jueves, 20 de octubre de 2011

Alberto Collantes: Unamuno y Rubén Darío. jueves 20 Octubre 2011

Unamuno y Rubén Darío
 Alberto Collantes

 


Acabamos banalizando y relativizando
el dolor en esta sociedad
endurecida, adormecida y embrutecida.


Menchu
Eso de que todos fuimos culpables. Hay quienes fomentan el odio. Evidentemente hay gente que sigue viviendo del odio. Incluso ganando dinero del odio. Veo cosas en Internet que en Inglaterra serían ilegales” (Paul Preston).



UNA JUSTA REPARACIÓN Y UNA ACTITUD AVERGONZADA

A lo largo de esta tarde iremos viendo, leyendo y disfrutando, paso a paso, de la enorme literatura de Rubén Darío, Miguel de Unamuno, Ramón María del Valle-Inclán y Alfonso Reyes. Todo, a propósito de la discrepancia surgida entre Miguel y Rubén, diferencia en la que mediaron Ramón y Alfonso, poniendo en su sitio a Unamuno, que supo aceptar los sabios consejos de sus colegas de la pluma. Como sabemos, entonces se escribía con pluma, esa pluma que primero le sirvió a Miguel para hacer una parodia barata y xenófoba del nicaragüense, y después, para con su otras veces acerada pluma, desdecirse, retractarse y mostrar su vergüenza y demostrar su reparación y su arrepentimiento, cantar su palinodia.
Hay un caso paradigmático del uso de la palabra, de la convicción y persuasión que puede llegar a tener el verbo fluido y bienintencionado. Es la correspondencia entre José Martí, el libertador cubano, con otro libertador y paisano, el general Antonio Maceo, Aunque los dos discrepaban en el modo de llevar a cabo la revolución, llegaron a entenderse, sobre todo, por el cariño que siempre mostró José en sus respetuosas cartas a Antonio. Aunque esta relación epistolar sólo es un ejemplo del enorme poder de la palabra.
También se disfruta del poder persuasivo de la palabra en las cartas que escribía Juan Rulfo a su jovencísima novia, luego su mujer, cuando a las quejas de ésta sobre su madre, Juan la regaña cariñosa pero decididamente a favor del criterio del mayor al que debe obedecer.
Estos dos casos muestran la enorme pujanza del español en América, donde no se le tiene miedo a la palabra, como cuando el propio Unamuno decía que el futuro del idioma español estaba en el Nuevo Mundo. En la actualidad, hay tres comunidades donde hablan español 45 millones de ciudadanos en cada una de ellas: en España, en Colombia y en Estados Unidos, donde es imparable el auge de nuestro idioma. No me olvido, claro está, de México y de Argentina.

Miguel de Unamuno, beligerante contra el poder establecido por el general autor de la llamada ‘dictablanda’ Miguel Primero de Rivera, pasó una larga temporada de destierro en la isla de Fuerteventura. La mezcla de melancolía y reconocimiento del fugaz paso del tiempo expresada en la frase “Decíamos ayer” por su antecesor Fray Luis de León, siglos antes, cuando regresó a su cátedra de Salamanca después de pasar el durísimo e injusto examen ante la Inquisición, también fue utilizada por Unamuno al ser repuesto en su cátedra de Salamanca después de su destierro en Fuerteventura.
Unamuno no era hombre de paños calientes. Decía de sus propios paisanos del Bocho bilbaíno (o bilbaino, como dicen ellos): “Altos, flojos, comilones y rompidores de alpargatas”, y por extensión de sus paisanos vascos. Como sabemos, ahora se llaman euskaldunes y no sólo rompen alpargatas. Los tiempos cambian. Pero no es éste el tema de mi charla ante vosotros.
El motivo de mi exposición, que espero sea atendida con la paciencia y benevolencia de otras veces, es recordar una anécdota de don Miguel, el filósofo, en su tormentosa relación con el inmenso poeta Rubén Darío.

Miguel de Unamuno, filósofo. Rector de la Universidad de Salamanca.
En 1914 el ministro de Instrucción Pública lo destituye del rectorado por razones políticas, convirtiéndose Unamuno en mártir de la oposición liberal. En 1920 es elegido por sus compañeros decano de la Facultad de Filosofía y Letras. Es condenado a 16 años de prisión por injurias al Rey, pero la sentencia no llegó a cumplirse. En 1921 es nombrado vicerrector. Sus constantes ataques al rey y al dictador Primo de Rivera hacen que éste lo destituya nuevamente y lo destierre a Fuerteventura en febrero de 1924. El 9 de julio es indultado, pero él se condena al ostracismo voluntariamente y se va a Francia; primero a París y, al poco tiempo, a Hendaya, en el País Vasco francés, hasta el año 1930, año en el que cae el régimen de Primo de Rivera. A su vuelta a Salamanca, entró en la ciudad con un recibimiento apoteósico.
Seis años más tarde, durante el acto de apertura del curso académico, el 12 de octubre de 1936, en el Paraninfo de la Universidad, Unamuno se arrepintió públicamente de su apoyo a la sublevación. Varios oradores soltaron tópicos acerca de la “anti-España”.

En su obra La guerra civil española el hispanista inglés Hugh Thomas dice:

Miguel
El profesor Francisco Maldonado, tras las formalidades iniciales y un apasionado discurso de José María Pemán, pronuncia un discurso en que ataca violentamente a Cataluña y al País Vasco, calificando a estas regiones como “cánceres en el cuerpo de la nación. El fascismo, que es el sanador de España, sabrá cómo exterminarlas, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos”.
Alguien grita entonces, desde algún lugar del paraninfo, el famoso lema “¡Viva la muerte!”. Millán-Astray responde con los gritos con que habitualmente se excitaba al pueblo.
Miguel de Unamuno, que presidía la mesa, se levanta lentamente y dice: “Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso –por llamarlo de algún modo– del profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo –dice Unamuno señalando al obispo de Salamanca–, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona. Pero ahora acabo de oír el necrófilo e insensato grito “¡Viva la muerte!”, y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor.
En ese momento Millán-Astray exclama irritado: “Muera la intelectualidad traidora. Viva la muerte”. El escritor José María Pemán, en un intento de calmar los ánimos, aclara: “¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!”.
Miguel de Unamuno, sin amedrentarse, continúa:
“Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”.
A continuación, con el público asistente encolerizado contra Unamuno y lanzándole todo tipo de insultos, algunos oficiales echaron mano de las pistolas... pero se libró gracias a la intervención de Carmen Polo de Franco, quien agarrándose a su brazo lo acompañó hasta su domicilio.


Rubén Darío

Fernando Delgado hizo una corta y acertada semblanza del poeta en el diario El País:
Con los más grandes creadores, Rubén Darío fue un incesante inventor de formas y de ritmo. Voluptuoso y exótico, imaginativo y sensual, es considerado el fundador de la lírica histriónica. Único en la expresión modernista de la poesía, su figura es la de un gigante del verbo. En Azul, libro que inaugura el Modernismo, Rubén libera a la poesía hispánica de sus trabas tradicionales. Hedonista, viajero impenitente, cosmopolita, su obra bebe lo mismo de la mejor tradición de la lengua española que de los románticos parnasianos o simbolistas franceses, y la inquietud de su espíritu proyecta un mundo y su estilo nuevos, tanto en sus influjos como en su riqueza temática, y la evolución de su obra culmina en Cantos de vida y esperanza, libro en el que expresa con gran profundidad el sentimiento doloroso de la existencia.”

Nicaragüense, es el mayor poeta del modernismo literario, por eso se le denomina Príncipe del Modernismo.
La poesía debe ser ñoña, tiene que poseer un punto de cursilería. No se me ocurre un término más adecuado, quizá porque, como sabéis, soy un negado para expresar algo en verso. La elegía más grande que se ha escrito nunca en lengua castellana, en mi modesta opinión, la de Miguel Hernández a su desaparecido amigo Ramón Sijé, tiene un punto cursi dentro del desgarro interior que grita el poeta ante la muerte de su amigo.
El otro día, en el amistoso encuentro anual de la Noche de las Meigas, a la que vamos, año tras año, a cerrar el curso del Grupo Encuentros, uno de nosotros leyó una elegía, nada menos que la de García Lorca a la muerte de Rosalía de Castro, escrita en gallego por el poeta granadino. Pero suena conceptuosa, a ratos fría, quizá porque escribir en otro idioma es una tarea ardua y difícil.
Lo que quiero decir es que la poesía de Rubén Darío, que es la que nos ocupa, es así, tierna, onírica, ampulosa; a ratos cursi, en definitiva. Pero en ella se refleja el alma de un poeta, con sus odaliscas y sus imágenes y metáforas de cisnes, de azules y de la magia de Oriente.
Durante el franquismo se denigró mucho todo este mundo poético de Rubén Darío, y se nos ofrecía una imagen blanda, rozando la estupidez, de sus poemas. Por eso hemos tenido que superar la opinión mentecata y las afirmaciones miserables que se hacían, no tanto del poeta como de su extensa, profusa y riquísima obra.

Ramón María del Valle-Inclán, gallego. Seguramente el mejor literato en lengua castellana del siglo XX. Valga como muestra un fragmento de Sonata de Otoño, ahora que estamos en esa estación.

José Miguel / Valle-Inclán

Yo recordaba nebulosamente aquel antiguo jardín donde los mirtos seculares dibujaban los cuatro escudos del fundador, en torno de una fuente abandonada. El jardín y el Palacio tenían esa vejez señorial y melancólica de los lugares por donde en otro tiempo pasó la vida amable de la galantería y del amor. Bajo la fronda de aquel laberinto, sobre las terrazas y en los salones, habían florecido las rosas y los madrigales, cuando las manos blancas que en los viejos retratos sostienen apenas los pañolitos de encaje, iban deshojando las margaritas que guardan el cándido secreto de los corazones. ¡Hermosos y lejanos recuerdos! Yo también los evoqué un día lejano, cuando la mañana otoñal y dorada envolvía el jardín húmedo y reverdecido por la constante lluvia de la noche. Bajo el cielo límpido, de un azul heráldico, los cipreses venerables parecían tener el ensueño de la vida monástica. La caricia de la luz temblaba sobre las flores como un pájaro de oro, y la brisa trazaba en el terciopelo de la yerba, huellas ideales y quiméricas como si danzasen invisibles hadas. Concha estaba al pie de la escalinata, entretenida en hacer un gran ramo con las rosas. Algunas se habían deshojado en su falda, y me las mostró sonriendo.


Alfonso Reyes, mexicano. Filólogo. Tiene una anécdota divertida durante una visita que hizo a España hace ahora un siglo. Estaba con algún otro monstruo de la literatura viendo un desfile de carrozas en una romería por el centro de Madrid, cuando un vecino enardecido, que estaba a su lado, gritó: “¡Muera la raza latina!”. Alfonso le dijo a su amigo: “¡Pero este hombre sabe lo que dice! La raza latina somos todos nosotros, incluido él mismo”. Y su colega le respondió sonriente, señalando a un grupito de curas con sotana que iban por la acera de enfrente: “Lo dice por esos”.
Para situar al autor, vamos a escuchar un cuento suyo. Pero antes vamos a escuchar música.

(Música)

Menchu y Lorenzo
Tenía que suceder al fin. Varias veces nos lo habían advertido y nunca quisimos hacer caso. Ello es que las fieras y animales silvestres, espantados por los desmanes del hombre, se reunieron secretamente en alguna ignorada región del África para tomar providencias ante una posible catástrofe del planeta.
Por supuesto, no se ha permitido la presencia a cualquiera. Se expulsó a los astutos insectos y otras alimañas menores, tan creídos de que son los futuros amos del mundo por su capacidad de ‘proliferar’ entre las mayores abyecciones, sin perdonar siquiera a los hormigueros y a los panales, que –pese a la literatura– son los causantes de todo el daño, por haberse propuesto al hombre como tipo de la perfecta república: nacional socialista, claro está.
Algunas bestias mentadas en el Libro de Job, jeroglifos vivientes, fueron asimismo víctimas de la previa censura. Así la cabra montés y la corza, remisas e inasimilables, dotadas de posteridad pero no de continuidad, y que, como los malos teóricos, paren con esfuerzo, replegándose sobre sí mismas, lo que no existe, lo que se va y no vuelve.
También fue excluido el onagro, asno irregular, habitante de los salados desiertos, que sobra en todas las agrupaciones sociales como el solterón sin deberes.
Lo propio se hizo con otro horrendo solitario, el rinoceronte, catapulta de un solo bloque, el cual nunca pudo ver más allá de sus narices porque se lo estorba, entre los biliosos ojillos de marrano, el cuerno plantado como enseña, alza en la pieza de artillería.
No se toleró a la avestruz, gallina abultada que entierra sin amor sus huevos, ‘maniquí de alta costura’, con sus plumeros de embajador o cortesana, su indecente tallo de carne cruda que remata en una piña aplastada, sus desvergonzados muslos desnudos, su zigzag de fugitiva constante –burla del caballo y del jinete–, sus aletas en cañones que ignoran el vuelo y aplauden la carrera; su estúpida pretensión de ocultarse cuando hunde la cabeza en el polvo, figurándose así –sofisma de ‘voluntad y representación’– que ella misma se esconde al mundo porque esconde el mundo a sus ojos.
Ni se dio cabida al gavilán ni al buitre, cuyos polluelos tragan sangre, que sólo se remontan a las alturas para mejor ver las carroñas abandonadas en el suelo y que giran incesantemente en círculos esclavos, dibujo de sus hediondos apetitos.
Quedaron, pues, los animales auténticos. Tigres, leones, panteras, osos y otras pieles de lujo, grandes y pequeñas, casi no hicieron más que escuchar: no habían tenido tiempo de reflexionar sobre el caso. El propio Maese Zorro, desmintiendo su tradición fabulosa, se encontraba desprevenido. Y, al revés de lo que pasa en los congresos humanos, el loro, por fortuna, calló. Unos cuantos animales obvios llevaron el peso del debate.
El asno, que presidía la sesión, tomó la palabra. El asno ha visto de cerca al hombre y, como todos saben, lo ha acompañado en algunas de sus más ilustres jornadas: excursiones militares de Dióniso, viaje redondo del Salvador. Pero no se hacía ilusiones. A su juicio, el destino de la criatura humana había agotado sus últimas promesas. ¿Qué hacen hoy por hoy los hombres? Destruirse entre sí. Cuando toda una especie se entrega frenéticamente a su propio aniquilamiento, es de creer que su locura responde a los altos designios de su Creador.
–Porque yo, hermanos míos –concluyó el asno en su prudencia–, sí creo en Dios.
Tras el silencio temeroso que sucedió a estas palabras, se oyó un relincho. Es aquel que, ‘entre las bocinas, dice: ¡Ea!, y de lejos huele las batallas, el estruendo de los príncipes y el clamor’ (Job, XXXIX, 25). El caballo, nuestro bravo camarada de armas, ráfaga crinada, no quiso disimular su despecho. El combate, heroico antes y que levantaba las energías cordiales, hoy es cosa de administración y de máquinas.
–Además –continuó–, ¡si el hombre sólo combatiera contra el hombre! Mucho se podría alegar en defensa de la guerra, la verdadera guerra en que era yo aliado del hombre. Pero hoy los humanos combaten ya contra la naturaleza y quieren desintegrarla y hacerla desaparecer, en su afán de adueñársela. La Tierra misma está en peligro.
Algunos ladridos de protesta fueron tumultuosamente acallados. Había consigna de no dejar hablar a los perros, sospechosos de complicidad con el hombre.
Pero habló el mono. Según él, no quedaba otro recurso que precaverse a tiempo y elegir un nuevo monarca. Nadie más indicado que el mono –la rama de los pretendientes destronados– para suceder al hombre en el gobierno.
–¡Oh, no! –reclamó el elefante–. Hace falta un animal de mayor gravedad y aplomo, de reconocida responsabilidad y de memoria probada, capaz de llevar a término sus empresas. El mono es un ente ridículo y cómico, una bufonesca imitación del hombre, y una criatura expuesta siempre a estériles inquietudes y nerviosidades; casi diríamos que es una ardilla, el candor en menos, cuyas vueltas y revueltas carecen de utilidad y sentido. ¿Sustituir al hombre por su caricatura? ¡Jamás!
Aquí un elefante enjaezado, vestido de telas verdes y rojas, alzó la trompa y lanzó un tañido; es decir, pidió la palabra. Era un elefante de circo, escapado de alguna pista del Far West. Traía todos los prejuicios que pueden adquirirse en el trato con los domadores y en la frecuentación de los espectáculos humanos, y estaba lleno de sofismas y ardides. Casi era un político profesional. En vano intentó que lo escucharan. No bien empezó a sonreír maliciosamente, meneando la trompa y diciendo chistes de mal gusto sobre la conveniencia de usar calzones, cuando los elefantes ortodoxos, los selváticos, lo hicieron callar, declarándolo representante de Wall Street.
La discusión comenzaba a tomar un sesgo amenazante; pero, a fuerza de prolongados silbos, un Ave Rara que lucía los penachos más atrayentes y centellaba de luz roja y plateada, pudo imponer orden y empezó a decir con voz armoniosa:
–Voto por la abolición del hombre. Sea anulado el hombre y no tenga sucesor ninguno. ¿Qué falta le hace a la Tierra? Alternen los días y las noches, las auroras y los crepúsculos, las calmas y las tempestades, las lluvias y los soles. Nadie estorbe el roncar de las frondas, el voluble besuqueo de los arroyos y el contundente discurso de las cataratas. Bailen a su gusto las olas verdes. Pósense o vuelen a su talante los nubarrones plomizos. Los vientos de larga cola concierten los corros y los minués de hojas amarillas. Crezca y cunda la vegetación a su antojo. El campo ahogue y borre a las ciudades. Olvídese para siempre al hombre. Desaparezca de una vez este funesto accidente de la Creación.
Las ovaciones hicieron temblar las montañas. Entre el entusiasmo general, los perros, a todo correr, llegaron a la próxima estación telegráfica y denunciaron el caso a los ‘grandes rotativos’.

(*) Texto tomado del libro del autor Cuentos. Edición y prólogo de Alicia Reyes. México, Océano, 2001. 247 páginas (Biblioteca Clásica y Contemporánea).


Ahora, por desgracia, está de moda el insulto, la descalificación barata y grosera, el sostenella y no enmendalla, la diatriba sin fundamento, la tertulia televisiva y agresiva. Estos seudoliteratos, estos contertulios o tertulianos, estos modernos intelectuales de vía estrecha, estos falsos bufones, bien podrían aprender de una famosa retractación o palinodia expresada desde un corazón arrepentido y escrita desde una pluma sabia y filosófica.
El caso que nos ocupa, aquí y ahora, es el choque de conceptos, de sensibilidades, que se produjo entre Miguel de Unamuno Jugo y Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío (nacido en Metapa, hoy Ciudad Darío, Matagalpa, el 18 de enero de 1867, y muerto en León, el 6 de febrero de 1916), poeta nicaragüense, máximo representante del Modernismo literario en lengua española. Es llamado Príncipe de las Letras castellanas.
Vamos ahora, con vuestro permiso, a escuchar dos poemas del gran Rubén Darío.


Aurora

A MARGARITA DEBAYLE

Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento.

Éste era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes,

un kiosko de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita,
Margarita,
tan bonita como tú.

Una tarde la princesa
vio una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.

La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla,
y una pluma y una flor.

Las princesas primorosas
se parecen mucho a ti:
cortan lirios, cortan rosas,
cortan astros. Son así.

Pues se fue la niña bella,
bajo el cielo y sobre el mar,
a cortar la blanca estrella
que la hacía suspirar.

Y siguió camino arriba,
por la luna y más allá;
mas lo malo es que ella iba
sin permiso del papá.

Cuando estuvo ya de vuelta
de los parques del Señor,
se miraba toda envuelta
en un dulce resplandor.

Y el rey dijo: “¿Qué te has hecho?
Te he buscado y no te hallé;
y ¿qué tienes en el pecho,
que encendido se te ve?”.

La princesa no mentía.
Y así, dijo la verdad:
Fuí a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad”.

Y el rey clama: “¿No te he dicho
que el azul no hay que tocar?
¡Qué locura! ¡Qué capricho!
El Señor se va a enojar”.

Y dice ella: “No hubo intento;
yo me fui no sé por qué;
por las olas y en el viento
fui a la estrella y la corté”.

Y el papá dice enojado:
Un castigo has de tener:
vuelve al cielo, y lo robado
vas ahora a devolver”.

La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el Buen Jesús.

Y así dice: “En mis campiñas
esa rosa le ofrecí:
son mis flores de las niñas
que al soñar piensan en mí”.

Viste el rey ropas brillantes,
y luego hace desfilar
cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar.

La princesita está bella,
pues ya tiene el prendedor
en que lucen, con la estrella,
verso, perla, pluma y flor.

Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento.

Ya que lejos de mí vas a estar,
guarda, niña, un gentil pensamiento
al que un día te quiso contar
un cuento.


Amelia

SONATINA

La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave de oro;
y en un vaso olvidado se desmaya una flor.

El jardín puebla el triunfo de los pavos-reales.
Parlanchina, la dueña dice cosas banales,
y, vestido de rojo, piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.

¿Piensa acaso en el príncipe del Golconsa o de China,
o en el que ha detenido su carroza argentina
para ver de sus ojos la dulzura de luz?
¿O en el rey de las Islas de las Rosas fragantes,
o en el que es soberano de los claros diamantes,
o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

¡Ay! La pobre princesa de la boca de rosa
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar,
ir al sol por la escala luminosa de un rayo,
saludar a los lirios con los versos de mayo,
o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata,
ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,
ni los cisnes unánimes en el lago de azur.
Y están tristes las flores por la flor de la corte;
los jazmines de Oriente, los nulumbos del Norte,
de Occidente las dalias y las rosas del Sur.

¡Pobrecita princesa de los ojos azules!
Está presa en sus oros, está presa en sus tules,
en la jaula de mármol del palacio real,
el palacio soberbio que vigilan los guardas,
que custodian cien negros con sus cien alabardas,
un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!
(La princesa está triste. La princesa está pálida)
¡Oh, visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe
(La princesa está pálida. La princesa está triste)
más brillante que el alba, más hermoso que abril!

¡Calla, calla, princesa, dice el hada madrina,
en caballo con alas, hacia acá se encamina,
en el cinto la espada y en la mano el azor,
el feliz caballero que te adora sin verte,
y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,
a encenderte los labios con su beso de amor!

(Música)


El diccionario proporciona dos acepciones para el término ‘palinodia’: una, proveniente de ‘pálino-palin’, prefijo derivado del griego ‘palunoo’, que significa esparcir: el polvo como metáfora de la naturaleza esparcida del universo; una oda a la constitución elemental del cosmos.
La otra definición viene del griego ‘palinoodia’, que quiere decir repetición del canto, o canto de retractación. Retractar es revocar lo que se ha dicho, desdecirse.
Según apunta el autor Miguel Díez R., Unamuno estaba, por lo menos al principio, muy distanciado y displicente ante aquellos nuevos sones modernistas y nunca en verdad sintió agrado, y aun menos simpatía, por la obra de Rubén, que desdeñaba cordialmente y acusaba de afrancesada:

Andrés / Unamuno
No hay autor en castellano más francés que usted”, le escribía con indisimulada descalificación. Y agrega después: “Rubén Darío es algo digno de estudio. Es el indio con vislumbres de la más alta civilización, de algo esplendente y magnífico, que al querer expresar lo inexplicable, balbucea. Tiene sueños gigantescos, ciclópeos, pero al despertar no le queda más que la vaga melodía de ondulantes reminiscencias. Tiene un valor positivo muy grande, pero carece de toda cultura que no sea exclusivamente literaria”.


Xose Luis / Rubén
Ciertos versos de Unamuno que suenan como martillazos me hacen pensar en el buen obrero del pensamiento que, con la fragua encendida, el pecho desnudo y transparente el alma, lanza su himno o su plegaria, al amanecer, a buscar a Dios en lo infinito. [...] Ciertamente, Unamuno es amigo de paradojas –y yo mismo he sido víctima de algunas de ellas–, pero es uno de los más notables removedores de ideas que haya hoy, y, como he dicho, según mi modo de sentir, un poeta. Si poeta es asomarse a las puertas del misterio y volver de él, con una vislumbre de lo desconocido en los ojos. Y pocos como ese vasco meten su alma en lo más hondo del corazón de la vida y la muerte. Su mística está llena de poesía como la de Novalis. Su Pegaso, gima o relinche, no anda entre lo miserable cotidiano, sino que se alza siempre en vuelo de trascendencia. Sed de principios supremos, exaltación a lo absoluto, hambre de Dios, desmelenamiento del espíritu sobre lo insondable. [...] Él quiere que se rompa la nuez y vaya uno a lo que nutre. Que se hunda uno en el pozo del espíritu y en el abismo de su corazón, para buscar allí tesoros aladínicos”.

Parece ser que allá por el año 1900, el poeta Rubén Darío, que estaba preparando un artículo de elogio hacia Miguel de Unamuno, leyó en un diario madrileño, que le entregó Valle-Inclán, un artículo de Unamuno sobre su persona. En dicho artículo, decía, entre otras lindezas, que al poeta nicaragüense aún se le veían las plumas de indio que llevaba dentro de sí.
En ese artículo decía Rubén, entre otras cosas:

Xose Luis / Rubén
Admirado señor: He leído su artículo. Yo había escrito antes otro sobre usted, sobre su obra. Ahí va. Quiero decirle que yo remito hoy mi trabajo a Buenos Aires, para publicarlo en La Nación, sin quitarle ni añadirle una coma, con la constancia de mi admiración rendida hacia todo lo que usted ha producido. Y firmo esta carta con una de las plumas de indio que, según usted, aún llevo dentro de mí.”

Pasados unos meses de la publicación de dichos artículos, Unamuno se encuentra en la calle con Valle-Inclán y le comenta lo sucedido (hechos que el gallego ya conocía) y lo desconcertante de la situación.
Valle Inclán se exalta y le contesta:

José Miguel / Valle-Inclán
El suceso, amigo don Miguel, no tiene nada de notable y mucho menos de desconcertante. Es, sencillamente, el resultado del enfrentamiento de dos sujetos diferentes y opuestos. Es una realidad natural. Ustedes no han nacido para entenderse, porque Rubén y usted son antípodas. Verá usted: Rubén tiene todos los defectos de la carne: es glotón, bebedor, es mujeriego, es holgazán, etcétera. Pero posee, en cambio, todas las virtudes del espíritu: es bueno, es generoso, es sencillo, es humilde, etcétera. En cambio, usted almacena todas las virtudes de la carne: es usted frugal, abstemio, casto e infatigable. Y tiene usted todos los vicios del espíritu: es usted soberbio, ególatra, avaro, rencoroso. Por eso, cuando Rubén se muera y se le pudra la carne que es lo que tiene malo, le quedará el espíritu, que es lo que tiene bueno, ¡y se salvará! Pero a usted, cuando se muera y se le pudra la carne, que es lo que tiene bueno, le quedará el espíritu, que es lo que tiene malo, ¡y se condenará!”

Desde entonces, Unamuno anda muy preocupado”. O al menos eso era lo que decía don Ramón mientras se mesaba las barbas.
Como si realmente conociese la anécdota anteriormente transcripta y la quisiera resumir, el escritor mexicano Alfonso Reyes afirmó, a la muerte del poeta nicaragüense:

Lorenzo / Alfonso
Rubén tenía todos los pecados del Hombre, que son veniales, y Unamuno tiene todos los pecados del Ángel, que son mortales.
Porque Rubén era un hombre bueno, con un corazón generoso y comprensivo que no conocía ni la soberbia, ni el rencor, ni la envidia; pero también un hombre ‘descabalado’, ‘desparramado’, desolado, insatisfecho, sin sosiego familiar y, desde luego, ‘pagano por amor a la vida’. Codicioso de placer, conoció, buscó y se entregó con pasión y sin contención a todos los vicios: derroche, disipación, drogas, mujeres y alcohol.”

En línea también con la susodicha anécdota, y sólo en lo tocante a Rubén, el mismo Valle-Inclán le rindió homenaje con las siguientes palabras dirigidas al poeta argentino Arturo Capdevilla:

José Miguel / Valle-Inclán
Darío era un niño. Era inmensamente bueno… Repito que era un niño. Ni orgulloso, ni rencoroso, ni ambicioso. No tenía ninguno de los pecados angélicos. Lejos como nadie de todo pecado luzbélico, él no conocía otros pecados que los de la carne. Era goloso, a veces glotón, era sensual, era muelle. Todo eso se muere con la carne. Su alma era pura, purísima.”

Vamos a escuchar ahora uno de los escritos más sustancioso y bello, en que Unamuno logra el siempre difícil equilibrio entre la literatura del cerebro y el sentimiento que sale del corazón. Por mi profesión, he leído miles de escritos y a cientos de autores, y, sin embargo, todavía recuerdo la hondura del rector de Salamanca, expresada en estas insuperables palabras.

Andrés / Unamuno

HAY QUE SER JUSTO Y BUENO, RUBÉN
Conoci y traté a Rubén: no lo bastante. Conservo de él una docena de cartas, en alguna de las cuales se ve al hombre. Quiero aquí, como ofrenda al hombre, comentar alguna de esas cartas.
Con esta lengua que el demonio nos ha dado a los hombres de letras dije una vez delante de un compañero de pluma que a Rubén se le veían las plumas –las de indio– debajo del sombrero; y el que me lo oyó, ni corto ni perezoso, esparció la especie, que llegó a oídos de Darío. Y éste, poco después, el 5 de setiembre de 1907, me escribía desde París: “Mi querido amigo: Ante todo, para una allusion. Es con una pluma que me quito debajo del sombrero con la que le escribo. Y lo primero que hago es quejarme de no haber recibido su ultimo libro. Podrá haber diferencias mentales entre usted y yo, pero…”. No copio lo que sigue, pues no quiero aparecer haciéndome el propio artículo ante la muerte, aún fresca y palpitante de pena, del óptimo poeta y hombre mejor.
¡No, no fui justo ni bueno con Rubén; no lo fui! No lo he sido acaso con otros. Y él, Rubén, era justo y era bueno.
Nadie como él nos tocó en ciertas fibras; nadie como él sutilizó nuestra comprensión poetica. Su canto fue como el de la alondra: nos obligó a mirar un cielo más ancho, por encima de las tapias del jardín patrio en que cantaban, en la enramada, los ruiseñores indígenas. Su canto nos fue un nuevo horizonte, pero no un horizonte para la vista, sino para el oído. Fue como si oyésemos voces misteriosas que venían de más allá de donde a nuestros ojos se junta el cielo con la tierra, de lo perdido tras la última lontananza. Y yo, oyendo aquel canto, me callé. Y me callé porque tenía que cantar, es decir, que gritar acaso, mis propias congojas, y gritarlas como bajo tierra, en soterraño. Y para mejor ensayarme me soterré donde no oyera a los demás.
De tal modo se tapa uno los oídos para no oír a los demás.
Han pasado más de ocho años de esto; muchas veces esas palabras de noble y triste reproche del pobre Rubén me han sonado dentro del alma, y ahora parece que las oigo salir de su enterramiento, aún mollar. ¿Fui con él justo y bueno? No me atrevo a decir que sí.
Quería alguna palabra de benevolencia para sus esfuerzos de cultura de parte de aquellos con quienes se creía, por encima de diferencias mentales, hermanado en una obra común. Era justo y noble su deseo. Y yo, arando solo en mi campo, desdeñoso en el que creía mi espléndido aislamiento, meditando nuevos desdenes, seguí callándome ante su obra. ¿Fue esto justo y bueno? No me atrevo a decir que sí.
Él, por su parte, no se calló ante la mía. Ante mi obra poética, quiero decir. Cuando publiqué mi primer volumen de poesías lo mejor, sin duda, lo más cordial que sobre ellas se dijo, fue lo que dijo Rubén en un artículo de La Nación bonaerense. No lo olvidaré nunca. Y las cartas que después me escribió fueron nobles, sinceras y dignas. Y es que aquel óptimo poeta era un hombre mejor.
Sea, pues, justo y bueno”. Esto me decía Rubén cuando yo me embozaba arrogante en la capa de desdén de mi silencioso aislamiento, de mi aislado silencio. Y esas palabras me llegan desde su tumba reciente ahora que veo llegar la otra soledad de la cosecha.
¡No, no fui justo ni bueno con Rubén; no lo fui! No lo he sido acaso con otros. Y él, Rubén, era justo y era bueno.
Era justo, esto es, comprensivo y tolerante, porque era bueno. Aquel hombre, de cuyos vicios tanto se habló y tanto más se fantaseó, era bueno, fundamentalmente bueno, entrañadamente bueno. Y era humilde, cordialmente humilde. “Alguna palabra de benevolencia para mis esfuerzos de cultura”. Aún me resuena esta queja y reproche y demanda. ¡Que no era pedirme una limosna, no, no!, sino pedirme una justicia. “Sea, pues, justo y bueno”. ¡Pobre Rubén! ¿Te llegarán tarde estas líneas de tu amigo que no quiere ser injusto ni malo?
¿Por qué, en vida tuya, amigo, me callé tanto? ¡Qué sé yo…!, ¡qué sé yo…! Es decir, no quiero saberlo. No quiero penetrar en ciertos tristes rincones de nuestro espíritu. Pero tú, pobre Rubén, me estás diciendo desde tu reciente tumba: ‘Sea justo con los otros, con todos; sea bueno con los otros, con todos’. Pero… Sí, buen Rubén, óptimo poeta y mejor hombre: este tu huraño y hermético amigo, que debe ser justo y debe ser bueno contigo y con los demás, te debía palabras no de benevolencia, de admiración y de fervorosa alabanza, por tus esfuerzos de cultura. Y si Dios me da salud, tiempo y ánimo, he de decir de tu obra lo que –más vale no pensar en por qué– no dije cuando podías oírlo. ¿Las oirás ahora? Quisiera creer que sí.
Hay que ser justo y bueno, Rubén.

Tres Cantos, 20 de octubre de 2011

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