jueves, 17 de abril de 2008

Alberto Collantes: LOS GENEROSOS HÉROES ANÓNIMOS 04-08


LOS GENEROSOS HÉROES ANÓNIMOS


                                                                                                            “Y van roncas las mujeres,
                                                                                                             y el grito de guerra zumba,
                                                                                                             y el negro cañón retumba,
                                                                                                             y al suelo le falta tierra
                                                                                                             para cubrir tanta tumba.
                                                                                                            Mártires de la lealtad,
                                                                                                            que de la cuna al arrullo
                                                                                                            fuisteis de la Patria orgullo
                                                                                                            y honra de la libertad.
                                                                                                            Dormid, bravos, descansad.”

El largo poema de Bernardo López, tan usado y tan manoseado durante el franquismo, sirve para que inicie mi corta contribución al doble centenario del Dos de Mayo.
Al hilo del poema, debo recordar que, durante los ominosos 40 años de la posguerra, se empleó muy a menudo la Guerra de la Independencia para arremeter contra el francés, contra el gabacho. La razón era convencer a los españoles de que todo lo que viniera de más allá del Pirineo era intrínsecamente malo, pero lo cierto es que hacia Francia habían tenido que huir decenas de miles de compatriotas, y por eso se abusaba de la Guerra de la Independencia para denigrar a Francia.
Pero no es el motivo de esta modesta lectura hablar de la posguerra española. Pero sí debo recordar que, si se me permite decirlo, los vientos de modernidad en la Península Ibérica siempre han venido desde Francia, como resultado de la Revolución Francesa. Y es preocupante que la nación impulsora de la modernidad, de la libertad, de la legalidad y de la igualdad ande, aquí y ahora, en esta Europa unida, tan apagada de impulsos innovadores.

Cuando entraron los franceses en España a principios de 1808, nuestro país estaba atrasado y había sufrido un frenazo económico porque el hijo de uno de los mejores reyes que ha tenido este país, Carlos III, era un incapaz que dejaba en manos de un valido. Como dice Mesonero Romanos: “El Consejo y Cámara de Castilla y su Sala de Alcaldes de casa y corte, eran omnipotentes e inevitables en todos los actos de la vida pública y privada, desde la sucesión del trono, hasta el ejercicio de la pesca, o de la caza con hurones; desde los bandos de buen gobierno para el orden político de la población hasta la tasa del pan y del tocino; desde el pase de las bulas pontificias, hasta la censura de una novela o de un tomo de poesías; desde las causas de alta traición y lesa majestad, hasta los matrimonios contra la autoridad paterna y los amancebamientos privados; desde los pleitos de tenuta, hasta los amparos y moratorias; desde la provisión para las altas autoridades de la Iglesia y de los magistrados, hasta el examen de los escribanos y alguaciles; (…) desde la decisión de los litigios más graves, hasta el permiso para una feria o para una corrida de toros por cédula real”.
Para situar un poco más el ambiente, afirma José María Blanco White: “Mientras los franceses venían camino de Madrid, se había imaginado la posibilidad de una violenta liberación de las cadenas con que la religión tenía atado al pueblo, y, aunque ahora aborrecía decididamente la conducta de éstos, no se decidía a escapar de las bayonetas francesas, que parecía temer menos que el fanatismo español”.

Lo del nieto, Fernando VII, fue todavía peor, mucho peor. El príncipe tan amado por el pueblo, Fernando el Deseado, en su aclamada y vitoreada entrada en Madrid, el 13 de mayo de 1814, mostraba un rostro hierático, inexpresivo y bobalicón. Como todos sabemos, su decreto del día 4 en Valencia abolía la Constitución y las Cortes. Después vendría el cadalso para el coronel Riego, ahorcado en la plaza de la Cebada el 7 de noviembre de 1823; la captura y traslado de Juan Martín el Empecinado –¡el general que había expulsado definitivamente de Madrid a los franceses el 28 de mayo de 1813 metido ahora dentro de una jaula!–, y, por fin, la entrada del duque de Angulema y sus Cien Mil Hijos de San Luis en España. Esta vez también desde Francia, pero ahora para apoyar la repugnante, intolerante y retrógrada frase de: “Vivan las caenas”. Un rey que, como sabemos, acuñó la frase de: “Hay que desterrar del pueblo la funesta manía de pensar”.
Quizá nuestro actual rey aprendió de los errores y desprecios a sus ciudadanos del bisabuelo de su abuelo, y por eso, quizá por eso, hizo lo contrario de lo que deshizo su antepasado y antecesor, que de deseado pasó a ser, seguramente, el rey más indeseable que se ha sentado en el trono de España.
Con anterioridad, en el monumento literario que son los ‘Episodios Nacionales’, Benito Pérez Galdós nos narra, a través de su omnipresente Gabriel Araceli, la entrada de Murat en Madrid, que en seguida pisoteó la palabra dada sobre su espíritu pacificador. Sólo voy a hablar de dos personajes de don Benito, La Primorosa (que podría ser Clara del Rey) y Pacorro Chinitas. La Primorosa le dice a un Gabriel dubitativo con el fusil entre las manos: –¿Pa qué está aquí esta lombriz? –dijo La Primorosa encarándose conmigo y dándome en el hombro una fuerte manotada–. Descosío: coge ese fusil con más garbo. ¿Tienes en la mano un cirio de procesión?
Y Pacorro Chinitas, presagiando el final, un poco antes de que Daoiz respondiera a los términos amenazadores y groseros del oficial francés con la célebre frase? “Si fuerais capaz de hablar con vuestro sable, no me trataríais así”, le dice a Gabriel:
Adiós, Madrid, ya me encandilo… Gabriel, apunta a la cabeza. Juancho, que ya estás tieso, allá voy yo también: Dios sea conmigo y me perdone. Nos quitan el parque; pero de cada gota de esta sangre saldrá un hombre con su fusil, hoy, mañana, y al otro día. Gabriel, no cargues tan fuerte que revienta. Ponte más adentro. Si no tienes navaja, búscala, porque vendrán a la bayoneta. Toma la mía. Allí está, junto a la pierna que perdí. ¡Ay!, ya no veo más que un cielo negro. ¡Qué humo tan negro! ¿De dónde viene ese humo? Gabriel, cuando esto se acabe, ¿me darás un poco de agua? ¡Qué ruido tan atroz!... ¿Por qué no traen agua? ¡Señor, dios topoderoso! ¡Ah!, ya veo el agua; ahí está. La traen unos angelitos; es un chorro, una fuente, un río…”
Galdós narrará después cómo, en la batalla de los Arapiles, desarrollada a mediados del enorme calor de agosto de 1812, los combatientes, exhaustos y sedientos, reclamaban agua, y un oficial les dijo la memorable frase? “¡Aquí sólo beben los cañones!”.

Y, sin embargo, José Bonaparte intentó ser un buen rey, pese a estar impuesto por la fuerza de las armas de un ejército de ocupación, algo que el pueblo llano no toleraba. El conde de Toreno cita una anécdota de ese espíritu hostil, oída de boca de su protagonista, Carlos Gutiérrez de la Torre, hijo de siete años de Dámaso, corregidor de Madrid. Éste llevó a su hijo, para halagar al rey José, vestido con el uniforme de su guardia. El rey, complacido, preguntó al niño en su español italianizado: “Oh, bello niño, ¿para qué tenéis qüeste sable?”. “Para matar franceses”, le respondió el ingenuo niño.
Porque fue Pepe Botella, el Rey Plazuelas, el Tuerto, quien acometió el saneamiento y extensión de la plaza de Oriente, la construcción del puente de Segovia, el salón de las futuras Cortes, el ensanche de la calle del Arenal y de la Puerta del Sol, el edificio de la Bolsa de Comercio. Claro que, para erigir el edificio de las Cortes, tuvieron que derribar la iglesia de San Francisco, en un Madrid que tenía 70 iglesias, y esa modernidad, esos vientos renovadores, no eran del gusto del clero. A su gobierno le cupo la gloria de haber hecho efectiva una mejora local mandada ya, aunque infructuosamente, desde el reinado de Carlos III, que fue el establecimiento de los cementerios extramuros de Madrid.
Siguiendo, una vez más, a Mesonero Romanos: “Vino un día terrible, el 2 de mayo de 1808, en que este pueblo se alzó heroico contra el osado conquistador de Europa. Aquel memorable día recibió la Puerta del Sol su bautismo de sangre. Vióse en él la desigual lucha de los vecinos de Madrid, indefensos, arrojados y temerarios, con el cuerpo de caballería francesa denominado los Mamelucos, por el traje oriental que vestían; vióse allí a los chisperos de Barquillo y Maravillas, a las manolas de Lavapiés, acometer cuerpo a cuerpo, armados de sus navajas, a las formidables falanges vencedoras en las Pirámides y en Austerlitz; vióseles introducirse entre las piernas de los caballos, abalanzarse sobre sus jinetes, con sus navajas y estoques, terciadas las capas y la mantilla. Extinguida la luz de tan sangriento día, oyese en aquel sitio mismo el terrible estampido del plomo vengador y el angustioso ¡ay! de las víctimas moribundas, inmoladas por el francés en el patio del Buen Suceso”.
A Mustafá, el bravo jefe de los mercenarios egipcios, el mismo que en la batalla de Austerlitz estuvo a punto de alcanzar al gran duque Constantino de Rusia, le descentraron el caballo con una navaja, y, en el cruce de Carretas con la Puerta del Sol, cayó al suelo, y ahí le mataron, con el expeditivo procedimiento de clavarle una navaja en el hueco dejado por la coraza entre el cuello y la tetilla izquierda.
Ralph Waldo Emerson, filósofo norteamericano, dice que el coraje cambia la visión de todo.

Para acabar mi modesta contribución a las palabras de mi entrañable amigo Juan Amezcua, que seguro que responderá mejor que yo a las expectativas de los asistentes, cito las dos cartas, tan diametralmente opuestas, dictadas por el miserable jefe de los héroes Daoiz, Velarde y Ruiz.
Media hora más tarde, en su despacho de la Junta Superior de Artillería y apenas informado de la muerte de Luis Daoiz, el coronel Navarro Falcón, jefe superior de Artillería de Madrid, dicta a un amanuense el parte justificativo que dirige al capitán general de Madrid, para que éste lo haga llegar a la Junta de Gobierno y a las autoridades francesas: ‘Estoy bien persuadido, Sr. Excmo., de que lejos de contribuir ninguno de los oficiales del Cuerpo al hecho ocurrido, ha sido para todos un motivo del mayor disgusto el que el alucinamiento y preocupación particular de los capitanes D. Pedro Velarde y D. Luis Daoiz sea capaz de hacer formar un equivocado concepto trascendental de todos los demás oficiales, que no han tenido siquiera la más mínima idea de que aquellos pudieran obrar contra lo constantemente prevenido’.”
El tono de este oficio contrasta con otros que escribirá en los días siguientes. El último de tales documentos, firmado por Navarro Falcón en Sevilla en abril de 1814, terminada la guerra, concluirá con estas palabras:
El 2 de mayo de 1808 los referidos héroes Daoiz y Velarde adquirieron la gloria que inmortalizara sus nombres y ha dado tanto honor a sus familias y a la nación entera’. Las dos contradictorias misivas están recogidas en ‘Un día de cólera’, de Arturo Pérez-Reverte, donde afirma el autor: “Un día basta para sublevar a un pueblo”.

Así se cumplía, una vez más a lo largo de la Historia, la máxima de que la Revolución devora a sus hijos. Y se comprueba que al carro de los vencedores siempre se suben los cobardes.
Porque, en el levantamiento del 2 de mayo de 1808, no murió ni un solo aristócrata, ni un solo jefe militar de comandante para arriba, ningún noble, ningún obispo, ningún cardenal. Sólo murieron las manolas, las meretrices, los carboneros, los cuchilleros, los muleros, los panaderos, los carreteros, las costureras, los mendigos, los aprendices. El pueblo llano.
Todos ellos demostraron su nobleza su generoso y solidario comportamiento, aunque la mayoría fueran analfabetos. Ellos sí que eran nobles, muchos más nobles que todos los que les vieron morir desde las terrazas de sus balcones. Si se me permite el exabrupto, con los huevos bien calientes. Mientras los generosos héroes anónimos les daban una lección durante las jornadas del 2 y del 3 de mayo, en el inicio de la Guerra de la Independencia.

17 de abril de 2008

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