viernes, 20 de abril de 2012

"Comprar, tirar, comprar"

"Comprar, tirar, comprar"


Versión extendida del documental dirigido por Cosima Dannoritzer y coproducido por Televisión Española, como resultado de tres años de investigación.
 ¿Por qué los productos electrónicos duran cada vez menos? ¿Cómo es posible que en 1911 una bombilla tuviera una duración certificada de 2500 horas y cien años después su vida útil se haya visto reducida a la mitad?
¿Es compatible un sistema de producción infinito en un planeta con recursos limitados?
Éstas y otras preguntas surgen en el documental "Comprar, tirar, comprar", que Televisión española estrenó el 9 de enero de 2011 y que podemos volver a ver, en su versión extendida, en La 2 y en la web el viernes 20 de abril de 2012 a las 22.40 h.

Comprar, tirar, comprar Completo 1:17:44 (que dure, para poder verlo)

¿Por qué los productos electrónicos duran cada vez menos? ¿Cómo es posible que en 1911 una bombilla tuviera una duración certificada de 2500 horas y cien años después su vida útil se haya visto reducida a la mitad? ¿Es compatible un sistema de producción infinito en un planeta con recursos limitados?
El documental, dirigido por Cosima Dannoritzer y coproducido por Televisión Española, es el resultado de tres años de investigación, hace uso de imágenes de archivo poco conocidas; aporta pruebas documentales de una práctica empresarial que consiste en la reducción deliberada de la vida de un producto para incrementar su consumo y muestra las desastrosas consecuencias medioambientales que se derivan. También presenta diversos ejemplos del espíritu de resistencia que está creciendo entre los consumidores y recoge el análisis y la opinión de economistas, diseñadores e intelectuales que proponen vías alternativas para salvar economía y medio ambiente.

Entrevistamos a Cosima Dannoritzer, la directora del documental

"Supe que pasaba algo especial cuando oí que la gente hablaba sobre obsolescencia programada en la peluquería y en el autobús'"
Cosima Dannoritzer - IMDb 

Algunas voces del documental

 Marcos López - Técnico informático
Los problemas de este barcelonés con una impresora son el hilo conductor de Comprar, tirar, comprar

Casey Neistat -Videoartista
Él y su hermano pusieron contra las cuerdas a Apple con la realización de un corto-denuncia sobre la corta vida de las baterías del iPod

Elizabeth Pritzker -Abogada
Oyó hablar del vídeo de los Neistat y decidió demandar a Apple. Su idea se extendió por Internet y captó la atención de miles de afectados

Mike Anane - Periodista
Este ghanés lucha contra la obsolescencia programada desde el final de la cadena. Recopila información sobre los residuos que llegan a su país

Serge Latouche - Profesor Emérito de Economía
Propone emprender la revolución del 'decrecimiento' para conjugar economía y sostenibilidad

Michael Braungart - Químico
Autor del concepto 'de la cuna a la cuna'. Propone rediseñar la industria imitando el ciclo virtuoso de la naturaleza

John Thackara - Diseñador y filósofo
Ayuda a gente de todo el mundo a compartir ideas de negocio y de diseño más sostenibles

Warner Philips - Biznieto de los fundadores de Philips
Plantea alternativas desde el mundo empresarial. Fabrica una bombilla LED que dura 25 años


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Fabricados para no durar

SUSANA RODRÍGUEZ 04.01.2011
Baterías que se 'mueren' a los 18 meses de ser estrenadas, impresoras que se bloquean al llegar a un número determinado de impresiones, bombillas que se funden a las mil horas... ¿Por qué, pese a los avances tecnológicos, los productos de consumo duran cada vez menos?
La 2 de Televisión Española y RTVE.es emiten  "Comprar, tirar, comprar" un documental que nos revela el secreto: obsolescencia programada, el motor de la economía moderna.
Rodado en España, Francia, Alemania, Estados Unidos y Ghana, Comprar, tirar, comprar, hace un recorrido por la historia de una práctica empresarial que consiste en la reducción deliberada de la vida de un producto para incrementar su consumo porque, como ya publicaba en 1928 una influyente revista de publicidad norteamericana, "un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios".
El documental, dirigido por Cosima Dannoritzer y coproducido por Televisión Española, es el resultado de tres años de investigación, hace uso de imágenes de archivo poco conocidas; aporta pruebas documentales y muestra las desastrosas consecuencias medioambientales que se derivan de esta práctica. También presenta diversos ejemplos del espíritu de resistencia que está creciendo entre los consumidores y recoge el análisis y la opinión de economistas, diseñadores e intelectuales que proponen vías alternativas para salvar economía y medio ambiente
Una bombilla en el origen de la obsolescencia programada
Edison puso a la venta su primera bombilla en 1881. Duraba 1500 horas. En 1911 un anuncio en prensa española destacaba las bondades de una marca de bombillas con una duración certificada de 2500 horas. Pero, tal y como se revela en el documental, en 1924 un cártel que agrupaba a los principales fabricantes de Europa y Estados Unidos pactó limitar la vida útil de las bombillas eléctricas a 1000 horas. Este cártel se llamó Phoebus y oficialmente nunca existió pero en Comprar, tirar, comprar se nos muestra el documento que supone el punto de partida de la obsolescencia programada, que se aplica hoy a productos electrónicos de última generación como impresoras o iPods y que se aplicó también en la industria textil con la consiguiente desaparición de las medias a prueba de carreras.
Consumidores rebeldes en la era de Internet
A través de la historia de la caducidad programada, el documental pinta también un fresco de la historia de la Economía de los últimos cien años y aporta un dato interesante: el cambio de actitud en los consumidores gracias al uso de las redes sociales e Internet. El caso de los hermanos Neistat, el del programador informático Vitaly Kiselev o el catalán Marcos López, dan buena cuenta de ello.
África, vertedero electrónico del primer mundo
Este usar y tirar constante tiene graves consecuencias ambientales. Tal y como vemos en este trabajo de investigación, países como Ghana se están convirtiendo en el basurero electrónico del primer mundo. Hasta allí llegan periódicamente cientos de contenedores cargados de residuos bajo la etiqueta de 'material de segunda mano' y el paraguas de una aportación para reducir la brecha digital y acaban ocupando el espacio de los ríos o los campos de juego de los niños.
Más allá de la denuncia, el documental trata de dar visibilidad a emprendedores que ponen en práctica nuevos modelos de negocio y escucha las alternativas propuestas por intelectuales como Serge Latouche, que habla emprender la revolución del 'decrecimiento', la de la reducción del consumo y la producción para liberar tiempo y desarrollar otras forma de riqueza, como la amistad o el conocimiento, que no se agotan al usarlas.
http://www.rtve.es/mediateca/fotos/20110105/comprar-tirar-comprar-pruebas-origenes-obsolescencia-programada/65155.shtml FOTOS

Chip instalado en una impresora diseñado para registrar el número de impresiones y enviar una señal de error al usuario al llegar a un número determinadoMEDIA 3.14

 
Serge Latouche. Profesor Emérito de Economía de la Universidad de París.MEDIA 3.14
 
MEDIA 3.14
30 años después de que Edison vendiera su primera bombilla, un anuncio en la revista ’Madrid Científico’ destacaba las bondades de una marca de bombillas con una duración certificada de 2500 horas
MEDIA 3.14  Anuncio de bombillas en la prensa norteamericana que destaca la duración de 1000 horas (cerca de 1940)
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 Comprar, tirar, comprar - Wikipedia

Comprar, tirar, comprar, es un documental de Cosima Dannoritzer sobre obsolescencia programada, es decir, la reducción deliberada de la vida de un producto para incrementar su consumo.
  Producción
La directora Cosima Dannoritzer quería investigar y separar los hechos de la ficción de las varias leyendas urbanas que había oído como son: las bombillas eternas, los coches que funcionan sin gasolina, en donde la historia siempre terminaba con una conspiración, la desaparición del inventor o del aparato.
Es una coproducción de Article Z (Francia) y Media 3.14 (Barcelona), cofinanciada por varias televisiones: Arte (Francia), TVE y Televisió de Catalunya.
  Contenido
El documental de 52 minutos revela por qué los productos que compramos duran cada vez menos.
  Productos mencionados en el documental
El documental menciona los siguientes productos que fueron diseñados con Obsolecencia programada:
  • En 1924, se crea el cartel mundial denominado Phoebus integrado por las empresas Philips, Osram, y Lamparas Z; con el objetivo de producir Lámparas incandescentes de 1000 horas, que por aquel año duraban 2500 horas, intercambiando para ello patentes y fijando en 1929 multas en francos suizos para los miembros del cartel que no acaten la resolución. Para 1932 los miembros del cartel ya habían cumplido con su objetivo.
  • En 1940 Dupont crea una fibra sintética revolucionaria: el nailon. Un producto muy resistente y que no se hacían carreras; sin embargo, debido a que no se iban a vender muchas medias Dupont da indicaciones de que los hombres de la sección de diseño volvieran a hacerlo pero con fibras más débiles y crean algo más frágil que rompiera y así las medidas no duraran tanto.
  • En 2003 las baterías de la primera generación de ipods duraban alrededor de 18 meses, a lo cual la empresa respondía que los usuarios deberían comprar uno nuevo porque la misma no ofrece baterías de recambio. La abogada Elizabeth Pritzker presenta una demanda colectiva, conocida como: Westley contra Apple; en el juicio en base a documentos técnicos se descubrió que la batería había sido diseñada desde un principio para tener una vida corta; los demandantes ganan el juicio y Apple terminó creando un departamento de recambio de baterías y se extendió la garantía del producto a 2 años.
 Personajes entrevistados
Serge Latouche, economista y profesor de la Universidad de París, defensor del sistema económico del decrecimiento, donde propone reducir nuestra huella del despilfarro, sobreproduccion, y sobreconsumo.
Michael Braungart, químico y coautor de la Cuna a la Cuna, en donde propone que la industria debería imitar el ciclo virtuoso de la naturaleza, el cual no produce desechos solo nutrientes, por ejemplo creando productos biodegradables.
 Galardones y nominaciones
  • Mejor Documental de la Academia de Televisión
  • Mención Especial del Jurado del Festival Internacional de Cine de Medio Ambiente, FICMA 20114
  • Mejor Documental de Ciencia y Tecnología en el Festival Internacional de Guangzhou (China)4
  • Nominado en la categoría de Mejor Documental Social en Shanghai TV Festival (China)4
  • Premio especial Maeda en el Festival Japan Prize(Japón)
  • Mejor Documental en los premios Ondas Internacional de Televisión 2011 (España)4
  • Mejor documental SCINEMA 2011 (Australia).
  • Mejor documental FILMAMBIENTE 2011 (Brasil).
  • Finalista del Focal Irternational Awards - Londres 2011.
  • Finalista del Prix Europa - Berlin 2011.
 Véase también
 Referencias
 Enlaces externos

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Fuente: "Todos participamos en este juego" - Público.es

Cosima Dannoritzer, directora del documental.

1. ¿Cómo se le ocurrió la idea de hacer este documental?
Quería separar las muchas leyendas urbanas que existen de los hechos. Se habla de una bombilla que no se gasta, de un coche que funciona con agua...
2. ¿Qué es lo más preocupante?
Dos aspectos. El primero es el medioambiental; se generan demasiados residuos. Sólo con que cambiáramos de móvil cada dos años en lugar de cada año, reduciríamos los cerca de nueve millones de toneladas que se generan en Europa, el 75% de las cuales va a parar ilegalmente a países del Tercer Mundo. El otro aspecto es plantearnos si no será ya demasiado tarde para cambiar.
3. ¿Siente que nos están tomando el pelo?
No, por la sencilla razón de que lo permitimos. Todos participamos en el juego del consumismo. Por ejemplo, nos encanta ir de compras. Y es cierto que cada modelo tiene algo nuevo que no tenía el anterior, pero no hace falta ir tan deprisa. Cuando nos aprendemos el manual de instrucciones de un aparato ya lo tenemos que cambiar. Por otro lado, estamos tan absorbidos que cuesta pensar de otra manera.
4. ¿El documental es una denuncia?
No. Sólo pretende motivar al espectador, que debata, busque ideas y se apunte a proyectos. Se trata de plantearnos que las cosas podrían funcionar de otra manera. También pretendo que la gente se lo pase bien, claro.
5. ¿Es optimista ante el futuro?
Sí, porque hay mucho interés. En el documental aparece gente que ofrece alternativas. He oído que Ikea vende ahora un mueble para que lo hereden tus hijos, eso es una gran noticia.
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Fuente: ¡Corta vida al producto! - Público.es

Consumo. Buena parte de la basura informática acaba en países del Tercer Mundo

TONI POLO BARCELONA 15/12/20

La tecnología camina a mayor velocidad que la sociedad. O que el consumo. O, simplemente, el consumo y la tecnología no son compatibles. El documental Comprar, tirar, comprar, que estrena mañana TV3 (en enero se verá en TVE), dirigido por la alemana Cosima Dannoritzer y producido por Media 3.14 y Article Z, en coproducción con la televisión autonómica catalana, TVE y Arte France, denuncia una práctica común en la sociedad de consumo desde hace cerca de un siglo: la obsolescencia programada, es decir, el recorte deliberado de la vida de un producto para incrementar su consumo. Es la lucha del negocio contra la tecnología, y la ética contra el capitalismo.
Un ejemplo: una pieza de la impresora ha dejado de funcionar. Es imposible imprimir. Es ya una vieja cantinela. "Será difícil encontrar las piezas para repararla". "Repararla no le saldrá a cuenta". "Sin dudarlo, yo compraría otra". Las respuestas que el usuario obtiene en tres servicios técnicos distintos desembocan en una misma propuesta: cómprese una impresora nueva. No son una coincidencia: , el mecanismo secreto que mueve a nuestra sociedad de consumo", se explica en el documental."Si el usuario cede, será una víctima más de la obsolescencia programada
General Motors primó el diseño sobre la ingeniería para derrotar a Ford
El episodio, cercano y cotidiano, permite a la directora alemana Cosima Dannoritzer repasar cómo la obsolescencia calculada incide en la sociedad occidental desde los años veinte del siglo pasado, cuando los fabricantes comenzaron a pensar en incrementar las ventas de sus productos a costa de la confianza de sus clientes. Un aparato que se estropease en poco tiempo llevaría al usuario, irremediablemente, a comprar uno nuevo.

La bombilla de Edison

Thomas Alva Edison quería crear una bombilla que iluminara el mayor tiempo posible. En 1881 puso a la venta una que duraba 1.500 horas. En 1924 se inventó otra de 2.500 horas. Con la sociedad de consumo en ciernes, aquello no era una buena noticia para todo el mundo. Diversos empresarios empezaron a plantearse una pregunta inquietante: "¿Qué hará la industria cuando todo el mundo tenga un producto y este no se renueve?". Una influyente revista advertía en 1928 de que "un artículo que no se estropea es una tragedia para los negocios".
Baterías del iPod de Apple estaban diseñadas para durar poco
Un poderoso lobby, el cártel Phoebus, presionó para limitar la duración de las bombillas. En los años cuarenta consiguió fijar un límite de 1.000 horas. De nada sirvió que en 1953 una sentencia revocara esta práctica, porque se mantuvo. No salió al mercado ninguna de las patentes que duraban más (una, 100.000 horas). Warner Philips, bisnieto del creador de la compañía Philips, cree que en aquella época no se pensaba en la sostenibilidad. "Entonces consideraban que el planeta tiene unos recursos ilimitados y todo lo miraban desde la óptica de la abundancia", comenta. Él está convencido de que la sostenibilidad y el negocio deberían haber ido de la mano.
Otro ejemplo destacado en el reportaje es el de la cadena de montaje de John Ford. El coche modelo T fue un éxito para la industria automovilística americana, pero tenía un problema que, por aquellas fechas (años veinte), era todavía incongruente: estaba concebido para durar. Ese fue su fracaso. Desde la competencia, General Motors, consciente de que no derrotaría a su rival en ingeniería, apostó por el diseño. Dio retoques cosméticos a sus coches, lo que le permitió que los clientes cambiaran de utilitario muy a menudo. ¿A quién le importaba que el motor funcionara diez años, si en poco tiempo cambiaría el coche por otro de distinto color o con algún arreglo superficial? En 1927, tras vender 15 millones de unidades, Ford retiró el modelo T.

Justificaciones sociales

Tras el crash del 29, Bernard London introdujo el concepto de obsolescencia programada y propuso poner fecha de caducidad a los productos. "Esto animaría el consumo y la necesidad de producir mercancías", declara la hija del socio de London. "Encuentro que era una idea genial: las fábricas continuarían produciendo, la gente seguiría comprando y todo el mundo tendría trabajo".
En los años cincuenta la sociedad de consumo se había instalado en todo Occidente. El diseñador industrial Brooks Stevens sentó las bases de esa obsolescencia programada: "Es el deseo del consumidor de poseer una cosa un poco más nueva, un poco mejor y un poco antes de que sea necesario". Ya no se trata de obligar al consumidor a cambiar de tecnologías, sino de seducirlo para que lo haga.
Las fibras de nailon que crearon medias irrompibles no duraron mucho tiempo en los mercados. No convenía. Tampoco una presunta fibra que repelía la suciedad. Ni los motores de las neveras que duraran años y años. "Programan estos cacharros para que cuando los hayas acabado de pagar se rompan", se quejaba el protagonista de Muerte de un viajante, de Arthur Miller.
El documental se estrena mañana en TV3 y en enero se emitirá en TVE
Pero en nuestros días, la era de la informática ha creado al consumidor rebelde. La abogada Elisabeth Pritzker demandó a Apple tras descubrir que las baterías de litio de los reproductores de música iPod estaban diseñadas para tener una duración corta. Algo similar le ocurre al usuario al que su servicio técnico aconseja, en el documental, que cambie de impresora. Después de muchas investigaciones y rastreos, descubre que la propia máquina, mediante un chip instalado en sus tripas, es la que provoca que el ordenador envíe un mensaje para que el cliente acuda al servicio técnico. El usuario se puso en contacto con un programador informático ruso, que ha dado con la trampa y ha desarrollado un software para evitar ese abuso. Pero la inmensa mayoría de los usuarios cede ante la demanda de la máquina, y se compra otra impresora.

Vertederos en África

Esa nueva impresora, como esa nueva lavadora, tostadora, plancha u ordenador se convierten en chatarra. Y se recicla. Sin embargo, el documental también destapa malas prácticas en este terreno. "Antes teníamos un río precioso aquí", dice el activista medioambiental ghanés Mike Anane.Habla desde un vertedero en el que destacan las montañas de basura informática.
Ahora, los niños queman el plástico que recubre los cables para recuperar el metal que está en su interior. "A veces nos ponemos enfermos y tosemos", declaran esos niños en el documental. El material entra en estos países como producto de segunda mano, pero sólo el 20% se aprovecha, denuncia la película.
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http://www.tv3.cat/videos/3270890 Sense ficció  16/12/2010

Cosima Dannoritzer, directora de "Comprar, llençar, comprar" 7.52


 http://www.tv3.cat/3alacarta/#/videos/3270890
Entrevista amb la directora del documental "Comprar, llençar, comprar". Aquest treball relata la fascinant història de l'obsolescència programada des dels seus orígens, cap al 1920 (quan es va formar un càrtel per limitar la vida útil de les bombetes elèctriques), fins a casos actuals.




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Fuente: http://www.coiim.es/ Colegio Ingenieros Industriales

La Obsolescencia Programada


Reflexiones sobre la reducción deliberada
de la vida de los productos para incrementar su consumo
Por: César Franco Ramos
Ingeniero Industrial

Antecedentes


El teléfono modelo góndola que había en casa de mis padres, sigue funcionando tras más de 30 años; mientras tanto, yo ya he perdido la cuenta de los dispositivos móviles que he tenido sólo en los últimos años. La última mesita que compré para los niños no ha aguantado ni un asalto, cuando la mesa de de nuestros abuelos lleva decenios en su salón. La batería de mi MP3 ha dejado de funcionar –haciendo al aparato completamente inservible– mientras que la radio de válvulas y la primera televisión que compraron llevan los mismos años funcionando, sobre la misma mesa, en el mismo salón.
Ante todos estos ejemplos, con frecuencia nos preguntamos por qué las cosas no duran como las de antes. Y, en estos casos, es más sencillo pensar en la industria y el mercado que en la consciencia –o en su caso inconsciencia– del usuario en relación a la calidad del producto que está comprando, el ciclo de vida del producto, y los costes reales de su fabricación.

¿Existe la Obsolescencia Programada?


Negar de forma categórica la existencia de la obsolescencia programada, equivale a intentar negar con el mismo ímpetu la existencia de malas prácticas en el mundo empresarial. Ahora bien, antes de plantear si estamos hablando de una práctica generalizada en todos los ámbitos del desarrollo de productos de consumo, debemos tener en cuenta las siguientes consideraciones.
Dejando a un lado la Responsabilidad Social Corporativa de las empresas –cada vez más relevante– éstas necesitan ser económicamente viables para conseguir sus objetivos de negocio, mantener o incrementar su nivel de actividad, y la generación de puestos de trabajo. Por ello, dentro del ciclo de vida de los productos y servicios que ofrecen, tiene especial relevancia un concepto: el coste de oportunidad. Éste mide –de forma simplificada– la relación entre la inversión a realizar por la empresa para hacer un mejor producto (mejores materiales, procesos de calidad más estrictos, mayor inversión en la fase de diseño…), y el beneficio que deja de ganar al no hacer esa inversión (menores ventas, usuarios descontentos, posibilidad de retirada del producto del mercado…)
Pero, ¿por qué querría una empresa fabricar un peor producto y arriesgarse al descontento de sus potenciales clientes? Usar esta estrategia para ganar más dinero obligando al cliente a comprar un nuevo producto es una aproximación demasiado simplista. Requeriría de un servicio post-venta (o una estrategia de marketing) excepcionales para compensar la experiencia producida por un mal producto anterior. Entonces, ¿están los consumidores dispuestos a comprar productos más baratos, arriesgándose a obtener una peor calidad? La respuesta es sencilla: Sí.
Segmentación de mercados
Utilizamos criterios como nuestro nivel económico, la frecuencia y el tipo de uso que vamos a dar al producto, o la importancia que le damos a las funcionalidades ofrecidas para decidir qué producto tiene la mejor relación calidad-precio para cada uno de nosotros. Las empresas lo saben, y se adaptan a la segmentación del mercado ofreciendo distintas líneas de producto no sólo con diferente funcionalidad, sino también calidad y durabilidad, proporcionando además segundas y terceras marcas para fabricar y distribuir sus distintas líneas blancas, marrones…
Esto no es patrimonio exclusivo de los productos de tecnología, sino abarca todos los ámbitos de consumo: alimentación, limpieza, mobiliario… Así, por ejemplo, cuando decidimos amueblar una primera vivienda, o un piso de alquiler, seleccionamos un fabricante que ofrezca un precio ajustado para un diseño y funcionalidad adecuados. Para conseguirlo, el fabricante ajusta tanto el proceso de diseño como los materiales utilizados en su fabricación: DM, contrachapado y rellenos de cartón en estructuras de colmena. A cambio, la vida útil de dichos productos será inferior al de un mueble realizado con madera maciza –preferiblemente maderas duras–. Atendiendo a la definición de obsolescencia programada, podríamos pensar que el fabricante produce un mueble con materiales poco durables para forzar a los consumidores a cambar de mesa con mayor frecuencia, en lugar de vender mesas que lleguen a heredar nuestros hijos.

Obsolescencia funcional y tecnológica: productos de usar y tirar


Si pensamos en la rápida evolución de la tecnología destinada al consumo podemos ver su impacto en la forma de consumirla: la telefonía a nuestra forma de comunicarnos, los reproductores de música a dónde y cómo la escuchamos, la fotografía digital al número de aficionados de este arte…
Este ritmo frenético de innovación (y del consumo asociado) es el que hace que se llegue mucho antes que al final de la vida útil del producto a otras la obsolescencia funcional y/o tecnológica del mismo: nuevos estándares soportados, mayor velocidad, o nuevas funcionalidades, hacen que el producto que compramos hace dos o tres años pueda seguir funcionando, pero haya dejado de sernos funcional.
A ello se suma como uno de los responsables de la obsolescencia funcional en determinados productos el poco esfuerzo económico (en relación a la renta disponible) que supone adquirir dichos productos. Por ejemplo, hace sólo una generación, la adquisición de una televisión era una decisión de compra importante dentro de un hogar, mientras que ahora justificamos un cambio de televisión por la incorporación de nuevos estándares de alta definición, 3D o un mayor número de pulgadas, empaquetado en formato de oferta en unos grandes almacenes.
Si extrapolamos estas decisiones como consumidores a otros productos de menor coste, somos nosotros mismos los que estamos fomentando una cultura de productos de usar y tirar.  Y esto sucede cada vez con más frecuencia, a un ritmo mayor. Además, otros condicionantes externos, como normativas y nuevos reglamentos empujan al consumidor a sustituir el producto dentro de su vida útil, siendo incluso subvencionado por ello: electrodomésticos de menor consumo, vehículos con menores emisiones, sistemas de aislamiento más eficientes, lámparas de ahorro de energía…
Así, es el propio consumidor el que pasados dos o tres años, antes de que el producto finalice su vida útil buscará un nuevo producto que incorpore los últimos avances –bien por necesidad real, o inducido por una buena maquinaria del marketing–. En todos esos casos, el producto se habrá quedado obsoleto antes de tiempo, y su destino será siempre el mismo: el trastero, un punto de reciclaje o, en raras ocasiones, una segunda oportunidad.
Con tal panorama a la empresa se le plantea una disyuntiva que traslada al ingeniero de diseño: ¿construir un producto para durar, o desarrollarlo para su consumo? Si, el destino de nuestros productos es el consumo y, atendemos a la definición que hace la RAE de la palabra consumir: (1) destruir, extinguir (2) utilizar bienes para satisfacer necesidades o deseos (como tal, cambiantes) –la decisión es sencilla–. Aun siendo viable, ¿es necesario fabricar productos para durar décadas? La respuesta en muchos casos será no, especialmente si encarece el producto final. De este razonamiento podríamos inferir que los fabricantes están “deliberadamente” reduciendo la vida útil de los productos, ya que se podrían construir mejor - y probablemente más caros.
La segmentación de mercados permite que algunas empresas sí posicionen sus productos – o algunas gamas - en los más altos estándares de calidad y durabilidad. En el resto de casos sólo la distorsión mediante la regulación del funcionamiento del mercado permite forzar el desarrollo y la difusión de tecnologías más eficientes y durables. Como ejemplo, pensemos en las bombillas de bajo consumo, de mayor duración (y precio) que las incandescentes. A pesar de estar disponible desde hace ya varios años, sólo en el momento en el que se han hecho obligatorias se ha masificado su consumo – trayendo consigo además el abaratamiento del producto.

La reparación y el mercado de consumibles


En los países industrializados, el destino del producto tras el fallo, es el vertedero. Pero, ¿por qué? Las empresas están obligadas por ley a mantener stock suficiente de piezas de repuesto por un periodo razonable más allá de la fecha de fabricación del producto. Si existe el repuesto, ¿por qué es casi nula la tendencia a la reparación? En muchos casos, porque el precio de la reparación no es atractivo en relación al precio del producto nuevo. Debemos sumar al coste del repuesto en origen, su almacenaje, el transporte y la mano de obra: personal local especializado, y un proceso no sometido a economías de escala.
Esto hace que, incluso para el propio fabricante, cuando hablamos de pequeño electrodoméstico, sea más barata la sustitución completa del producto por otro de similares características que abordar la reparación. Cuando ocurre en periodo de garantía, no somos conscientes de los costes reales de la reparación, y nos felicitamos por estrenar producto. Fuera de dicho periodo, tenemos tendencia a culpar en la obsolescencia programada. Incluso cuando la reparación es viable económicamente la existencia de productos con mayor funcionalidad y/o tecnológicamente más avanzada nos pone en un gran dilema: ¿gasto 100 en la reparación, ó 300 en uno nuevo?
Varios de los productos acusados de prácticas de obsolescencia programada lo son en muchos casos porque –de hecho– su coste es superior al esfuerzo de adquisición por parte del consumidor. Esto no es nuevo: King Camp Gillette fundó en 1901 una empresa destinada a la fabricación de maquinillas de afeitar. Su éxito: fabricación automatizada, marketing y un modelo de negocio basado en la venta de maquinillas a bajos precios, para obtener beneficios con la venta de las cuchillas de afeitar. En 1903, comenzó la operación vendiendo 51 maquinillas y 168 cuchillas. Doce años después, las cifras se habían disparado a 450.000 maquinillas y más de 70 millones de cuchillas.
Este modelo se da en muchos artículos en los que el fabricante subvenciona la venta de un artículo en espera de recuperar los costes durante la vida del producto mediante la venta de consumibles de calidad - que además son concentran los esfuerzos en I+D+I. Pero se extiende también a otros ámbitos: el precio que paramos por un teléfono móvil está subvencionado por la operadora a cambio de un compromiso de permanencia que le permita recuperar esa inversión realizada en el usuario. Esto hace que, como consumidores preferimos extender dicho compromiso a cambio de un nuevo terminal con las últimas novedades antes de reparar (o incluso cambiar la batería) un terminal de más de dos años.
Por todo ello, sólo cuando el esfuerzo de adquisición del producto es importante y su reposición no está subvencionada de alguna manera, nos planteamos siquiera la posibilidad de la reparación.

Calidad y Seguridad


La fecha de caducidad de un comestible marca el momento en el cual el producto, almacenado en las condiciones adecuadas, deja de tener las condiciones de Calidad que se le esperan. Pasada dicha fecha puede ser posible su consumo, pero queda al criterio subjetivo del consumidor su valoración. Si, las condiciones de calidad no sólo incluyen parámetros sanitarios, sino aspectos como la textura o el sabor, ¿quién decide de forma objetiva la vida útil del producto? ¿Deberíamos acusar a las empresas de alimentación de utilizar la obsolescencia programada para asegurar una mínima renovación del stock de productos en nuestros armarios? Obviamente no, y la clave está en la capacidad de decisión por parte del consumidor de tomar o no el producto pasada la fecha.
Además, lo que vemos como un derecho por nuestra parte, lo convertimos en la obligación para el fabricante o distribuidor (no vender el producto pasada su fecha).
Sin embargo, cuando pasamos de la industria alimentaria a la farmacéutica el tema se complica, ya que el consumo de medicamentos más allá de su fecha de caducidad no sólo afecta a sus propiedades organolépticas, sino también a la eficacia del principio activo. Esto cambiando un problema de Calidad (hasta cierto punto subjetivo), en uno de Seguridad. Y, en este caso, como consumidores no nos planteamos ninguna disyuntiva: es conveniente limitar de forma activa el uso de un producto más allá de su vida útil. Cuando la tecnología está disponible, ya se hace así: un medidor de azúcar en sangre no funcionará si detecta que la tira reactiva está caducada, pues podría dar una lectura errónea que derivara en la administración de una dosis incorrecta de insulina en el paciente.
De forma análoga en los productos de consumo, el fabricante incluye medidas para asegurar que este, utilizado en las condiciones adecuadas, reúne las condiciones de calidad y seguridad que se le esperan. Los fusibles son ejemplos básicos de medidas de seguridad: al fundirse evitan que una intensidad de corriente elevada ponga en riesgo de incendio o de destrucción el producto o la instalación. Sin embargo, cuando se quema un fusible en un pequeño electrodoméstico, y el coste de la reparación – ya visto – se asemeja o supera el de reposición, nos hace pensar como consumidores en la obsolescencia programada, y no en la efectividad de una medida de seguridad que ha evitado daños mayores.
Existen otros muchos casos de fusibles eléctricos, electrónicos y mecánicos, diseñados para fallar deliberadamente para:
- Asegurar estándares de calidad del producto, que como consumidores exigimos a los fabricantes (el recuento del número de páginas impresas…)
- Actuar de elemento de sacrificio por motivos de seguridad (los cásicos fusibles), o para facilitar su sustitución en caso de sobreesfuerzo –más barata y factible que la de todo el producto (la patilla de aluminio de baja calidad que une el cambio trasero al cuadro de la bicicleta)–.
- Por estrictos motivos de seguridad, prefiriéndose la destrucción del producto a posibles daños a las personas que los utilizan (las carrocerías de los vehículos).


¿Decisión arbitraria o simple fallo?


Una vez determinada la necesidad de controlar que el producto opera dentro de los límites establecidos de calidad y seguridad, ¿qué hacer cuando esto no ocurre así? La aplicación práctica está limitada tanto por el diseño y la tecnología del producto (un circuito integrado en el caso del  medidor de azúcar en sangre o una impresora, la centralita del automóvil…) como por los programas desarrollados sobre dicha tecnología.
Es en este paso, cuando corremos el riesgo de confundir defectos de los productos con obsolescencia programada. Así, por ejemplo, los defectos software por requisitos no especificados, mal definidos, o mal entendidos, son responsable de un porcentaje muy importante de los fallos en los productos que los utilizan. Y, no afectan sólo al mundo de la informática personal. El 23 de septiembre de 1999, la NASA perdió comunicación con el Mars Climate Orbiter. ¿El motivo de perder una misión con un coste superior a 320 millones de dólares?: uno de los equipos del proyecto utilizó el sistema inglés en sus cálculos, cuando el estándar en la NASA es el sistema métrico. ¿Una sonda espacial “diseñada para no durar”? No, un desastroso error de software por un problema en la gestión de requisitos.
Entonces, ¿quién define los requisitos de calidad y seguridad?, ¿cuál debe ser el comportamiento del producto en caso de degradación de alguna de sus funciones? Una impresora diseñada para asegurar unos estándares de calidad hasta, al menos, un determinado número de páginas, ¿cómo debe comportarse cuando se ha superado dicho umbral? Si la centralita de mi coche determina el fallo de un componente, ¿debe notificar la incidencia, o evitar que el coche arranque por motivos de seguridad? Si supero el tiempo o los kilómetros establecidos por el fabricante para una revisión, ¿cómo debe actuar el vehículo? ¿Debe delegarse siempre la decisión en el usuario? En este caso, ¿qué pasa cuando la decisión del usuario deriva en un problema de seguridad, o de emisiones?
Si el usuario no comparte dichas decisiones ¿es obsolescencia programada por parte del fabricante o irresponsabilidad por parte del usuario? A todo esto, se le suma la posibilidad real de fallo en el elemento de control. En mi caso, se tradujo en que la centralita, detectando un fallo de un componente en circulación, apagó todos los sistemas del vehículo estando éste en marcha –concretamente a 120 km/h por autopista–. Este es un claro ejemplo de un fallo de diseño. El resultado: mi siguiente vehículo ha sido de otra marca completamente distinta.
Por este motivo, los propios fabricantes son los que asumen los costes de resolución de defectos llegando incluso a campañas masivas de revisión de automóviles, sustitución de componentes… Aquellos fabricantes que quisieran utilizar la obsolescencia programada como herramienta de generación de ingresos, se encontrarán a corto y medio plazo con un problema de fidelización de clientes. 

Conclusiones


Cuando compramos un producto de consumo –el mercado profesional sigue reglas diferentes– y éste falla antes de lo que nos parece razonable, debemos plantearnos las cuestiones anteriores: ¿hubiéramos pagado más por un producto análogo, pero de mayor durabilidad?, ¿somos conscientes de porqué los mismos modelos de producción y venta que hacen tan asequible la compra de un nuevo producto, encarecen en la misma proporción el coste de la reparación?, ¿hasta qué punto podemos o debemos asumir que un producto siga dando servicio de forma degradada?, ¿los procesos de diseño y fabricación son susceptibles a errores?
La implantación de sistemas externos de aseguramiento de la calidad enfocadas a la verificación de la no introducción de medidas de obsolescencia programada en los productos es, no sólo económicamente inviable, sino muy complicada en su aplicación práctica. ¿Cómo decidir que no se trata de una medida destinada a asegurar el uso óptimo –en calidad y seguridad– del producto? ¿Cómo valoramos los productos diseñados de forma específica para ser asequibles a un público más amplio, aun a costa de su durabilidad? ¿Merece la pena encarecer el coste de fabricación de productos que serán funcional y tecnológicamente obsoletas antes de finalizar su vida útil?

En mi opinión, es mucho más efectiva la autorregulación por las empresas. Un defecto de diseño o fabricación (intencionado o no) puede convertirse en un quebradero de cabeza para las empresas que no asumen el error y dan una alternativa razonable a sus usuarios: sustituyendo el producto por otro, llamando a los vehículos a revisión a los talleres de la marca… Y, la rápida difusión de este tipo de errores por parte de los usuarios a través de las nuevas tecnologías, deja cada vez menos huecos a aquellas empresas que puedan verse tentadas a utilizar de forma sistemática la obsolescencia programada como herramienta de generación de ingresos.

 
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