martes, 31 de agosto de 2010

Alberto Collantes: PODEROSO AMOR 08-10


PODEROSO AMOR



“Orfeo con su laúd hacía que los árboles
y las heladas cumbres
se inclinaran cuando cantaba;
al oír su música, las plantas y las flores
brotaban sin cesar, como si el sol y los chubascos
hubieran hecho allí perpetua primavera.
Cualquier cosa que le oyera tocar,
hasta las olas del mar,
hacían una reverencia y luego se tendían.
En la dulce música hay un arte tan sublime,
que mata las preocupaciones, y las penas del corazón,
del corazón, se duermen o, al oírla, mueren.”



Primer día

Había tenido noticias de ella dos años después de su marcha precipitada y nunca explicada. Tras la muerte de su suegra fue como si se hubiera roto un equilibrio precario entre los dos. Orfeo siempre creyó que la marcha de su compañera fue debida a la crispación y la soledad por la ausencia de su madre. Porque ella nunca fue capaz de refugiarse en los brazos de él. Siempre altiva, había ido rumiando su desconsuelo en soledad. Y al poco tiempo, dos meses después del entierro; siempre el dos como número fatídico, el dos que forman una pareja y que él nunca había logrado convertir en uno. Quizá porque ella no se lo ponía fácil.
Pero ahora no era el momento de los reproches, ni para él ni, mucho menos, dirigidos a ella. Porque ella necesitaba ayuda. Y por fin, tras dos años de búsqueda (otra vez el maldito número dos), un amigo común le contó que creía que era ella a la que había visto aparecer entre la bruma otoñal para desaparecer en seguida debajo de un puente sobre el río Manzanares. Ahora, cuando él vivía en permanente tristeza y estaba a punto de tirar la toalla, ahora volvía a saber de ella. Estaba viva. Porque él temía que hubiera muerto.
Tras su desaparición como si se la hubiera tragado la tierra, a los pocos meses alguien la vio pidiendo limosna. Dios mío, ella que lo había tenido todo, que vivía como una reina. Ahora recordaba que se quejaba de vivir con él en una jaula de oro. Y eso que él nunca le había prohibido nada. Propensa a la melancolía, alguna vez le había dicho que el hombre feliz no tenía camisa. Pero ahora, cuando ella apenas tenía para comer, a juzgar por su caída en la marginación, no parecía feliz. Los dos o tres amigos comunes que la vieron de refilón no notaron un ápice de felicidad en su rostro. Así respondieron a sus preguntas cuando le contaron su encuentro con la desaparecida.
Después, en sus largas e inacabables noches de insomnio, Orfeo la recordaba en toda su esplendorosa belleza, ingenua, amable, alegre; tras una corta cabezada, la intuía sola, desarrapada, andrajosa, harapienta, con frío, hambrienta. Y ya no pegaba ojo hasta que el reloj le llamaba a su trabajo cotidiano.
El hombre iba rumiando el pasado reciente mientras recordaba el vacío en que le sumergió la marcha de su esposa. Empezó a bajar el talud hacia el río Manzanares, en busca del puente de San Fernando. Al final, su trabajo le había entretenido, cómo no, y empezaba a declinar la tarde, oscurecida por densos nubarrones. El otoño había sido muy lluvioso y por eso el aprendiz de río bajaba con fuerza desbordándose por las orillas.
La corriente impetuosa del Manzanares lo detuvo vacilante. Un hombre se acercó a él. Su desproporcionada figura le hacía aún más alto porque la cintura era el doble de larga que en cualquier ser humano corriente, y la anatomía estirada se completaba con un cuello y unas facciones muy largas, con una frente y una cabeza afiladas.
¡Buenas tardes! ¿Usted ha visto por aquí a una mujer joven? Me han dicho que vive por aquí…
El hombre avanzó hacia Orfeo cimbreando su alargada figura.
Ahí debajo vive la Escuchimizada –contestó señalando un arco del puente en medio del río.
Orfeo sacó la cartera y le enseñó una foto al hombre:
¿Es ésta?
Qué sé yo… Podría ser… –repuso mientras se rascaba la coronilla dubitativo.
¿Y cómo puedo llegar hasta ahí?
Aquí tengo una barca… Pero tendrá que pagarme algo.
¿Será bastante? –Al tiempo de decirlo, alargó al hombre dos billetes de 20 euros como óbolo por el viaje.
Bueno…
Oiga, ¿usted cómo se llama?
Me llaman Caro.
Oculta entre unos matorrales, había una barca con dos remos. La empujaron hasta que empezó a moverse por efecto de la corriente.
Suba –le ordenó Caro al joven.
Éste no se lo pensó y de un salto trepó a la barca. El barquero pegó un último empujón mientras subía y cogía los remos. Enfiló la quilla hacia la masa de agua. El hombre era diestro porque fue sesgando la violenta corriente y acercando la embarcación hacia una zona oscura que rodeaba como una laguna el arco central, donde el agua se remansaba alrededor de los dos pilares centrales del puente. Colocó la barca de manera que encallara en el barro.
¡Baje! –ordenó.
El joven se hundió hasta los tobillos y le entró agua y barro por encima de los zapatos, pero ni se dio cuenta. Avanzó en la oscuridad hacia la pared de piedra. Al fondo, en una covacha, vio una fogata con una figura diminuta encorvada sobre las llamas. “¡Dios mío, no parece ella!”, pensó desesperado. Sorprendida y asustada, la mujer volvió la cabeza.
¿Quién es? –dijo mientras se levantaba y retrocedía hacia el muro.
¿No me conoces…?
No, ¿quién eres?
Mientras contemplaba a Eurídice, Orfeo rememoraba los dos últimos años de ausencia de la muchacha, tras el desencuentro y la ruptura entre ellos. El enorme dolor y el gran vacío producido tras su marcha le llevaron a la depresión, estado que había logrado atenuar cayendo en la melancolía, pero a cambio de vivir inmerso en una permanente tristeza. Por eso los amigos le decían que se había convertido en un tipo huraño.
No tengas miedo, no huyas. Vuelve aquí conmigo a la luz –la invitó mientras extendía los brazos hacia la atemorizada figura.
La joven giró de regreso a la fogata. Llevaba el pelo, grasiento y pidiendo a gritos champú, recogido en un moño por detrás; sobre la frente, el resto de un flequillo lleno de trasquilones. Vestía un chándal azul con muñequeras rojas y blancas, y en la parte del cuello y de los hombros, unas a modo de charreteras horizontales entre ridículas y juveniles. Un jirón cortaba la raya de la pernera izquierda, por donde entraba el frío y el agua. Encima, una cazadora raída con una capucha con restos de piel sintética por dentro.
No te conozco… ¿Quién eres?
Orfeo no sabía cómo actuar. ¿Habría enloquecido Eurídice? No era posible que no le reconociera. ¿Tan cambiado estaba? ¿Qué podía hacer? Pensó que, si se acercaba más a la chica, ella sería capaz de tirarse a la impetuosa corriente. Sin saber por qué, se acordó de los primeros encuentros de los dos. Esa visión le dio una idea de sus primeros –y únicos– pinitos en el teatro juvenil. Mirándola a los huidizos ojos, recitó Romeo y Julieta:

Era la alondra, el heraldo de la mañana, no el ruiseñor. Mira, amor, cómo se van tiñendo las nubes del Oriente con los colores de la aurora. Ya se apagan las antorchas de la noche y el día jubiloso, de puntillas, se asoma entre la niebla de los montes. Debo irme y vivir o quedarme y morir.”

Al oírlo, la joven dio un respingo y con el miedo reflejado en su cara respondió:

Aquella luz lejana no es aún la luz del día, estoy segura. Es una estrella fugaz que el sol ha creado para guiarte en el camino a Mantua. Quédate, pues, no tienes por qué irte aún.”

¡Era ella! ¡Dios mío, sí, era ella! ¡La había encontrado! La tomó de los brazos, la atrajo hacia sí y siguió:

¡Que me arresten, que me maten! Si tú lo quieres, yo lo acepto de buen grado. Diré que aquella luz que veo allí no es sino el pálido reflejo de la luna. Y diré luego que las notas vibrantes que la bóveda celeste estremecieron, por encima de nosotros, tan altas, nunca fueron de la alondra. Mi deseo de quedarme es más fuerte que mis ganas de partir. ¡Ven, muerte, bienvenida! Julieta así lo quiere. ¿Qué más cuentas, alma mía? Hablemos, amor mío, aún no es de día.”

Con la mirada perdida entre lágrimas, Eurídice continuó:

¡Sí lo es, sí lo es! ¡Vete y aléjate! Es la alondra que canta y desafina con voz áspera y destemplada. Cuentan que la alondra es dulce en su armonía, cuando es la que viene a separarnos. Otros dicen que la alondra y el sapo repugnante intercambian sus ojos. ¡Oh, ahora desearía que hubieran intercambiado sus voces también, pues esta voz desata nuestro abrazo y nos hace temer, mientras te aleja con su canto de alborada. Ahora, vete que la luz va a más sin tregua!”
¡La luz va a más sin tregua; sin tregua se oscurecen nuestras penas!”

Orfeo la tomó con ternura entre sus brazos. Le levantó la cara para poder mirarla a los ojos, cansados, apagados, mortecinos. ¡Era ella! ¡Seguro que era ella! Más delgada, muy desmejorada, menos alegre. Ella aún se quedó dudando, sin llegar a refugiarse en sus brazos abiertos. En la duda, él percibió el olor de días y noches al aire libre, cerca de fogatas cuando había leña para encenderlas, de mediodías con poca o ninguna comida, de tardes desesperadas, de noches frías e inacabables. También notó el olor de vinos baratos en cartón y de muchos días sin baño, sin higiene. Pero ahora nada de eso importaba.
Era ella. Por fin era ella. La había encontrado. ¿La habría recuperado?, pensaba. Apretó aún más el abrazo. Eurídice se refugió entre sus brazos. Se apretó contra su pecho, le abrazó por la cintura, y entonces empezó a temblar. El miedo, el frío, el hambre, la sed, el desconsuelo afloraron en ese momento. Le fallaban las piernas, las rodillas, el escuálido pecho, le bailaba la cabeza, le temblaba el labio superior. Se echó a llorar mansamente y ladeó la cabeza buscando el hueco del hombro de su hombre de antaño. Como lo hacía antes, mucho antes. Quizá en una vida anterior.
Orfeo volvió la mirada hacia la barca. Tenía que sacar a su amada de allí cuanto antes. El pobre y precario cobijo debajo del puente no impedía ver la cortina de agua otoñal que estaba cayendo fuera. Al lado, resguardado en un pretil cercano, Caro les miraba atónito. En su precaria, durísima y a veces violenta vida de mendigo no había sitio para ternuras.
¿Nos puedes llevar hasta la orilla? –inquirió el joven mientras le miraba.
Siempre que pagues… –respondió el barquero.
¿Bastará con esto?
Al decirlo, le alargó otros dos óbolos de 20 euros que sacó de un bolsillo del anorak. Mientras le hablaba, se quitó la prenda y se la colocó a la joven, subiéndole la cremallera hasta arriba y apretándole el gorro sobre la cabeza.
Vale –dijo el hombre.
Sin dudarlo, metió a la aturdida chica en la barca, ayudó a Caro a empujarla y de un salto se subió a ella mientras el barquero daba el último envite y, con los remos, les acercaba a la margen izquierda del Manzanares entre una catarata de agua que parecía que se había roto el cielo. Al llegar a la orilla, un enorme perro salió ladrando al encuentro del barquero, que apagó sus ladridos con un: “¡Cállate, Cerbero!”.
El camino de subida hasta el coche fue lento y pesado. Unas veces él la remolcaba tirando de su mano, y otras, la cogía en brazos. Pero nunca miró hacia atrás. Al final, entrevió el coche mientras la lluvia empezaba a retirarse hacia el Oeste y sólo chispeaba con suavidad.
Una vez en camino, el hombre escuchó sorprendido el goteo de la lluvia dentro del automóvil. “¡Vaya! Y ahora al viejo cacharro le entra agua. ¿Pero por dónde, si apenas llueve?”. Miró por el retrovisor y vio que el calorcillo interior había conseguido que la adormecida y recostada Eurídice, que nunca jamás se había quedado embarazada, estaba rompiendo aguas, aunque amarillentas y con un fuerte olor a orín retenido.


Segundo día

¡Venga! Que ya han pasado las burras de leche… ¡Levántate, dormilona!
La mujer se desperezó muy lentamente. Se miró el pijama que le bailaba por todos lados. Intentó forzar una sonrisa, pero se acordó de su diente mellado en una pelea por un puesto en la fila del centro de acogida y cerró la boca.
¿Y esto, de quién es? –preguntó.
Tú me lo regalaste, tiene gracia que me lo preguntes. Es un pijama mío, que se me había quedado pequeño. Te lo puse antes de darte un chocolate caliente con unos bollos que tenía en casa de verdadero milagro. ¿Sabes?... soporto muy mal la soledad, y me organizo peor.
Tú no tienes ni idea de lo que es vivir en soledad –respondió ella–. Y estos calzoncillos –añadió sorprendida al entrever la prenda que asomaba fuera del pijama.
También son míos. Ya sabes que no me gustan los slips, y los tenía por ahí abandonados en un cajón… Menos mal que los encontré. He guardado la ropa que traías en una bolsa de plástico, por si acaso quieres… Pero no vale para nada.
¿Y mi ropa de aquí? No esperabas que volviera nunca más.
No, no digas eso. No lo digas nunca.
Al decirlo, cogió sus dos manos entre las suyas.
Un día en que ya no soportaba tu ausencia, cogí toda tu ropa, la metí en cajas y la bajé al trastero. –Mientras lo decía, visualizó el cuarto de abajo, que se había convertido en un revolcadero de monos–. No hubiera sido capaz de encontrar nada en ese momento, y tú tenías frío al sacarte de la bañera. Y no podía dejarte sola…
Eurídice recordó:
He soñado que me hundía tres veces en las aguas del mar, y cuando ya estaba abajo, muy abajo, una mano me cogía y me sacaba a la superficie.
Es que… el calorcillo de la bañera y las sales tranquilizantes que eché en el agua, te producían sopor y te hundías en la bañera. Mientras, yo buscaba ropa que ponerte, pero no podía dejarte sola… Así que eché mano de lo primero que pillé.
La chica se iba espabilando. De pronto dijo:
Pero… ¿Dónde has dormido?
¿Por quién me tomas? –respondió él–. No soy un aprovechado. He dormido en el sofá.
Al decir eso, sonrió al recordar que era el mismo sofá donde ella le desterró cuando sus celos estúpidos e infundados sobre la pavisosa de la telefonista de recepción. Luego se le ensombreció la mirada pensando en las largas noches de insomnio en que se acostaba en el salón para intentar dormir un trozo de las tres o cuatro horas seguidas en que se había convertido su descanso nocturno tras la desaparición de ella. Pero no agregó nada. Tragó saliva y dijo:
Venga, tienes que desayunar. He conseguido encontrar unos sobres de café soluble y por suerte tenía leche, pan de molde y mermelada. ¡Vamos, levántate de una vez! He hecho tostadas.
Al acabar de desayunar, él volvió al rato con un chándal suyo en las manos.
Póntelo. Ya sé que te estará grande, pero tenemos que hacer muchas cosas esta mañana.
Ella se puso el chándal después de lavarse la cara e intentar peinarse la desastrada melena. Se miró al espejo y de pronto se vio demacrada y se sintió desnuda.
También has metido mis joyas en el trastero…
No, están en un cajón de mi mesa de trabajo guardadas con llave.
Otro desesperado e inútil intento de no recordarla, pensó. Luego continuó:
¿Dónde están las pocas que te llevaste?... Porque te dejaste hasta el móvil. Me harté de contestar llamadas, unas curiosas, algunas interesadas, muchas morbosas y sólo unas pocas cariñosas. Menos mal que, cuando se le agotó la batería, ya no quise recargarlo. ¿Sabes? Cada una de esas llamadas me hacían sentirme más y más desvalido y patético.
Creo que la desvalida y patética ahora soy yo… La última, el anillo de casada, lo cambié por un poco de ensaladilla rusa y un trozo de pollo asado… Llevaba dos días sin comer…
Venga, vamos. Ponte mi anorak que por la mañana hace frío.
No es frío lo que noto ahora –dijo dubitativa. Le miró la mano derecha–: ¿Aún llevas nuestro anillo?
Orfeo, a su vez, se miró la mano, sorprendido:
Sí, nunca me lo he quitado…
Deja que me lo ponga… Con él no me sentiré tan desnuda.
Él se lo quitó, tras un poco de forcejeo. Ella cogió el anillo, lo miró y luego levantó la vista hacia él:
¿De verdad dejas que me lo pongas?
El hombre acabó colocándoselo en el dedo corazón porque en el anular le bailaba.
Vamos. Tengo que hacer muchas cosas. Tengo que firmar unos papeles en la empresa de publicidad; en realidad, con la crisis nos han bajado el caché en la orquesta y vivo sobre todo de mis guiones musicales para los anuncios. Y tengo que hacer una cosa en el coche… Y tú vas a ir a la peluquería.
¿Sigues tocando tan bien la viola? Recuerdo que eras un maestro…
Bueno, me defiendo…
Antes, no sólo te defendías. Eras muy bueno…

Buenos días, Lino. Te traigo trabajo.
Hola, Orfeo. Sólo hace dos semanas que te corté el pelo…
No, no es para mí. Quiero que hagáis un trabajo artístico con ella.
El peluquero miró sorprendido a la chica.
¿Quién es? ¿Tu hermana mayor?
Es mi compañera, pero, claro, tú no la recuerdas.
Ah, sí. Perdona… María, ven, por favor.
De la sala contigua vino la encargada de la peluquería femenina.
Dime, Lino.
Ya le conoces, es mi cliente desde hace años.
La peluquera le dio la mano y luego escudriñó profesionalmente a la chica que el hombre tenía al lado.
Quiero que te encargues de ella. A ver lo que puedes hacer con el trasquilón de la frente…
Eso ahora es fácil. Si los hombres no fuerais tan despistados sabrías que se lleva el peinado en oblicuo sobre la frente. ¡Hombres! ¿Qué más quieres?
Quiero que le hagas la manicura… ¡Toda! Supongo que no tenéis costumbre, pero me vas a hacer el favor. ¿Verdad, Lino?
Es que… las manos, sí; pero…
Haz lo que puedas. Te recompensaré generosamente. Y pregúntale a ella qué es lo que prefiere…
Paseó la mirada suplicante de uno a otro y les dijo:
¿Sabéis? Ha estado muy lejos, y enferma…
Si tú lo pides –dijo la peluquera ante la mirada aprobadora de su jefe–. ¿Quieres que la tiña?
De pronto, los dos se dieron cuenta de que Eurídice tenía algunas mechas canosas.
La dejo en tus manos. Quizá podrías darle unos reflejos…
Con tan poco pelo es imposible.
Lo que tú hagas estará bien. Sólo estaba pensando en su nombre… ¿Sabes que su nombre quiere decir bello reflejo?
Se dirigió a Lino:
En un par de horas vendré a por ella. Si acabáis antes, llevarla a desayunar aquí al lado. Hacerme ese favor los dos.
Se volvió hacia ella, que ya estaba sentada en un sillón de la peluquería. Según la miraba, pensó por qué se habría despeñado a una vida de miseria, de poca comida y muchas necesidades insatisfechas. Porque ella siempre había comido caliente en su casa materna. Meneó la cabeza para apartar los malos pensamientos. La miró con amor y le dijo:
Después iremos a comprarte ropa. Vendré en cuanto pueda, cariño.

Casi tres horas después regresó a por ella, que estaba más lozana, más animada; en definitiva, más guapa después de su paso por la peluquería. Pero el resultado se estropeaba con el chándal que llevaba puesto.
Vamos a comprarte algo de ropa.
Luego se dirigió a Lino y María:
Gracias por el trabajo que habéis hecho… Sobre todo a ti, María.
Pagó y dejó una generosa propina. Después se fueron a comer algo en una pizzería.
En los grandes almacenes, ante el estupor de las sucesivas vendedoras, compraron un pantalón hasta media pierna, con una camiseta y un jersey de lana. Para completarlo, unas náuticas. Al pasar por la zona de lencería, ella dijo:
Anda, ve a darte una vuelta. Tengo que mirar algunas cosas. No quiero que me veas… aún.
Esto último lo dijo muy bajito. Después de recogerla, pasaron por la zona de moda, y él se empeñó en que se comprara un vestido de nido de abeja por el pecho, que estaban tan de moda, y que parecen para premamá, aunque en realidad no lo sean, acompañado de una blusa del conjunto.
Habrá que mirar unos zapatos a juego –dijo él.
No –le respondió ella–. Quiero mirar en lo que dejé. El número de zapato no me ha cambiado.
Pero, cariño, el trastero es un lío monumental de cajas…
Arreglarlo será cosa mía desde ahora. Quiero ponerlo en orden, y guardar allí lo poco que traía puesto como recuerdo… Mañana me compraré alguna ropa de abrigo.
Todo lo que llevabas huele a humo de fogata…
Sí… Bendita y maldita fogata… Así evitaré tentaciones en el futuro. Cuando vea la caja en que estén guardadas esas cosas, sabré que el pasado sólo es humo…
Si tú lo quieres así…
Mira, mientras me peinaban he pensado muchas cosas. Ahora me vas a dejar en casa. En nuestra casa. Y me vas a dar unas llaves y un poco de dinero. Voy a comprar algunas cosas para la cena… Creo que no se me habrá olvidado cocinar.
Al llegar al portal, se abrazó a él con timidez, como si tuviera miedo. Después levantó la cabeza y le miró a los ojos.
¿No has dicho que no te ha dado tiempo para todo? Te vas a resolver lo que te falta… y lavas el coche. Parece que voy recuperando el olfato. Y nunca más voy a oler a humo… nunca más –dijo categóricamente tras una pausa.
Le besó con suavidad y ternura en los labios, en un beso que parecía interminable y eterno. Algunos viandantes se pararon extrañados por la duración del abrazo.
Por fin, apartó su cuerpo del pecho del hombre.
¿Sabes? En los últimos tiempos pensé muchas veces, en las largas noches, en el suicidio.
Al decirlo, él la tomó de las manos en silencio.
¿Por qué no volviste?
Yo qué sé… Me pudo el orgullo. Tenía dudas.
¿De qué dudabas?
De cómo me recibirías.
¡Dios mío! Pero si nunca he dejado de quererte.
¿Sabes? Ahora me doy cuenta de que yo tampoco he dejado de amarte.
Entonces…
Un día, tras una pelea con una arpía por unos restos de comida de un supermercado, un hombre me defendió. Después me llevó a un lavacoches para limpiarnos con la espuma y el agua caliente los dos juntos. Pero ahí me di cuenta de que te había sido desleal, pero no podía ni quería serte infiel…
Olvida todo eso. No tienes que darme explicaciones.
Se la quedó mirando, desconcertado. No sabía qué añadir. De pronto, como un relámpago, la recordó el día del entierro de su madre.
Tú empezaste a cambiar tras la muerte de tu madre. Yo, idiota de mí, me he dado cuenta mucho después. No supe entender tu amargura, tu soledad, y quizá participé en tu aislamiento y propicié tu marcha. Recuerdo que miraste al cielo, en el cementerio, y dijiste: “¡Esto se ha acabado!”. ¿Te despedías de ella?
No.
Entonces, me decías adiós a mí.
Tampoco. Mi rabia y mi soledad se revolvían contra lo divino, me revelé contra lo inevitable. Pero mi soledad de estos años me ha reconciliado con mis creencias. Y también me he dado cuenta de que no se puede desafiar a los dioses.
Pero… ¿por qué te fuiste?
No sé… Quería romper con todo, huir… Y sabía que me iba a ir mal, pero no podía evitarlo. Y me ha ido mal, muy mal… Ya lo ves.
Esa parte de tu vida ya ha muerto –contestó mientras la apretaba aún más contra él.
Ella empezó a estremecerse contra su pecho mientras sollozaba convulsivamente.
Eurídice consiguió calmarse entre los brazos de Orfeo. Le cogió de la mano y lo empujó hacia el portal.
Dame las llaves.
Una vez abierta la puerta, entraron agarrados el uno al otro.
¿Te sigue gustando el pollo relleno?
Creo que sí… No he vuelto a comerlo desde que te fuiste.
Dame dinero.
Al dárselo, los dos rieron a carcajadas porque algunos paseantes estaban mirando de refilón para ver cómo terminaba la escena.
No sé qué van a pensar éstos –dijo ella entre carcajadas.
Me voy… Dame un beso. ¡Te quiero!
Después de dárselo, Eurídice le miró frente a frente:
Esta noche me vas a desnudar. Pero antes me vas a desnudar el alma, vas a tomarla entre tus manos, a poseerla, a conquistarla, toda para ti, toda tuya. Porque a partir de entonces mi alma ya no será mía, y yo ya no seré mía. Tú me has redimido, me has resucitado. Estaba a las puertas del infierno y me has rescatado en el umbral de la muerte, al borde de mi hora final. Y sólo entonces, cuando me haya repartido toda dentro de ti, me haya sumido toda en ti, me haya rendido toda dentro de ti, entonces me desnudarás y penetrarás dentro de mí. Como nunca hasta ahora y para siempre. Como nunca lo habías logrado. Porque te quiero. Porque te amo. Porque, de ahora en adelante, no podría vivir sin ti.
Tras una pausa para tomar aire, siguió:
¿Sabes? Me voy a sentir muy segura cuando te note a mi lado en la cama.
A lo mejor me buscas y ya me habré levantado. Y no pienso despertarte cuando me vaya. Necesitas descansar y recuperar sueño.
Pero no me importa. Aunque te hayas ido, quedará la música de tu aroma entre las sábanas. Y el aroma de tu música, Orfeo, siempre me dará fuerzas para seguir amándote.

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