UN BUEN TRATO
Primeros de
diciembre de 2008
María, recién
levantada de otra noche de insomnio, se quedó mirando, a
primera hora de la mañana, hacia la Sierra de Guadarrama. El
relente del amanecer de ese invierno le recordó sus bajadas
esquiando por las pistas de Valdesquí. Paseó su mirada
desde la izquierda, en los Siete Picos, hasta el comienzo de Cuerda
Larga. Más hacia el este no se distinguía nada porque
el paisaje estaba tapado por una densa niebla.
Justo hacia el
norte, detrás del Pico de la Maliciosa, bajaba ella esquiando
con Rafael,
cogidos
de la mano por la suave pista que acababa en el arranque del
telesilla. Aquella fuerte, corta y calurosa mano se convertiría,
en un plazo muy corto, en un látigo siempre dispuesto a
restallar sobre su cara.
Recogió el
osito de peluche. En sus largas noches de angustia, de miedo y de
zozobra, había recurrido al consuelo que le otorgaba el
contacto con la suave piel de su juguete infantil. Sacó al
osito al alféizar de la ventana, para que se secaran las
lágrimas que, noche tras noche, le enjugaba su olvidado amigo.
El peluche al que tuvo que recurrir cuando, enloquecida por el
temor y para huir del terror de un marido desquiciado, decidió
irse a vivir a la pequeña casa de dos plantas que sus padres
compraron hacía por lo menos veinticinco años.
Una casa que tuvo
que cerrar porque no soportaba la prematura ausencia de sus padres,
fallecidos en un accidente de tráfico. Una absurda
coincidencia. Porque Ceferino, ferroviario que siempre viajaba en
tren, aquel fatídico mes de noviembre decidió ir a ver
a su familia de Extremadura, a una zona alejada del tren. A pasar
unos días con sus antiguos vecinos, con sus paisanos, a
quienes no veía desde hacía muchos años. Aquel
joven descerebrado forzó el adelantamiento, en una carretera
de dos sentidos, se quedó sin hueco y, cuando intentaba
conducir su coche a la preceptiva derecha, se empotró de
frente contra el coche de sus padres. El joven murió en el
acto. Los bomberos lograron sacar con vida a Luisa, su madre. Pero su
desecho organismo sólo resistió catorce horas, todavía
con suficiente tiempo para que ella llegara a ver su bondadosa
sonrisa despidiéndose de su única hija. Fue la
última vez que se sintió amparada, consolada y apoyada
por Rafael, su marido.
Después de la
catástrofe, como si se hubiera roto un equilibrio que ya
empezaba a ser inestable, se fueron enfriando las relaciones. Quizá
él se sintió tan desvalido como ella ante la falta de
sus suegros, con los que siempre había congeniado. Sobre todo
con Ceferino, a lo mejor porque Rafael no había conocido a su
padre, desaparecido de la faz de la tierra cuando él sólo
tenía nueve años, y sus dos hermanas, cuatro y dos
añitos.
Pero, y qué
culpa tenía ella del pasado, del amargo pasado de su marido.
El caso es que Rafael empezó a caer por una rampa inclinada en
dirección hacia ninguna parte. Quizá hacia su
autodestrucción. Pero la furia contenida en su torpe cerebro
–“es que mi pobre hijo es muy nervioso, decía su
madre”– le llevó a la bebida, y con ella vinieron
los malos tratos.
María recordó
de pronto un episodio de su vida que había olvidado. En el
viaje de luna de miel a Buenos Aires, su reciente marido le montó
un escándalo, nada más entrar en la habitación
del hotel donde todo debería haber sido dulce y amoroso, a
cuenta de unos celos estúpidos porque ella había mirado
con estupor y sorpresa a un camarero que llevaba el pelo recogido
hacia atrás. Esa forma de peinarse y el brillo de la gomina le
sorprendieron porque eso no se veía por España. Nada
más entrar en la habitación le soltó una
bofetada y empezaron los reproches, las dudas y los insultos. Luego,
furioso, salió hacia la calle, de la que sólo tardó
en volver en media hora. Traía un inmenso ramo de flores, una
enorme caja de bombones y lágrimas que parecían
sinceras. Y vinieron las excusas, el “perdona, no quería”;
los “te quiero”, los “te juro que…”.
El tiempo le había hecho olvidar este mal comienzo. Pero lo
curioso es que, se había sentido tan humillada, tan anulada
como mujer y como persona, que no se atrevió a contárselo
a nadie. A nadie.
Después, en
su regreso, otra noche, otra noche más, ella, ingenua pero ya
para siempre atemorizada, había creído que estaba
acatarrado porque no paraba de sorber por la nariz. Sólo por
la mañana, cuando se lo comentó a una amiga del
trabajo, descubrió que su marido se metía rayitas.
Aunque
lo peor de aquella amarga noche fue descubrir que el sexo sin amor
puede ser obsceno. Muy obsceno. Porque como ella no accedió a
sus pretensiones, más sexuales que amorosas, hizo que María
descubriera, en primera fila, lo que significaba la palabra onanismo.
Sus amorosos
reproches, cuando ya se habían pasado las turbulencias de la
noche anterior, y la cabeza de su marido estaba más o menos
serena, servían durante unos pocos días. Pero luego
volvía a las andadas.
El viento que venía
del norte hizo estremecerse a la muchacha. Pero era más el
temblor interior que sentía. Cualquiera que la hubiese
conocido sólo dos años antes, comprobaría
sorprendido que su metro setenta de estatura había disminuido
sensiblemente. Porque ella, en un reflejo de su atormentada
alma, se había encogido, incluso andaba como si tuviera
joroba, ella, que siempre iba erguida y con el pecho desafiante. Un
busto también disminuido por noches ante el televisor
esperando que su muerte no redondeara la fatídica cifra de 70
maltratadas.
Porque su organismo
adoptaba una posición fetal, en todas sus formas, mentales y
físicas. Así dormía –lo poco que lograba
conciliar el sueño– abrazada a su osito de peluche. Eso,
cuando volvía de la realidad virtual ante el ordenador con que
rellenaba las largas horas nocturnas.
El psicólogo,
al que visitaba una vez por semana, le decía: “Usted
tiene un maremoto interior. Si yo le mandara una analítica,
seguro que el resultado daría unas hormonas alteradas, sin
rumbo, enloquecidas diría yo… Pero usted, más
que una desgarradura física, tiene una desgarradura mental y
hormonal”.
La mujer recordó
eso cuando desechó, como todas las mañanas, la
empapadera con la que dormía desde hacía meses. Porque
no lograba controlar la orina durante sus frecuentes pesadillas.
Y ya hacía
medio año que, sin haber alcanzado los cuarenta, había
dejado de ser fértil.
–Por favor, la
urbanización La Alhaja, ¿queda por aquí?
Sorprendida, María
miró hacia fuera de la valla del jardín.
–¿Me
pregunta a mí?
–Sí,
perdone… Es que soy forastero y llevo más de media hora
buscando la urbanización La Alhaja… Perdone si la
he asustado.
María pensó,
antes de responder, que ella vivía en permanente estado de
susto y de ansiedad.
–Por aquí
no hay ninguna cosa con ese nombre…
–Verá,
es que he venido a echar una mirada previa, y me he dejado los planos
en el hotel.
La mirada apagada de
la muchacha observó, entre sorprendida y curiosa, al hombre
que la miraba desde abajo. Su rizado pelo, cortado casi al cero,
demostraba sus orígenes árabes, quizá andaluces.
Era robusto, de talla mediana. Pero lo que más le llamó
la atención fue su forma franca y transparente de
mirarla. De pronto recordó:
–Aquí
cerca hay una urbanización, pero se llama La Laja… Creo
que es por las piedras que tiene el río…
El hombre se rascó
la cabeza, dubitativo.
–Estas
secretarias… Precisamente por eso he venido a ver el terreno
antes de…
María,
venciendo todas sus aprensiones, respondió:
–Cuando mis
padres y yo, que era muy pequeña, vinimos hace muchos años,
esto era muy diferente. Más agreste decía mi padre. Ya
entonces la gente se confundía y decía La Alhaja…
Supongo que eso es lo que usted busca.
De repente sonó
un zumbador y la muchacha se estremeció de tal manera que el
hombre lo percibió desde la calle.
–Perdone…
¿espera una llamada? Parece que le está sonando el
móvil.
Un poco repuesta del
susto, ella le dijo:
–No, no,
espero ninguna llamada… Y no es mi móvil lo que suena.
En ese momento pitó
el cercano tren de cercanías, y, según se iba alejando
el estruendo del convoy, se apagó el pitido.
Al alejarse el tren,
ella se tranquilizó. En ese cercanías iba su ex cada
mañana, y, al pasar, sonaba en su muñeca el avisador de
que su maltratador estaba a menos de quinientos metros de ella.
Después de la
separación, ella no quiso llevar la cosa más allá
y decidió dejarlo correr. Pero a los pocos días, el
sentido del macho posesivo le llevó a la verja del chalet. A
través de los barrotes, él trató de acariciarla
y ella se negó. No recordaba con detalle qué había
pasado, sólo que la mano de él, en su intento de
golpearla una vez más, le había hecho un arañazo
en la mejilla. Sólo entonces pidió una orden de
protección al 016. Ni siquiera lo había hecho cuando,
tras una negra noche de máquinas tragaperras, al contarle ella
que creía estar embarazada, la estúpida violencia de su
marido le produjo un aborto prematuro.
–Entonces,
¿cómo voy a la urbanización La Laja?
La muchacha le miró
como si volviera de las profundidades de una cueva, con ojos
atemorizados y llorosos.
–Perdone, me
parece que mi vista le trae malos recuerdos… –añadió
el hombre.
–No, no…
qué va… –respondió ella, intentando
tranquilizarse.
–Quizá
su niño tiene problemas… –dijo él,
dubitativo.
–¿Mi
niño?... Yo no tengo hijos.
–Lo decía
por el osito de peluche…
–El osito de
peluche es mío desde que era niña…
El hombre volvió
a rascarse la cabeza. Preguntó:
–Entonces, La
Laja… ¿Cómo voy hasta ella?
–Sí…
Siga por esta calle hasta llegar a una glorieta, ahí gire por
la calle de la izquierda, que baja en cuesta, y a unos trescientos
metros está La Laja, muy cerca del río.
–Gracias.
Espero no haberla molestado. Adiós… Que pase un buen
día.
Mediados de
diciembre
El tiempo se había
metido en agua y en la sierra nevaba como no lo había hecho
durante toda la década del nuevo milenio.
María abrió
con el mando la puerta del garaje. Se había quedado sin
provisiones. Miró con precaución a ambos lados de la
calle y sacó el coche fuera. Cuando estaba esperando que se
cerrara el portón, oyó una voz surgida de la nada:
–Hola, buenos
días… Creí que no estaba… Me he permitido
traerle un regalo. ¿Me lo acepta?
La mujer se
estremeció. Pero pronto cambió su temor al ver que
quien estaba al lado del coche era el hombre que buscaba La Laja.
–¿Que
si le acepto qué? –respondió mosqueada.
–Unos
bombones… Se los he traído para quitarle el mal sabor
de boca del otro día…
–No, no fue
usted… ¿Son para mí? –dijo mirando la mano
derecha del hombre que le tendía una caja con litografía
florida–. Muchas gracias.
Tras coger la caja y
ponerla cuidadosamente sobre el asiento derecho del coche, sonrió
tímida:
–¿Encontró
La Laja?
–Sí, me
fue muy fácil llegar con sus indicaciones.
–¿Y qué
buscaba ahí? ¿Se va a comprar un apartamento? –De
pronto se quedó dudando–: Perdone, dirá usted que
a mí qué me importa…
–No, no, no me
molesta la pregunta… Pero no voy a comprar nada. ¿Sabe?
Soy ingeniero agrónomo y tengo que hacer un informe sobre la
zona, antes del trabajo de campo. Parece que por fin va a haber
dinero para el Parque del Manzanares.
–Hoy habrá
traído los planos… –María se dio cuenta de
que era la primera broma que gastaba en muchos meses–. Porque
sin ellos…
–Sí
–respondió él sonriendo–, hoy sí los
he traído. Y llevaba usted razón la urbanización
se llama La Laja.
De repente sonó
un suave pitido, pero cuando el zumbido se hizo estridente y
continuo, la muchacha empezó a temblar. El hombre, al darse
cuenta, le puso su mano derecha sobre el brazo para que se
tranquilizara. Levantó la vista y dijo:
–No sé
por qué habrá parado hoy el cercanías en medio
del campo. Aquí no hay ninguna estación. Será
una parada técnica...
Coincidiendo con la
última palabra del hombre, el tren arrancó. Poco a
poco, el pitido se fue amortiguando hasta desaparecer.
Ahora ya comprendía
el alarido sonoro y el porqué del miedo de la muchacha. Sin
apartar su mano del brazo de ella, preguntó:
–¿Ya
está más calmada? –Tras una pausa, añadió
mirándole a los ojos–: ¿Cómo se llama?
–Me llamo
María… ¿Y usted?... –respondió ella
al tiempo que miraba la mano de él puesta sobre su brazo.
–Me llamo
Vicente.
–Por favor,
tengo que irme… No me gusta estar sola en la calle… Me
da miedo.
–Bueno, ahora
no está sola. Y no debe tener miedo –respondió él
apartando su mano con suavidad del brazo de la muchacha.
Primeros de enero
de 2009
La farmacéutica
preguntó a la clienta, ya conocida de otras veces:
–Esta vez se
le han acabado antes los protectores para su abuela.
–No…
–María se quedó parada sólo un momento–.
Esta vez vengo para mí. Quiero compresas.
–Ya… Le
valen las Ausonia.
–Sí,
sí, esas valen. Y déme también pastillas para la
halitosis.
La dependienta le
envolvió el pedido, extrañada de que nunca antes la
espigada pero arqueada mujer, que debía de haber sido muy
guapa, le hubiera comprado lo que se llevaba ahora.
–Feliz Año
Nuevo.
–Gracias…
Feliz Año Nuevo.
María se
metió deprisa en el coche, como siempre. El pitido había
sido suave y rápido, pero desconfiaba. Con un loco, nunca se
sabe… Además, quería limpiar los esquejes del
abandonado rosal plantado por su padre en el jardín, y
prepararlo para la primavera.
Absorta en la tarea
junto a la valla, con las tijeras en la mano, oyó una voz al
otro lado:
–Al final lo
encontré… Y les ha hecho usted un buen favor a los de
La Laja.
Sobresaltada, se
cortó con las tijeras y empezó a sangrar.
–Perdone –le
dijo Vicente al tiempo que le alargaba un paquete de pañuelos
de papel–. Es que no la veo bien por encima de la chapa de la
verja. ¿Se ha cortado mucho?
–No, es sólo
un pequeño rasguño… Gracias por los pañuelos.
Al mirarle por
encima de la chapa con la que había asegurado la verja,
recordó la extrañeza del cerrajero cuando, además
de ponerle tres nuevas cerraduras en la casa, le obligó a
colocar un barrote en forma de aspa en el ventanuco del cuarto de
baño. “Pero, señora, si por aquí sólo
entra un gato…”.
–¿Qué
me decía?
–Que mi
estudio previo de campo va a hacer posible que los vecinos de La Laja
no se queden sin urbanización al proyectar el nuevo parque. Es
el peligro de hacer los trazados sobre plano. Claro que luego me
toca pelearme con los reyes de la línea recta, los delineantes
proyectistas.
Hizo una pausa y le
miró a la cara. Entonces, María se echó a
llorar. Como la chapa de la puerta le impedía ni siquiera
tocarla, venciendo su timidez dijo a la muchacha:
–Si lloras,
las lágrimas de tus ojos, de tus bellos ojos (añadió
por su cuenta), no te dejarán ver las estrellas por la noche.
Creo que lo dijo Rabindranath Tagore, un poeta hindú.
María sonrió,
agradecida, y se limpió las lágrimas con otro pañuelo.
–Luego, a
media tarde, si le parece, vendré a verla. Porque siempre me
voy con la impresión de que he venido a entristecerla.
–Aquí
estaré… Yo salgo muy poco…
Por la tarde
salió el sol tímidamente, después de días
escondido tras un celaje de nubes. Sus tenues rayos daban sobre el
jardín cuando Vicente regresó de su trabajo cerca del
río. Llamó al timbre, al no ver a nadie. Al poco rato,
vino María desde la casa hasta la verja. Había
conseguido, tras no pocas dudas y mucho empeño, recuperar en
parte la lozanía de su hasta ahora marchitada belleza.
–Si no me
abres, no podré darte un regalo que traigo para ti.
Extrañada por
el tuteo, ella respondió:
–Traigo las
llaves en el bolsillo. –Abrió las tres cerraduras y
dijo–: Pasa.
Él entró
al jardín, miró la casa, paseó la vista con ojo
experto sobre el suelo del jardín y dijo:
–Esto está
abandonado desde hace mucho tiempo… –Mientras se lo
decía, pasó entre los barrotes una cajita de plástico
con una camelia blanca dentro–. Hay mucho trabajo que hacer
aquí…
–¿Cómo
es que no te has ido a pasar las Navidades a tu casa? Tendrás
familia…
–Estuve con
mis padres en Nochebuena, pero luego me volví aquí a
empezar el año trabajando. No tengo mucha familia. Mi trabajo
me ha convertido en un nómada.
–Ya –dijo
ella, tranquilizada. De repente, se le escapó una lágrima
por el ojo izquierdo.
Esta vez sí,
él le secó la lágrima con un dedo de su mano
derecha. Al rato, lo retiró, pero, al deslizarlo hacia debajo
de la mejilla, notó el bulto de la cicatriz.
–¿Y
esto?
–Forma parte
de una vida pasada. Algún día me haré la cirugía
estética.
Él se quedó
dudando durante un buen rato. Por fin la respondió:
–No creo que
haga falta. Eso no resistirá más de doscientos besos.
El adormecido pero
latente romanticismo de él acababa de despertar la apagada
sexualidad de ella.
La tomó por
la cintura tiernamente. Mientras la pareja se alejaba lentamente
hacia las escaleras, los labios de Vicente empezaron a pagar un
anticipo de su deuda de besos sobre la mejilla de María.
Día
de Reyes de 2009
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