martes, 6 de enero de 2009

Alberto Collantes: UN BUEN TRATO 12-08




UN BUEN TRATO


Primeros de diciembre de 2008

María, recién levantada de otra noche de insomnio, se quedó mirando, a primera hora de la mañana, hacia la Sierra de Guadarrama. El relente del amanecer de ese invierno le recordó sus bajadas esquiando por las pistas de Valdesquí. Paseó su mirada desde la izquierda, en los Siete Picos, hasta el comienzo de Cuerda Larga. Más hacia el este no se distinguía nada porque el paisaje estaba tapado por una densa niebla.
Justo hacia el norte, detrás del Pico de la Maliciosa, bajaba ella esquiando con Rafael, cogidos de la mano por la suave pista que acababa en el arranque del telesilla. Aquella fuerte, corta y calurosa mano se convertiría, en un plazo muy corto, en un látigo siempre dispuesto a restallar sobre su cara.
Recogió el osito de peluche. En sus largas noches de angustia, de miedo y de zozobra, había recurrido al consuelo que le otorgaba el contacto con la suave piel de su juguete infantil. Sacó al osito al alféizar de la ventana, para que se secaran las lágrimas que, noche tras noche, le enjugaba su olvidado amigo. El peluche al que tuvo que re­currir cuando, enloquecida por el temor y para huir del terror de un marido desquiciado, decidió irse a vivir a la pequeña casa de dos plantas que sus padres compraron hacía por lo menos veinticinco años.
Una casa que tuvo que cerrar porque no soportaba la prematura ausencia de sus padres, fallecidos en un accidente de tráfico. Una absurda coincidencia. Porque Ceferino, ferroviario que siempre viajaba en tren, aquel fatídico mes de noviembre decidió ir a ver a su familia de Extremadura, a una zona alejada del tren. A pasar unos días con sus antiguos vecinos, con sus paisanos, a quienes no veía desde hacía muchos años. Aquel joven descerebrado forzó el adelantamiento, en una carretera de dos sentidos, se quedó sin hueco y, cuando intentaba conducir su coche a la preceptiva derecha, se empotró de frente contra el coche de sus padres. El joven murió en el acto. Los bomberos lograron sacar con vida a Luisa, su madre. Pero su desecho organismo sólo resistió catorce horas, todavía con suficiente tiempo para que ella llegara a ver su bondadosa sonrisa despi­diéndose de su única hija. Fue la última vez que se sintió amparada, consolada y apoyada por Rafael, su marido.
Después de la catástrofe, como si se hubiera roto un equilibrio que ya empezaba a ser inestable, se fueron enfriando las relaciones. Quizá él se sintió tan desvalido como ella ante la falta de sus suegros, con los que siempre había congeniado. Sobre todo con Ceferino, a lo mejor porque Rafael no había conocido a su padre, desaparecido de la faz de la tierra cuando él sólo tenía nueve años, y sus dos hermanas, cuatro y dos añitos.
Pero, y qué culpa tenía ella del pasado, del amargo pasado de su marido. El caso es que Rafael empezó a caer por una rampa inclinada en dirección hacia ninguna parte. Quizá hacia su autodestrucción. Pero la furia contenida en su torpe cerebro –“es que mi pobre hijo es muy nervioso, decía su madre”– le llevó a la bebida, y con ella vinieron los malos tratos.
María recordó de pronto un episodio de su vida que había olvidado. En el viaje de luna de miel a Buenos Aires, su reciente marido le montó un escándalo, nada más entrar en la habitación del hotel donde todo debería haber sido dulce y amoroso, a cuenta de unos celos estúpidos porque ella había mirado con estupor y sorpresa a un camarero que llevaba el pelo recogido hacia atrás. Esa forma de peinarse y el brillo de la gomina le sorprendieron porque eso no se veía por España. Nada más entrar en la habitación le soltó una bofetada y empezaron los reproches, las dudas y los insultos. Luego, furioso, salió hacia la calle, de la que sólo tardó en volver en media hora. Traía un inmenso ramo de flores, una enorme caja de bombones y lágrimas que parecían sinceras. Y vinieron las excusas, el “perdona, no quería”; los “te quiero”, los “te juro que…”. El tiempo le había hecho olvidar este mal comienzo. Pero lo curioso es que, se había sentido tan humillada, tan anulada como mujer y como persona, que no se atrevió a contárselo a nadie. A nadie.
Después, en su regreso, otra noche, otra noche más, ella, ingenua pero ya para siempre atemorizada, había creído que estaba acatarrado porque no paraba de sorber por la nariz. Sólo por la mañana, cuando se lo comentó a una amiga del trabajo, descubrió que su marido se metía rayitas. Aunque lo peor de aquella amarga noche fue descubrir que el sexo sin amor puede ser obsceno. Muy obsceno. Porque como ella no accedió a sus pretensiones, más sexuales que amorosas, hizo que María descubriera, en primera fila, lo que significaba la palabra onanismo.
Sus amorosos reproches, cuando ya se habían pasado las turbulencias de la noche anterior, y la cabeza de su marido estaba más o menos serena, servían durante unos pocos días. Pero luego volvía a las andadas.
El viento que venía del norte hizo estremecerse a la muchacha. Pero era más el temblor interior que sentía. Cualquiera que la hubiese conocido sólo dos años antes, comprobaría sorprendido que su metro setenta de estatura había disminuido sensible­mente. Porque ella, en un reflejo de su atormentada alma, se había encogido, incluso andaba como si tuviera joroba, ella, que siempre iba erguida y con el pecho desafiante. Un busto también disminuido por noches ante el televisor esperando que su muerte no redondeara la fatídica cifra de 70 maltratadas.
Porque su organismo adoptaba una posición fetal, en todas sus formas, mentales y físicas. Así dormía –lo poco que lograba conciliar el sueño– abrazada a su osito de peluche. Eso, cuando volvía de la realidad virtual ante el ordenador con que rellenaba las largas horas nocturnas.
El psicólogo, al que visitaba una vez por semana, le decía: “Usted tiene un maremoto interior. Si yo le mandara una analítica, seguro que el resultado daría unas hormonas alteradas, sin rumbo, enloquecidas diría yo… Pero usted, más que una desgarradura física, tiene una desgarradura mental y hormonal”.
La mujer recordó eso cuando desechó, como todas las mañanas, la empapadera con la que dormía desde hacía meses. Porque no lograba controlar la orina durante sus fre­cuentes pesadillas.
Y ya hacía medio año que, sin haber alcanzado los cuarenta, había dejado de ser fértil.
Por favor, la urbanización La Alhaja, ¿queda por aquí?
Sorprendida, María miró hacia fuera de la valla del jardín.
¿Me pregunta a mí?
Sí, perdone… Es que soy forastero y llevo más de media hora buscando la urba­nización La Alhaja… Perdone si la he asustado.
María pensó, antes de responder, que ella vivía en permanente estado de susto y de ansiedad.
Por aquí no hay ninguna cosa con ese nombre…
Verá, es que he venido a echar una mirada previa, y me he dejado los planos en el hotel.
La mirada apagada de la muchacha observó, entre sorprendida y curiosa, al hombre que la miraba desde abajo. Su rizado pelo, cortado casi al cero, demostraba sus orígenes árabes, quizá andaluces. Era robusto, de talla mediana. Pero lo que más le llamó la aten­ción fue su forma franca y transparente de mirarla. De pronto recordó:
Aquí cerca hay una urbanización, pero se llama La Laja… Creo que es por las piedras que tiene el río…
El hombre se rascó la cabeza, dubitativo.
Estas secretarias… Precisamente por eso he venido a ver el terreno antes de…
María, venciendo todas sus aprensiones, respondió:
Cuando mis padres y yo, que era muy pequeña, vinimos hace muchos años, esto era muy diferente. Más agreste decía mi padre. Ya entonces la gente se confundía y decía La Alhaja… Supongo que eso es lo que usted busca.
De repente sonó un zumbador y la muchacha se estremeció de tal manera que el hombre lo percibió desde la calle.
Perdone… ¿espera una llamada? Parece que le está sonando el móvil.
Un poco repuesta del susto, ella le dijo:
No, no, espero ninguna llamada… Y no es mi móvil lo que suena.
En ese momento pitó el cercano tren de cercanías, y, según se iba alejando el estruendo del convoy, se apagó el pitido.
Al alejarse el tren, ella se tranquilizó. En ese cercanías iba su ex cada mañana, y, al pasar, sonaba en su muñeca el avisador de que su maltratador estaba a menos de qui­nientos metros de ella.
Después de la separación, ella no quiso llevar la cosa más allá y decidió dejarlo correr. Pero a los pocos días, el sentido del macho posesivo le llevó a la verja del chalet. A través de los barrotes, él trató de acariciarla y ella se negó. No recordaba con detalle qué había pasado, sólo que la mano de él, en su intento de golpearla una vez más, le había hecho un arañazo en la mejilla. Sólo entonces pidió una orden de protección al 016. Ni siquiera lo había hecho cuando, tras una negra noche de máquinas tragaperras, al contarle ella que creía estar embarazada, la estúpida violencia de su marido le produjo un aborto prematuro.
Entonces, ¿cómo voy a la urbanización La Laja?
La muchacha le miró como si volviera de las profundidades de una cueva, con ojos atemorizados y llorosos.
Perdone, me parece que mi vista le trae malos recuerdos… –añadió el hombre.
No, no… qué va… –respondió ella, intentando tranquilizarse.
Quizá su niño tiene problemas… –dijo él, dubitativo.
¿Mi niño?... Yo no tengo hijos.
Lo decía por el osito de peluche…
El osito de peluche es mío desde que era niña…
El hombre volvió a rascarse la cabeza. Preguntó:
Entonces, La Laja… ¿Cómo voy hasta ella?
Sí… Siga por esta calle hasta llegar a una glorieta, ahí gire por la calle de la izquierda, que baja en cuesta, y a unos trescientos metros está La Laja, muy cerca del río.
Gracias. Espero no haberla molestado. Adiós… Que pase un buen día.

Mediados de diciembre

El tiempo se había metido en agua y en la sierra nevaba como no lo había hecho durante toda la década del nuevo milenio.
María abrió con el mando la puerta del garaje. Se había quedado sin provisiones. Miró con precaución a ambos lados de la calle y sacó el coche fuera. Cuando estaba esperando que se cerrara el portón, oyó una voz surgida de la nada:
Hola, buenos días… Creí que no estaba… Me he permitido traerle un regalo. ¿Me lo acepta?
La mujer se estremeció. Pero pronto cambió su temor al ver que quien estaba al lado del coche era el hombre que buscaba La Laja.
¿Que si le acepto qué? –respondió mosqueada.
Unos bombones… Se los he traído para quitarle el mal sabor de boca del otro día…
No, no fue usted… ¿Son para mí? –dijo mirando la mano derecha del hombre que le tendía una caja con litografía florida–. Muchas gracias.
Tras coger la caja y ponerla cuidadosamente sobre el asiento derecho del coche, sonrió tímida:
¿Encontró La Laja?
Sí, me fue muy fácil llegar con sus indicaciones.
¿Y qué buscaba ahí? ¿Se va a comprar un apartamento? –De pronto se quedó dudando–: Perdone, dirá usted que a mí qué me importa…
No, no, no me molesta la pregunta… Pero no voy a comprar nada. ¿Sabe? Soy ingeniero agrónomo y tengo que hacer un informe sobre la zona, antes del trabajo de campo. Parece que por fin va a haber dinero para el Parque del Manzanares.
Hoy habrá traído los planos… –María se dio cuenta de que era la primera broma que gastaba en muchos meses–. Porque sin ellos…
Sí –respondió él sonriendo–, hoy sí los he traído. Y llevaba usted razón la urbani­zación se llama La Laja.
De repente sonó un suave pitido, pero cuando el zumbido se hizo estridente y continuo, la muchacha empezó a temblar. El hombre, al darse cuenta, le puso su mano derecha sobre el brazo para que se tranquilizara. Levantó la vista y dijo:
No sé por qué habrá parado hoy el cercanías en medio del campo. Aquí no hay ninguna estación. Será una parada técnica...
Coincidiendo con la última palabra del hombre, el tren arrancó. Poco a poco, el pitido se fue amortiguando hasta desaparecer.
Ahora ya comprendía el alarido sonoro y el porqué del miedo de la muchacha. Sin apartar su mano del brazo de ella, preguntó:
¿Ya está más calmada? –Tras una pausa, añadió mirándole a los ojos–: ¿Cómo se llama?
Me llamo María… ¿Y usted?... –respondió ella al tiempo que miraba la mano de él puesta sobre su brazo.
Me llamo Vicente.
Por favor, tengo que irme… No me gusta estar sola en la calle… Me da miedo.
Bueno, ahora no está sola. Y no debe tener miedo –respondió él apartando su mano con suavidad del brazo de la muchacha.

Primeros de enero de 2009

La farmacéutica preguntó a la clienta, ya conocida de otras veces:
Esta vez se le han acabado antes los protectores para su abuela.
No… –María se quedó parada sólo un momento–. Esta vez vengo para mí. Quiero compresas.
Ya… Le valen las Ausonia.
Sí, sí, esas valen. Y déme también pastillas para la halitosis.
La dependienta le envolvió el pedido, extrañada de que nunca antes la espigada pero arqueada mujer, que debía de haber sido muy guapa, le hubiera comprado lo que se llevaba ahora.
Feliz Año Nuevo.
Gracias… Feliz Año Nuevo.
María se metió deprisa en el coche, como siempre. El pitido había sido suave y rápido, pero desconfiaba. Con un loco, nunca se sabe… Además, quería limpiar los esquejes del abandonado rosal plantado por su padre en el jardín, y prepararlo para la primavera.
Absorta en la tarea junto a la valla, con las tijeras en la mano, oyó una voz al otro lado:
Al final lo encontré… Y les ha hecho usted un buen favor a los de La Laja.
Sobresaltada, se cortó con las tijeras y empezó a sangrar.
Perdone –le dijo Vicente al tiempo que le alargaba un paquete de pañuelos de papel–. Es que no la veo bien por encima de la chapa de la verja. ¿Se ha cortado mucho?
No, es sólo un pequeño rasguño… Gracias por los pañuelos.
Al mirarle por encima de la chapa con la que había asegurado la verja, recordó la extrañeza del cerrajero cuando, además de ponerle tres nuevas cerraduras en la casa, le obligó a colocar un barrote en forma de aspa en el ventanuco del cuarto de baño. “Pero, señora, si por aquí sólo entra un gato…”.
¿Qué me decía?
Que mi estudio previo de campo va a hacer posible que los vecinos de La Laja no se queden sin urbanización al proyectar el nuevo parque. Es el peligro de hacer los traza­dos sobre plano. Claro que luego me toca pelearme con los reyes de la línea recta, los delineantes proyectistas.
Hizo una pausa y le miró a la cara. Entonces, María se echó a llorar. Como la chapa de la puerta le impedía ni siquiera tocarla, venciendo su timidez dijo a la muchacha:
Si lloras, las lágrimas de tus ojos, de tus bellos ojos (añadió por su cuenta), no te dejarán ver las estrellas por la noche. Creo que lo dijo Rabindranath Tagore, un poeta hindú.
María sonrió, agradecida, y se limpió las lágrimas con otro pañuelo.
Luego, a media tarde, si le parece, vendré a verla. Porque siempre me voy con la impresión de que he venido a entristecerla.
Aquí estaré… Yo salgo muy poco…
 Por la tarde salió el sol tímidamente, después de días escondido tras un celaje de nubes. Sus tenues rayos daban sobre el jardín cuando Vicente regresó de su trabajo cerca del río. Llamó al timbre, al no ver a nadie. Al poco rato, vino María desde la casa hasta la verja. Había conseguido, tras no pocas dudas y mucho empeño, recuperar en parte la lozanía de su hasta ahora marchitada belleza.
Si no me abres, no podré darte un regalo que traigo para ti.
Extrañada por el tuteo, ella respondió:
Traigo las llaves en el bolsillo. –Abrió las tres cerraduras y dijo–: Pasa.
Él entró al jardín, miró la casa, paseó la vista con ojo experto sobre el suelo del jardín y dijo:
Esto está abandonado desde hace mucho tiempo… –Mientras se lo decía, pasó entre los barrotes una cajita de plástico con una camelia blanca dentro–. Hay mucho trabajo que hacer aquí…
¿Cómo es que no te has ido a pasar las Navidades a tu casa? Tendrás familia…
Estuve con mis padres en Nochebuena, pero luego me volví aquí a empezar el año trabajando. No tengo mucha familia. Mi trabajo me ha convertido en un nómada.
Ya –dijo ella, tranquilizada. De repente, se le escapó una lágrima por el ojo izquierdo.
Esta vez sí, él le secó la lágrima con un dedo de su mano derecha. Al rato, lo retiró, pero, al deslizarlo hacia debajo de la mejilla, notó el bulto de la cicatriz.
¿Y esto?
Forma parte de una vida pasada. Algún día me haré la cirugía estética.
Él se quedó dudando durante un buen rato. Por fin la respondió:
No creo que haga falta. Eso no resistirá más de doscientos besos.
El adormecido pero latente romanticismo de él acababa de despertar la apagada sexualidad de ella.
La tomó por la cintura tiernamente. Mientras la pareja se alejaba lentamente hacia las escaleras, los labios de Vicente empezaron a pagar un anticipo de su deuda de besos sobre la mejilla de María.
Día de Reyes de 2009
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