, poco después, el 5 de setiembre de 1907, me
escribía desde París: “Mi querido amigo: Ante
todo, para una allusion. Es con una pluma que me quito debajo del
sombrero con la que le escribo. Y lo primero que hago es quejarme de
no haber recibido su ultimo libro. Podrá haber diferencias
mentales entre usted y yo, pero…”. No copio lo que
sigue, pues no quiero aparecer haciéndome el propio artículo
ante la muerte, aún fresca y palpitante de pena, del óptimo
poeta y hombre mejor.
¡No, no fui justo ni bueno con Rubén; no lo
fui! No lo he sido acaso con otros. Y él, Rubén, era
justo y era bueno.
Nadie como él nos tocó en ciertas fibras;
nadie como él sutilizó nuestra comprensión
poetica. Su canto fue como el de la alondra: nos obligó a
mirar un cielo más ancho, por encima de las tapias del jardín
patrio en que cantaban, en la enramada, los ruiseñores
indígenas. Su canto nos fue un nuevo horizonte, pero no un
horizonte para la vista, sino para el oído. Fue como si
oyésemos voces misteriosas que venían de más
allá de donde a nuestros ojos se junta el cielo con la tierra,
de lo perdido tras la última lontananza. Y yo, oyendo aquel
canto, me callé. Y me callé porque tenía que
cantar, es decir, que gritar acaso, mis propias congojas, y gritarlas
como bajo tierra, en soterraño. Y para mejor ensayarme me
soterré donde no oyera a los demás.
De tal modo se tapa uno los oídos para no oír
a los demás.
Han pasado más de ocho años de esto;
muchas veces esas palabras de noble y triste reproche del pobre Rubén
me han sonado dentro del alma, y ahora parece que las oigo salir de
su enterramiento, aún mollar. ¿Fui con él justo
y bueno? No me atrevo a decir que sí.
Quería alguna palabra de benevolencia para sus
esfuerzos de cultura de parte de aquellos con quienes se creía,
por encima de diferencias mentales, hermanado en una obra común.
Era justo y noble su deseo. Y yo, arando solo en mi campo, desdeñoso
en el que creía mi espléndido aislamiento, meditando
nuevos desdenes, seguí callándome ante su obra. ¿Fue
esto justo y bueno? No me atrevo a decir que sí.
Él, por su parte, no se
calló ante la mía. Ante mi obra poética, quiero
decir. Cuando publiqué mi primer volumen de poesías lo
mejor, sin duda, lo más cordial que sobre ellas se dijo, fue
lo que dijo Rubén en un artículo de La
Nación bonaerense.
No lo olvidaré nunca. Y las cartas que después me
escribió fueron nobles, sinceras y dignas. Y es que aquel
óptimo poeta era un hombre mejor.
“Sea, pues, justo y bueno”. Esto me decía
Rubén cuando yo me embozaba arrogante en la capa de desdén
de mi silencioso aislamiento, de mi aislado silencio. Y esas palabras
me llegan desde su tumba reciente ahora que veo llegar la otra
soledad de la cosecha.
¡No, no fui justo ni bueno con Rubén; no lo
fui! No lo he sido acaso con otros. Y él, Rubén, era
justo y era bueno.
Era justo, esto es, comprensivo y tolerante, porque era
bueno. Aquel hombre, de cuyos vicios tanto se habló y tanto
más se fantaseó, era bueno, fundamentalmente bueno,
entrañadamente bueno. Y era humilde, cordialmente humilde.
“Alguna palabra de benevolencia para mis esfuerzos de cultura”.
Aún me resuena esta queja y reproche y demanda. ¡Que no
era pedirme una limosna, no, no!, sino pedirme una justicia. “Sea,
pues, justo y bueno”. ¡Pobre Rubén! ¿Te
llegarán tarde estas líneas de tu amigo que no quiere
ser injusto ni malo?
¿Por qué, en vida tuya, amigo, me callé
tanto? ¡Qué sé yo…!, ¡qué sé
yo…! Es decir, no quiero saberlo. No quiero penetrar en
ciertos tristes rincones de nuestro espíritu. Pero tú,
pobre Rubén, me estás diciendo desde tu reciente tumba:
‘Sea justo con los otros, con todos; sea bueno con los otros,
con todos’. Pero… Sí, buen Rubén, óptimo
poeta y mejor hombre: este tu huraño y hermético amigo,
que debe ser justo y debe ser bueno contigo y con los demás,
te debía palabras no de benevolencia, de admiración y
de fervorosa alabanza, por tus esfuerzos de cultura. Y si Dios me da
salud, tiempo y ánimo, he de decir de tu obra lo que –más
vale no pensar en por qué– no dije cuando podías
oírlo. ¿Las oirás ahora? Quisiera creer que sí.
Hay que ser justo y bueno, Rubén.
Tres Cantos, 20 de octubre de 2011
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